Cuaderno romano (y 3)
SOL DE PASCUA
Por José I. Martín Benito
Es lunes de Pascua y hace sol. Los viajeros han entrado en el Coliseo, después de haber guardado pacientemente la cola. Dentro no hay espectáculo que les espere. Ya no hay ni fieras, ni mirmillones, ni reciarios. Las gradas están vacías, sin asientos. La arena ha sido sustituida, pero sólo en parte, por una plataforma de madera, de modo que los visitantes pueden ver a vista de pájaro los intestinos del gigante. Pero abajo no está permitida la entrada. Los viajeros no pueden por menos de evocar el anfiteatro de Tarraco, y también el de Emerita, similares en la estructura, pero no en las proporciones. La gente deambula por la cavea, sin encontrar su localidad. Ya se ha dicho que no la hay. La entrada da derecho a recorrer un circuito, pero no a invadir los sectores protegidos. Así que los turistas dan la vuelta al recinto, con parsimonia, tomándose su rato para hacer algunas instantáneas y llevarse el recuerdo digital que le permita mantener activa la memoria cada vez que se quiera.
Los viajeros se asoman al exterior y ponen sus ojos en la colina del Palatino, su próxima escala. Por la vía Sacra, otra vez, llegan al arco de Tito para iniciar, más adelante, el ascenso. La subida es cómoda, con paradas para ver grutas acuáticas y jardines. Ahora recorrerán el parque, pues las ruinas de los palacios imperiales están más retiradas.
Desde lo alto de la colina Palatina se divisa el Foro. Un rumor constante sube desde abajo, entre un ir y venir de transeúntes que recorren los espacios plagados, aunque en ruinas, de templos y basílicas. Es seguro que ahora, como entonces, el murmullo es también una mezcla de diversos sonidos y de lenguas. Lo que debe ser diferente son las conversaciones, pero desde aquí arriba no son audibles ni, por tanto, inteligibles. Además, los que deambulan ahora llevan otra indumentaria y van armados de cámaras y planos. ¡Cualquiera diría que necesitan una guía para no perderse!...
El sol juega al escondite, cuando los viajeros toman conciencia de que aquel lugar fue otrora el centro del mundo, al menos del conocido. Lo desconocido no cuenta y, además, aunque contara, daría lo mismo, pues lo que no se conoce no existe, al menos para el que lo ignora. Es también seguro que las damas romanas llevaban telas de seda, pero ignoraban su lejana procedencia, de la misma manera que los chinos no sabían qué había al otro lado del techo del mundo.
Después de pasear por la Domus Flavia, bajarán del Palatino e irán en busca de la Fontana di Trevi y de la columna aureliana. La primera está literalmente cercada por centenares de turistas y apenas si se puede llegar al pretil de la gran alberca. La segunda, en Piazza Colonna, es prima hermana de la de Trajano, pero el lugar es más accesible y no hay gatos que la custodien. ¡Y eso que los puestos de souvenirs están llenos de postales de Roma con felinos como protagonistas!
Con gatos o sin ellos, van los caminantes por la via di Pastini, en busca del Panteón; lo encontrarán, pero la entrada está vedada. Lo debían haber supuesto. Es lunes de Pascuata y las iglesias, ya se dijo, están cerradas al culto y a las visitas. Piensan los viajeros que les han hecho “la pascua”, por lo que, ya cansados, buscarán un lugar para sentarse y llenar el cuerpo. Lo encontrarán en una de las terrazas de la esquina, frente al circular edificio. Así que, se dicen, “los lunes al sol en piazza Rotonda”; y es verdad que el sol pega con fuerza. Sólo desean que Febo se esconda tras una nube, como, en efecto, sucede. Pero el alivio no durará mucho...
La tarde está al otro lado del río, en el Trastevere y en el Gianicolo. Pero antes de toparse con el bronce de Garibaldi, que desde la colina domina la ciudad, como esperando el momento del ataque, los viajeros habrán de buscar la huella de España y de Bramante. La encontrarán en San Pietro in Montorio y en el pequeño templete no hace mucho restaurado con hispánicos dineros. Con la mirada se refrescan en la Fonte Acqua Paola, que semeja un gran arco acuático de triunfo. Luego, sí, irán en busca del monumento al Garibaldi y bajarán la colina. Dejando a la izquierda el Vaticano, cruzan nuevamente el río por el puente de Amadeo de Saboya, para tomar la cada vez más larga vía dei Coronari, donde se dan cita las tiendas de antigüedades. Muy cansados, por la piazza di Montecitorio llegan de nuevo, ya entre dos luces, a Piazza Colonna. Por la via dei Tritone enlazarán con la de las Quatro Fontane, para toparse con San Carlino; refrescarse, esta vez de verdad, en una de las fuentes que da nombre a la calle y bajar hacia las cercanías de Santa María la Mayor. Son las ocho de la tarde. Las tinieblas, en este día de finales de marzo, han tomado no ha mucho la ciudad. Es hora, pues, de reponer fuerzas en uno de los restaurantes de via Cavour y regresar a la morada de Diana. El Vaticano y la Roma cristiana tendrán que esperar un día más. De momento, ha llegado la hora de los búhos.
Los viajeros se asoman al exterior y ponen sus ojos en la colina del Palatino, su próxima escala. Por la vía Sacra, otra vez, llegan al arco de Tito para iniciar, más adelante, el ascenso. La subida es cómoda, con paradas para ver grutas acuáticas y jardines. Ahora recorrerán el parque, pues las ruinas de los palacios imperiales están más retiradas.
Desde lo alto de la colina Palatina se divisa el Foro. Un rumor constante sube desde abajo, entre un ir y venir de transeúntes que recorren los espacios plagados, aunque en ruinas, de templos y basílicas. Es seguro que ahora, como entonces, el murmullo es también una mezcla de diversos sonidos y de lenguas. Lo que debe ser diferente son las conversaciones, pero desde aquí arriba no son audibles ni, por tanto, inteligibles. Además, los que deambulan ahora llevan otra indumentaria y van armados de cámaras y planos. ¡Cualquiera diría que necesitan una guía para no perderse!...
El sol juega al escondite, cuando los viajeros toman conciencia de que aquel lugar fue otrora el centro del mundo, al menos del conocido. Lo desconocido no cuenta y, además, aunque contara, daría lo mismo, pues lo que no se conoce no existe, al menos para el que lo ignora. Es también seguro que las damas romanas llevaban telas de seda, pero ignoraban su lejana procedencia, de la misma manera que los chinos no sabían qué había al otro lado del techo del mundo.
Después de pasear por la Domus Flavia, bajarán del Palatino e irán en busca de la Fontana di Trevi y de la columna aureliana. La primera está literalmente cercada por centenares de turistas y apenas si se puede llegar al pretil de la gran alberca. La segunda, en Piazza Colonna, es prima hermana de la de Trajano, pero el lugar es más accesible y no hay gatos que la custodien. ¡Y eso que los puestos de souvenirs están llenos de postales de Roma con felinos como protagonistas!
Con gatos o sin ellos, van los caminantes por la via di Pastini, en busca del Panteón; lo encontrarán, pero la entrada está vedada. Lo debían haber supuesto. Es lunes de Pascuata y las iglesias, ya se dijo, están cerradas al culto y a las visitas. Piensan los viajeros que les han hecho “la pascua”, por lo que, ya cansados, buscarán un lugar para sentarse y llenar el cuerpo. Lo encontrarán en una de las terrazas de la esquina, frente al circular edificio. Así que, se dicen, “los lunes al sol en piazza Rotonda”; y es verdad que el sol pega con fuerza. Sólo desean que Febo se esconda tras una nube, como, en efecto, sucede. Pero el alivio no durará mucho...
La tarde está al otro lado del río, en el Trastevere y en el Gianicolo. Pero antes de toparse con el bronce de Garibaldi, que desde la colina domina la ciudad, como esperando el momento del ataque, los viajeros habrán de buscar la huella de España y de Bramante. La encontrarán en San Pietro in Montorio y en el pequeño templete no hace mucho restaurado con hispánicos dineros. Con la mirada se refrescan en la Fonte Acqua Paola, que semeja un gran arco acuático de triunfo. Luego, sí, irán en busca del monumento al Garibaldi y bajarán la colina. Dejando a la izquierda el Vaticano, cruzan nuevamente el río por el puente de Amadeo de Saboya, para tomar la cada vez más larga vía dei Coronari, donde se dan cita las tiendas de antigüedades. Muy cansados, por la piazza di Montecitorio llegan de nuevo, ya entre dos luces, a Piazza Colonna. Por la via dei Tritone enlazarán con la de las Quatro Fontane, para toparse con San Carlino; refrescarse, esta vez de verdad, en una de las fuentes que da nombre a la calle y bajar hacia las cercanías de Santa María la Mayor. Son las ocho de la tarde. Las tinieblas, en este día de finales de marzo, han tomado no ha mucho la ciudad. Es hora, pues, de reponer fuerzas en uno de los restaurantes de via Cavour y regresar a la morada de Diana. El Vaticano y la Roma cristiana tendrán que esperar un día más. De momento, ha llegado la hora de los búhos.
Fotos: Columna aureliana. San Pietro in Montorio. Roma desde el Gianicolo.
Etiquetas: Cuaderno del Este, Cuaderno romano
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home