Un escrito de 1981
IMPRESIONES
Tres largos años ha estado este blog inactivo. El último post es de 6 de octubre de 2010. El que ahora se reabra, nada tiene que ver con que hemos entrado en nuevo año, pues ha habido eneros suficientes para considerar la reapertura de esta ventana. La causa del despertar ha sido un libro. Y es que, a veces, abrimos uno y el pasado sale a nuestro encuentro. Lo hizo esta vez en forma de una cuartilla manuscrita, doblada, que estaba dentro de una edición de bolsillo de la obra de Yves Bottineau "El Camino de Santiago". El libro lo compré en Benavente el 18 de septiembre de 1985, pero el manuscrito está fechado en Salamanca, un jueves 12 de marzo de 1981. En algún momento que no recuerdo debí toparme con aquellas notas y guardarlas en el cofre libresco. Ello me hace pensar si no habrán corrido la misma suerte otras hojas o apuntes de una época en la que era más dado a dejar escritas mis reflexiones -no se si literarias-, tanto en prosa como en verso.
El texto localizado y sellado por las páginas del libro de Bottinau está en bruto, con tachaduras que han rectificado una frase o un pensamiento. No lleva título, pero, ahora que lo he encontrado y releído, lo he bautizado con el nombre que encabeza este post. Ahí va, en bruto y sin pulir, tal como fue escrito hace 33 años.
Cuando la caída de la tarde
trajera proyectando la inmensa nube de vapor que se expandía a intervalos de
distancia, la vieja campana de la torre neoclásica anunciaba, jadeante, la
llegada momentánea de la sombra en el inmenso espacio acostumbrado.
Lenta y pausadamente la masa
deseosa de espacio congelado, extendía sus húmedas formas diminutas, bañando
los barbechos de polvo de unas horas, surcando los contornos de campos
indecisos, bebiendo de su aire la atmósfera de luces, para poder vislumbrar la
noche que volvía.
Mientras la niebla extiende
su destino, unos ecos de otoño respiran a lo lejos las últimas palabras del día
que agoniza, al tiempo que palpita un corazón más fuerte, amparado entre los
bancos de agua aprisionada que, ahora, feudatarios, imponen su criterio.
Es ahora el tiempo de otras
luces que vienen al combate sedientas de victoria, conscientes pese a todo de
su relevo inútil, de su infortunio e impotencia por ser minoritarias.
Es la hora de siempre,
cuando duermen los genios, creando el aeroplano que proyecte a otro medio la
experiencia de un sueño que es distinto, de un sueño que en la sombra purifica
las ansias de un especio inmenso.
El grueso del ejército como
todos los días retorna a su descanso nocturno, merecido, para poder alentar las
fuerzas imposibles, rápido destierro de las horas negras que han gozado del
tiempo permitido.
Pero mientras tenía lugar
una nueva escaramuza que habría de llevar irreversiblemente al retorno de los
astros blancos, se dejaba oír, entrecortado, el aleteo de las lechuzas que,
constantes, pululaban por la aldea; se dejaban oír las carreras sigilosas de
los pequeños carnívoros nocturnos que buscaban su comida en los tejados; se
dejaba oír, también, al lado de las
casas, el forcejeo de los cuerpos deseados y el llanto de los niños que temían
la llegada inexacta de un fantasma.
José Ignacio Martín Benito. Salamanca,
jueves, 12 marzo 1981