Crónicas mallorquinas (II)
Cirios, capirotes y estandartes
por José I. Martín Benito
por José I. Martín Benito
En el cruce de las calles de Corderia y de la Boiseria, los viajeros se encuentran con la procesión. Son las nueve y media de la noche de un lunes santo balear. A escasos treinta metros está el edificio modernista de Casayas.
Hasta hace poco más de hora y media la calle bullía y las tiendas se iluminaban de una luz alógena, blanca y potente. Sin embargo, ahora sólo la luz amarillenta de las farolas acompaña a los transeúntes.
Previamente entraron a cenar en un restaurante, plagado de recuerdos italianos y una bellísimas fotografías en blanco y negro que captaban momentos congelados de Roma y Florencia, Fellini y Sofía Loren, entre otras. Por un momento evocaron las ruinas y los gatos del foro y un suspiro de nostalgia les invadió.
Pero ahora están aquí, en la noche palmeña, cuando la ciudad camina ordenadamente tras las imágenes de vírgenes y cristos. En algunas calles del recorrido de la procesión hay esparcida una capa de arena muy fina, como si se quisiera marcar la estela o la senda para que no se pierda el sacro desfile, que hace una hora salió de Santa Clara y de San Francisco. Ignoran los viajeros el motivo de aquello, toda vez que, como advertirán, en el cortejo no hay ni toros ni caballos –que estos se quedaron en Menorca y en Ciudadela-; lo que sí hay, son dos filas largas e interminables de cirios y caperuzas. Pero en fin, aquí no se despilfarra nada, ni siquiera la arena fina del Mediterráneo.
La procesión no difiere mucho de otros desfiles semanasanteros. Un cofrade reparte caramelos entre los niños y las jóvenes muchachas, mientras suenan los tambores y la banda de cornetas marca el paso.
Los viajeros asisten a un desfile de cofradías, cuyo nombre anotan meticulosamente para luego poder recordar y servir de alimento a estas crónicas.
La cofradía de los cartujos, que data de 1938, viste de blanco. Los viajeros se preguntan si entre aquellos rostros, ocultos unos, descubiertos otros, no estará errante el espíritu de San Bruno, pero no, se conoce que este se quedó en Miraflores o aprisonado en alguno de los lienzos de Zurbarán. Los cartujos de hoy llevan de la mano un farol negro, lo que contrasta con el alba blanca de su túnica y su oscuro capirote.
Del blanco al granate. De los faroles a los cirios. Ahora desfila la cofradía de Jesús Nazareno, de la parroquia de la Santa Fe, mientras van llegando curiosos a los flancos; la procesión les ha pillado de sorpresa. La mayor parte de ellos miran, se paran en la acera, observan, comentan y, poco después, siguen su camino.
Tras el blanco cartujano y el granate nazareno, llega ahora el verde de la Juventud Antoniniana, cuyos componentes se cubren con caperuza roja. Todo un muestrario de color y de telas en la noche mallorquina. El portaestandarte levanta la enseña con orgullo, en la que puede leerse que la sociedad fue fundada en Palma en 1928. Los viajeros reparan en la profana forma del emblema de la hermandad, que les recuerda al de un club de fútbol hispalense.
En la cofradía de Simón Cirineo dos muchachos escoltan el estandarte. Hay algo de paramilitar en ellos. Será por las boinas caladas y caídas, cual brigada paracaidista. Hasta los uniformes de los cornetas y tambores y el ademán impasible de quienes los llevan tienen espíritu marcial. Y es que Palma y España entera son un desfile permanente. Cualquier pretexto es bueno para lanzarse a la calle y hacer alardes, ya sea en fiestas civiles o religiosas. La cruz y la espada se dan la mano en la milicia.
Todavía tienen tiempo los viajeros de ver el paso de la Santa Faz. Los hermanos llevan el icono en el pecho, con un Cristo de cuencas vacías, como si le hubieran arrancado los ojos para no ver.
Con ojos o sin ellos, los viajeros, por su parte, deciden que ya han visto bastante y convienen en retirarse, en el momento que pasa la Cruzada del Amor Divino. Lo profano les espera.
Hasta hace poco más de hora y media la calle bullía y las tiendas se iluminaban de una luz alógena, blanca y potente. Sin embargo, ahora sólo la luz amarillenta de las farolas acompaña a los transeúntes.
Previamente entraron a cenar en un restaurante, plagado de recuerdos italianos y una bellísimas fotografías en blanco y negro que captaban momentos congelados de Roma y Florencia, Fellini y Sofía Loren, entre otras. Por un momento evocaron las ruinas y los gatos del foro y un suspiro de nostalgia les invadió.
Pero ahora están aquí, en la noche palmeña, cuando la ciudad camina ordenadamente tras las imágenes de vírgenes y cristos. En algunas calles del recorrido de la procesión hay esparcida una capa de arena muy fina, como si se quisiera marcar la estela o la senda para que no se pierda el sacro desfile, que hace una hora salió de Santa Clara y de San Francisco. Ignoran los viajeros el motivo de aquello, toda vez que, como advertirán, en el cortejo no hay ni toros ni caballos –que estos se quedaron en Menorca y en Ciudadela-; lo que sí hay, son dos filas largas e interminables de cirios y caperuzas. Pero en fin, aquí no se despilfarra nada, ni siquiera la arena fina del Mediterráneo.
La procesión no difiere mucho de otros desfiles semanasanteros. Un cofrade reparte caramelos entre los niños y las jóvenes muchachas, mientras suenan los tambores y la banda de cornetas marca el paso.
Los viajeros asisten a un desfile de cofradías, cuyo nombre anotan meticulosamente para luego poder recordar y servir de alimento a estas crónicas.
La cofradía de los cartujos, que data de 1938, viste de blanco. Los viajeros se preguntan si entre aquellos rostros, ocultos unos, descubiertos otros, no estará errante el espíritu de San Bruno, pero no, se conoce que este se quedó en Miraflores o aprisonado en alguno de los lienzos de Zurbarán. Los cartujos de hoy llevan de la mano un farol negro, lo que contrasta con el alba blanca de su túnica y su oscuro capirote.
Del blanco al granate. De los faroles a los cirios. Ahora desfila la cofradía de Jesús Nazareno, de la parroquia de la Santa Fe, mientras van llegando curiosos a los flancos; la procesión les ha pillado de sorpresa. La mayor parte de ellos miran, se paran en la acera, observan, comentan y, poco después, siguen su camino.
Tras el blanco cartujano y el granate nazareno, llega ahora el verde de la Juventud Antoniniana, cuyos componentes se cubren con caperuza roja. Todo un muestrario de color y de telas en la noche mallorquina. El portaestandarte levanta la enseña con orgullo, en la que puede leerse que la sociedad fue fundada en Palma en 1928. Los viajeros reparan en la profana forma del emblema de la hermandad, que les recuerda al de un club de fútbol hispalense.
En la cofradía de Simón Cirineo dos muchachos escoltan el estandarte. Hay algo de paramilitar en ellos. Será por las boinas caladas y caídas, cual brigada paracaidista. Hasta los uniformes de los cornetas y tambores y el ademán impasible de quienes los llevan tienen espíritu marcial. Y es que Palma y España entera son un desfile permanente. Cualquier pretexto es bueno para lanzarse a la calle y hacer alardes, ya sea en fiestas civiles o religiosas. La cruz y la espada se dan la mano en la milicia.
Todavía tienen tiempo los viajeros de ver el paso de la Santa Faz. Los hermanos llevan el icono en el pecho, con un Cristo de cuencas vacías, como si le hubieran arrancado los ojos para no ver.
Con ojos o sin ellos, los viajeros, por su parte, deciden que ya han visto bastante y convienen en retirarse, en el momento que pasa la Cruzada del Amor Divino. Lo profano les espera.
Fotos: Diversos momentos de la procesión del Lunes santo en Palma de Mallorca.
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