La Crónica de Benavente

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jueves, febrero 09, 2006

Próximo libro de J. I. Martín Benito

El memorial de Salazar. El carnaval del peregrino
Prólogo de Braulio Llamero

LLAMERO HA DICHO
Traspasada la puerta que es el título de ambos, prepárense para viajar al viejo modo de hace algunos siglos. Es decir, andando. Sus pies, lector, van a caminar como ya no recordamos por buena parte de la provincia de Zamora. Y cuando menos se lo espere, Martín Benito hará que se encuentre, amén de otros prodigios, sentado a la mesa del mismísimo y genuino Conde de Benavente. Eso por lo que hace a la puerta o relato titulado “El carnaval del peregrino”. En el segundo, “Memorial de Salazar”, el viaje, también a pie y por parajes que de tan familiares acaban pareciendo insospechados, nos lleva a Ciudad Rodrigo, a pueblos de los alrededores, a Salamanca. Mas no es el viaje físico o geográfico lo que va a pasmar más al lector, sino la naturalidad con que se nos permite merodear, pasear, conocer “personalmente” lo que había por allí, lo que se amaba, se sentía, se soñaba, allá por los siglos XVI y XVII.
No teman, sin embargo, que la evidente erudición y adiestrado manejo de viejos documentos por parte del que ha hecho la puerta entorpezca la excusión o la entrecorte. Para nada. El dominio del lenguaje y sobre todo la capacidad para hacernos “oler” el perfume medieval del castellano, sin que ello coarte lo más mínimo la comprensión cabal del texto, no es precisamente el menor logro de estos dos relatos, hechos, sí, con la humildad de quien aspira a fabricar “solo” un libro-puerta, pero también con la sabiduría literaria de quien, si quisiera, podría fabricar un libro-pared, hermosísimo de factura aunque no contara nada, para regocijo de quienes confunden forma y fondo, continente y contenido, sustancia y superficie, espuma y manantial...

Dos relatos, dos
El memorial de Salazar hace un recorrido por la mentalidad y las costumbres de finales del Renacimiento, centrada en una diócesis de frontera, vista con los ojos de un clérigo, fiel servidor del obispo civitatense don Martín de Salvatierra.
Con El carnaval del peregrino el lector recorrerá la provincia de Zamora en la segunda década del siglo XVII de la mano de un canónigo cordobés, actor ocasional, arrepentido pecador y temeroso de Dios y de los bandidos. Descubrirá también la intriga del montaje ilustrado, del relato fabulado o verdadero, que se pierde en alguna desconocida biblioteca.
El libro va ilustrado con grabados y pinturas de Francisco de Goya.
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Fragmentos de El memorial de Salazar
Sacra Católica Majestad. En el nombre de Dios, que es Uno y Trino, y de la Santísima Virgen, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, amén. La vida de los hombres está llena de sobresaltos, que vuelven mansos a los más arriscados y encolerizan a los más virtuosos. Esta es la relación que yo, Ginés Gómez de Salazar, natural de la ciudad de Lorca, en el Reino de Murcia y al presente vecino de la ciudad de Ciudad Rodrigo, a donde vine hace ya trece años con su señoría reverendísima don Martín de Salvatierra, me dispongo a dejar escrita en este memorial para conocimiento de Su Majestad, el rey Felipe, tercero de este nombre, una vez que su ilustrísima entregó el alma al Señor el pasado 13 de diciembre del año de gracia de Nuestro Señor Jesucristo de 1604.
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Tengo que dejar aquí escrito que, muy a mi pesar, no pude tampoco hacer averiguación de cuántas lanzas podrían sacarse de aquellas villas para el servicio de Su Majestad, ni siquiera si le servirían en caso de necesidad, pues sus habitantes no se precian de caballería ni de tener caballos, ni saben qué cosa es, y como es gente de Raya, son indómitos, trajineros y amigos de pleitos.
Pese a lo sucedido, no desesperó su ilustrísima de conocer palmo a palmo su obispado y, tocado en su orgullo, se dispuso a formarse una cabal idea del mismo, ya fuera recorriéndolo personalmente o a través de mis ojos y relaciones. Y fue aquí, en el llano, en las quebradas, en los montes y en los riscos, cuando comencé a saber que había sido la voluntad divina la que en Segorbe había guiado mi mano y mi pluma al pedir el traslado de don Martín a un nuevo obispado. Sólo pudo ser la Providencia la que nos trajera a Ciudad Rodrigo, para poder así mejor alabar a Dios y ver las tentaciones y obras del maligno, como se verá más adelante.
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El concejo había decidido, para honrar nuestra visita y también para aliviar algunas necesidades de los estómagos de los vecinos y moradores del lugar, ir en busca de la cabriada, traerla a poblado y ordeñarla, para así juntarse todos en la plaza pública y merendar lo que aquí llaman una “migá”, esto es, una especia de sopa de pan mojado con leche, que se sirve fría o caliente, aderezada en ocasiones con miel.
Como me sorprendí de que en la santa misa estuvieran presentes los hombres y los niños y faltaran no pocas mujeres, pregunté al beneficiado la razón de aquello, el cual me indicó que no lo tuviera en consideración, pues estaban estas entretenidas cortando las rodajas de las hogazas de pan y disponiéndolas en las perolas y barreñas, tal era la pitanza que se esperaba. Sucedió que nada más terminada la misa, el alcalde y los otros regidores excusaron hacer aquel domingo concejo público en el atrio de la iglesia y, mientras yo me quedaba con el cura para rematar lo concerniente a la visita que me encomendó su señoría, todos partieron al monte en busca de la cabriada. Según supe después, no fue posible traerla a poblado, pues las cabras se mostraron remisas a bajar del monte y tan pronto como avanzaban tres pasos retrocedían cuatro, con lo que los regidores decidieron que el ordeño se hiciera allí mismo.
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También yo, como dije, lo tuve muy cerca, tanto que durante tres o cuatro meses, casi sin saber cómo, me di al fornicio y a la holganza, dejándome llevar por la lujuria. Y fue que, acostumbrado a pasear en mis ratos de ocio por la ribera del Águeda, conocí a una guapa moza, criada de una casa noble de la ciudad, la cual acudía a lavar al río dos veces por semana y con la que entablé inocente conversación. Pero un día, como advirtiera que mi hábito tenía ciertas manchas que al lavarlo no desaparecían, se ofreció para hacerlo ella y esa tarde, al caer el sol, fue a buscarlo a mi casa. Por agradarla y en correspondencia al favor que me hacía, la quise invitar a unos dulces y a un poco de moscatel. No se si fue con su risa, con el vino o con la redondez de sus pechos, pero el diablo se coló esa noche en mi casa en forma de hermosa y lozana mujer. Omito a Vuestra Majestad los pormenores de aquella velada nocturna, a la que siguieron regularmente otras. Tan preso quedé que, por el día, en lugar de rezar las oraciones a Nuestra Señora, yo lo hacía a la mía y cuando cerraba los ojos la veía a ella y pensando en ella me entraba gran zozobra y sólo vivía por y para mi dueña.
Fragmentos de El carnaval del peregrino
El chantre Andrés de los Palacios siempre había tenido fama de fabulador. Por eso, cuando regresó de su viaje a Santiago nadie en la ciudad cordobesa creyó su relato. El cabildo le había otorgado un permiso de tres meses para poder ausentarse de sus obligaciones en la catedral, considerando que cinco años antes el canónigo Bernardo de Aldrete había hecho el camino de ida y vuelta a Compostela en algo menos de sesenta días, y eso a pesar de que hubo de pasar las montañas por el Padornelo y la Canda en uno de los más crudos inviernos que los naturales recordaban.
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Pero si buena fue la tarde, con mi conversión momentánea en arcipreste, mejor fue la cena en la posada, en donde mis amigos y yo dimos cuenta de unos buenos habones de Sanabria y de unos capones rellenos. Fuera por los habones o porque el estómago no se acostumbra a pasar de la nada a la abundancia, lo cierto es que esa noche me visitó el mismo Caco que, casualmente, tenía los rasgos de uno de los caballeros de Santiago, y ya me iba a quitar la bolsa o matar, cuando Hércules, con cara de Escalante, le derribó de un certero golpe de maza. Al despertarme por la impresión llevé instintivamente la mano a la bolsa y pude comprobar que, gracias a Dios, seguía en su sitio. Los habones debieron hacer el resto, pues a partir de ese momento ya no pude pegar ojo en toda la noche, teniendo que salir afuera dos veces apremiado por ciertos apretones y temiendo y desconfiando, a la vez, de los tres bultos que roncaban a mi lado, en otros tantos camastros de aquel destartalado cuarto.
***
De regreso al patio, ¡oh, sorpresa!, me encontré con la compañía de Escalante, que estaba iniciando los preparativos para representar un par de piezas y algunos entremeses esa misma tarde, ya que el conde celebraba varios días de fiesta por los desposorios de una hija suya. Maese Escalante refirió a los presentes los pormenores de mi estreno como actor tres días antes en la Puebla de Sanabria, de lo que todos se holgaron mucho, por lo que animaron al autor a que representase esa función y que yo participara en ella. Ante los ruegos del abad no pude negarme, por lo que vierais aquella misma tarde a todo un chantre de la catedral de Córdoba convertido en cómico, en presencia del mismísimo don Juan Alfonso Pimentel, conde de Benavente.
La comida fue frugal, a pesar de la insistencia de su excelencia a que le acompañáramos a la mesa, pero habiendo de dar la representación no convenía llenar mucho nuestros estómagos y estar así ligeros de cuerpo y ágiles de mente. Tiempo habría de resarcirse dijo Escalante, a la vez que me guiñaba el ojo derecho.
Lo demás no sé si debiera referirlo a vuestras mercedes, pero en aras de la veracidad de mi relato creo que no debo esconderlo. Lo cierto es que después de la función y de haber sido agasajados por el conde y su ilustre familia y hechos los cumplidos necesarios al abad, me despedí de todos ellos, agradeciéndole mucho sus atenciones y hospitalidad, que no quisiera parecer yo ruin y aprovechado; además, me había persuadido Escalante, que en una villa tan populosa como aquella no habría de faltarme posada.
Confiando en mi amigo el autor, nos fuimos juntos a cenar a una especie de mesón que estaba cerca del convento de San Bernardo. Y digo una especie, porque al cabo de estar un rato en él, me pareció que aquella casa tenía más de mancebía que de posada. A la mesa se nos sentaron dos mozas dicharacheras, lozanas y hermosas, que dijeron ser de la Tierra de Campos y nos fueron sirviendo buen vino, entre huevos, longaniza y unas buenas truchas que, al parecer, habían sido pescadas en el río que pasa junto a la fortaleza. El tiempo fue pasando y la cabeza comenzó a turbárseme poco a poco, entre vihuelas, zanfonas y gaitas, que de todo instrumento había en aquella casa, de modo que no sabría decir cuándo me vi arrastrado y envuelto en el embrujo del baile y de la danza, quién sabe por qué fuerza.

Fotos: Nadie nos ha visto (grabado); Las lavanderas (óleo) y El cantor ciego, de Francisco de Goya.

2 Comments:

Blogger B. Llamero said...

Ya tengo ganas de ver el libro impreso. Aunque, por cierto, y ya de paso: ¿por qué nos pones algunos textos en letra tan pequeña? ¿Ignoras que de cuarenta años en adelante a todos más o menos nos entra "flojera" en la vista?

7:05 p. m.  
Blogger La Crónica de Benavente y los Valles said...

Tienes razón. Cambiaré el tamaño de la letra.

7:48 p. m.  

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