Historias de Villavieja de la Roca (3)
3. EL LEGULEYO DIÓGENES CARRANZA[1]
Por José I. Martín Benito
Don Diógenes era uno de esos hombres que provocaba una convulsión a su alrededor cuando tomaba asiento en los despachos oficiales. Era como si un terremoto sacudiera las frágiles sillas, que crujían como si sacaran un grito de dolor ante la portentosa figura que le venía encima. Sólo en casa su oronda humanidad parecía encontrar alivio al poner las posaderas en aquel sillón de mimbre que se trajo de las colonias, antes de la paz de Zanjón. Entonces, a la luz de la luna y empapado en ron, la mente se le iba y el aire le traía fragancias caribeñas; entre ellas buscaba desesperadamente hasta encontrar el olor y el sabor de Caridad del Cobre, aquella mulata que le tuvo embrujado a ritmo de son.
A sus cincuenta años don Diógenes podía contar muchas historias. Como abogado de la milicia había estado presente en la campaña de Melilla donde decía haber empuñado el fúsil en el Barranco del Lobo. Poco después, destinado a Barcelona, pudo presenciar los acontecimientos de la Semana Trágica y el procesamiento y fusilamiento de F. Ferrer y Guardia. Hombre ambicioso, sus enemigos aseguraban que sus negocios florecieron al calor del puerto. Cierto o no, su ambición no tenía límites, sobre todo en coleccionar caldos franceses y acciones de los ferrocarriles latinoamericanos.
La experiencia pues de Diógenes Carranza estaba fuera de toda duda. Y la hacía valer para sacarle las castañas del fuego a D. Crispín, cuando pintaban bastos. Se decía, incluso, que era él el que le concertaba las citas en la capital, pues a su humanidad desbordante, unía unas dotes de celestino que ni la misma Trotaconventos. Eso le decía, en broma, su compadre, el ingeniero don Romualdo del Águila, el único de los cuatro conjurados amigos que se preciaba de tener una biblioteca con más de mil volúmenes y que se jactaba de saberse de memoria el Libro del Buen Amor.
D. Diógenes no sabía de literatura ni falta que le hacía. Cultivar el cuerpo, sí, en los mesones de la capital del reino, pero el espíritu era cosa que podía esperar. La verdad es que don Diógenes ejercía la abogacía más por afición que por necesidad. Cuando regresó al solar de sus mayores, su incontable patrimonio familiar le hubiera dispensado de dedicarse a la rutina diaria de abogado de causas perdidas, que de manera sorprendente convertía en casos ganados. Y no por su oratoria y elocuencia -mas bien escasas- sino por sus dotes de convicción. Se dice que en la visita de Su Majestad y del presidente del Consejo de Ministros a Villavieja - la primera que hacía un rey desde los tiempos de Fernando el Católico- logró convencer al conde de Romanones de la necesidad de traer el agua desde "La Fontona", un paraje situado a cuatro leguas de la localidad, en lugar de "La Antanica", situado sólo a una legua del pueblo. Sus dotes de persuasión impresionaron a los políticos de la Corte que quisieron llevarse al abogado a un despacho del Ministerio de la Guerra, dado además su conocimiento de los últimos conflictos coloniales; pero Carranza no podía dejar a don Crispín en la estacada y se sacrificó para estar a su lado, en tanto podía seguir jugando al dominó las tardes de los sábados en el Casino.
Los camaradas, agradeciéndole su entrega, le invitaron a una opípara cena de homenaje, donde el abogado como siempre hizo gala de su buen apetito y de ser un excelente catador. Lástima que cuando se incorporó para agradecer a los comensales aquella deferencia, su humanidad se desmoronara víctima de un ataque de apoplejía. Ni el médico personal del propio gobernador, presente en la velada, pudo hacer nada. Diógenes Carranza acababa de escribir otra página en la vida de Villavieja. Dicen que los caballos fúnebres relincharon cuando el féretro, envuelto con la bandera de la patria, salió del templo y los vítores resonaron por toda la plaza.
A partir de ese momento el cuarteto se trocó en un terceto mustio y sombrío. D. Crispín no volvió a ser el mismo, pese a las invitaciones que el ingeniero del Águila le hacía para que buscara sosiego en la lectura. Faltábanle el ímpetu y la audacia de las que había hecho gala en otros momentos. D. Néstor dejó en paz a la comunidad de franciscanas a las que quería convencer para que le vendieran la iglesia del convento. El mismo Don Romualdo buscó refugio en su biblioteca y comenzó a leer como un loco novelas de caballería hasta que, dicen, perdió la razón.
El trío no fue capaz de comprender que todo aquello no era sino un presagio, esto es el principio del fin de un sistema que comenzaba a ser obsoleto y al que no se le volvería a dar una segunda oportunidad sobre la tierra.
Don Diógenes era uno de esos hombres que provocaba una convulsión a su alrededor cuando tomaba asiento en los despachos oficiales. Era como si un terremoto sacudiera las frágiles sillas, que crujían como si sacaran un grito de dolor ante la portentosa figura que le venía encima. Sólo en casa su oronda humanidad parecía encontrar alivio al poner las posaderas en aquel sillón de mimbre que se trajo de las colonias, antes de la paz de Zanjón. Entonces, a la luz de la luna y empapado en ron, la mente se le iba y el aire le traía fragancias caribeñas; entre ellas buscaba desesperadamente hasta encontrar el olor y el sabor de Caridad del Cobre, aquella mulata que le tuvo embrujado a ritmo de son.
A sus cincuenta años don Diógenes podía contar muchas historias. Como abogado de la milicia había estado presente en la campaña de Melilla donde decía haber empuñado el fúsil en el Barranco del Lobo. Poco después, destinado a Barcelona, pudo presenciar los acontecimientos de la Semana Trágica y el procesamiento y fusilamiento de F. Ferrer y Guardia. Hombre ambicioso, sus enemigos aseguraban que sus negocios florecieron al calor del puerto. Cierto o no, su ambición no tenía límites, sobre todo en coleccionar caldos franceses y acciones de los ferrocarriles latinoamericanos.
La experiencia pues de Diógenes Carranza estaba fuera de toda duda. Y la hacía valer para sacarle las castañas del fuego a D. Crispín, cuando pintaban bastos. Se decía, incluso, que era él el que le concertaba las citas en la capital, pues a su humanidad desbordante, unía unas dotes de celestino que ni la misma Trotaconventos. Eso le decía, en broma, su compadre, el ingeniero don Romualdo del Águila, el único de los cuatro conjurados amigos que se preciaba de tener una biblioteca con más de mil volúmenes y que se jactaba de saberse de memoria el Libro del Buen Amor.
D. Diógenes no sabía de literatura ni falta que le hacía. Cultivar el cuerpo, sí, en los mesones de la capital del reino, pero el espíritu era cosa que podía esperar. La verdad es que don Diógenes ejercía la abogacía más por afición que por necesidad. Cuando regresó al solar de sus mayores, su incontable patrimonio familiar le hubiera dispensado de dedicarse a la rutina diaria de abogado de causas perdidas, que de manera sorprendente convertía en casos ganados. Y no por su oratoria y elocuencia -mas bien escasas- sino por sus dotes de convicción. Se dice que en la visita de Su Majestad y del presidente del Consejo de Ministros a Villavieja - la primera que hacía un rey desde los tiempos de Fernando el Católico- logró convencer al conde de Romanones de la necesidad de traer el agua desde "La Fontona", un paraje situado a cuatro leguas de la localidad, en lugar de "La Antanica", situado sólo a una legua del pueblo. Sus dotes de persuasión impresionaron a los políticos de la Corte que quisieron llevarse al abogado a un despacho del Ministerio de la Guerra, dado además su conocimiento de los últimos conflictos coloniales; pero Carranza no podía dejar a don Crispín en la estacada y se sacrificó para estar a su lado, en tanto podía seguir jugando al dominó las tardes de los sábados en el Casino.
Los camaradas, agradeciéndole su entrega, le invitaron a una opípara cena de homenaje, donde el abogado como siempre hizo gala de su buen apetito y de ser un excelente catador. Lástima que cuando se incorporó para agradecer a los comensales aquella deferencia, su humanidad se desmoronara víctima de un ataque de apoplejía. Ni el médico personal del propio gobernador, presente en la velada, pudo hacer nada. Diógenes Carranza acababa de escribir otra página en la vida de Villavieja. Dicen que los caballos fúnebres relincharon cuando el féretro, envuelto con la bandera de la patria, salió del templo y los vítores resonaron por toda la plaza.
A partir de ese momento el cuarteto se trocó en un terceto mustio y sombrío. D. Crispín no volvió a ser el mismo, pese a las invitaciones que el ingeniero del Águila le hacía para que buscara sosiego en la lectura. Faltábanle el ímpetu y la audacia de las que había hecho gala en otros momentos. D. Néstor dejó en paz a la comunidad de franciscanas a las que quería convencer para que le vendieran la iglesia del convento. El mismo Don Romualdo buscó refugio en su biblioteca y comenzó a leer como un loco novelas de caballería hasta que, dicen, perdió la razón.
El trío no fue capaz de comprender que todo aquello no era sino un presagio, esto es el principio del fin de un sistema que comenzaba a ser obsoleto y al que no se le volvería a dar una segunda oportunidad sobre la tierra.
[1] Publicado en el nº 79 de Benavente al día, del 13 de agosto al 13 de septiembre de 1999.
Etiquetas: Historias de Villavieja de la Roca
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home