Por la Raya (2)
SERRAS DE MAROFA E MALCATA
Por José I. Martín Benito
Por José I. Martín Benito
En la Riba Côa hace mucho ya que dejó de hablarse el dialecto leonés, pues D. Dinis y sus sucesores se encargaron de estampar bien las quinas en los castillos de la Raya. Aún así, todavía en lo alto de la Marofa, promontorio cercano a Castelo Rodrigo, los lugareños dicen ver desde allí “todo Leâo” (todo León) y eso que hace ya más de setecientos años que se firmó el tratado de Alcañices. Se refieren, claro está, al sur del viejo reino, esto es, a las antiguas tierras del concejo de Ciudad Rodrigo, que se extendía desde la Sierra de Malcata al mismo Duero y desde el sur de la de Gata hasta el Yeltes y el Huebra.
Por allí debe andar todavía el espíritu de Alfonso IX, que dio fuero a la villa en 1209. En eso debían estar pensando los viajeros aquel día lluvioso de noviembre de 2002, cuando el viento soplaba con fuerza desde la Marofa. El aguacero les persiguió hasta la vecina Figueira, donde tuvieron cálido recibimiento de la cámara municipal y donde se dieron los mutuos parabienes. Después visitarían el monasterio de Santa María de Aguiar, tan regalado de Fernando II, en cuyo libro de visitas estamparían su firma, recordando el paso del congreso sobre la raya hispano-lusa.
En eso estaban hace un año, pero hoy, día de Todos los Santos, han venido al alto Côa y aquí están, en Sabugal, contemplando bajo los árboles la panorámica del gallardo castelo en restauración, cuya esbelta torre del homenaje domina el caserío. Tiempo tendrán de tomarlo, si es que pueden, o al menos acercarse a sus muros, pero ahora han decidido buscar Portugal en Sortelha.
Tras atravesar roquedales graníticos de formas caprichosas, por una carretera serpenteante se plantan, al mediodía, delante de la villa, que se esparce sobre las faldas de un cerro coronado por torres y cerca medieval. Los viajeros detienen el automóvil para registrar la panorámica en su cámara fotográfica y descubren algunos olivos que parecen saludar su llegada. Empinadas cuestas les llevan a la entrada de la ciudadela intramuros. La torre del homenaje se aferra a la roca dominando el precipicio y la serranía de Malcata. Restaurados paramentos cobijan las casas que emergen también del granito, en cuestas y pendientes continuas. Casi no haría falta el empedrado, pues allí está natural, plagado de escalones excavados para facilitar el trasiego.
La buena administración que los portugueses han hecho de los fondos europeos ha hecho posible el milagro que aquí, como en Castelo Rodrigo y, después en Idanha-a-Velha y Monsanto, se llama “aldeas históricas de Portugal”. Los viajeros lo comprueban y no sólo por la ingente restauración, sino porque comienzan a ver sus frutos. No son los únicos visitantes. A la entrada del castillo hay aparcados otros vehículos venidos del país vecino, esto es del nuestro, pues a su alrededor al menos una docena de personas platica en español. Algún negocio está empezando a florecer también frente a la iglesia. Los viajeros entran en una pequeña tienda que exhibe bordados al estilo “Castelo Branco”, objetos antiguos y algún que otro “souvenir”, como los famosos “pandeiros” cuadrados. El dueño es empleado del servicio portugués de Correios, pero en su tiempo libre ayuda a su mujer en el negocio.
En esto estaban cuando desde la iglesia, distante apenas diez metros, sale una silenciosa y devota procesión, precedida por estandarte mariano, al que siguen los fieles y el oficiante ataviado con blanca casulla. Cuando pasa, deciden entrar en el templo, luminoso, de una sola nave. Hay allí dos niveles diferentes, pues el edificio se adapta al terreno, al que permanece anclado en sus cimientos visibles. Por un momento les viene a la memoria la iglesia de San Pelayo de Guareña, mucho más al norte, en la ribera de un Cañedo que busca el Tormes a la altura de Ledesma. Cuando se dejan de recuerdos y salen al exterior, deciden poner rumbo a la torre campanario, que aquí está exenta, buscando una atalaya desde donde mirar el castillo y añadirlo a su colección fotográfica. Pero el riesgo de encaramarse al hueco de las campanas les hace desistir, por lo que deberán buscar otro punto de vista desde el paseo de ronda.
Cuando media hora después vuelvan sobre sus pasos, habrán comprendido mejor la geopolítica de la repoblación de los Alfonsos, Fernandos y Sanchos. En la plaza del castillo de Sabugal, una cruz con las armas lusitanas fija ahora bien la filiación. Por si no fuera suficiente, dos de las calles que parten o llegan a la plaza llevan los nombres de Aljubarrota y Alcañices, los dos hitos nacionales en la afirmación de la independencia portuguesa frente a las pretensiones anexionistas del vecino reino. El Côa hace mucho que dejó de ser fronterizo; hoy, portugués en todo su tramo, bajará de Malcata y recogiendo diversas aguas, buscará el Duero en las cercanías del monte Calabre, donde se alzó la antigua sede visigótica de los concilios toledanos. Atrás quedarán Vila Mayor, Castelo Mendo, Castelo Bom, Pinhel y Almeida. Atrás quedará también la Marofa, en las cercanías de Castelo Rodrigo, desde donde dicen que se ve “todo Leâo”.
Por allí debe andar todavía el espíritu de Alfonso IX, que dio fuero a la villa en 1209. En eso debían estar pensando los viajeros aquel día lluvioso de noviembre de 2002, cuando el viento soplaba con fuerza desde la Marofa. El aguacero les persiguió hasta la vecina Figueira, donde tuvieron cálido recibimiento de la cámara municipal y donde se dieron los mutuos parabienes. Después visitarían el monasterio de Santa María de Aguiar, tan regalado de Fernando II, en cuyo libro de visitas estamparían su firma, recordando el paso del congreso sobre la raya hispano-lusa.
En eso estaban hace un año, pero hoy, día de Todos los Santos, han venido al alto Côa y aquí están, en Sabugal, contemplando bajo los árboles la panorámica del gallardo castelo en restauración, cuya esbelta torre del homenaje domina el caserío. Tiempo tendrán de tomarlo, si es que pueden, o al menos acercarse a sus muros, pero ahora han decidido buscar Portugal en Sortelha.
Tras atravesar roquedales graníticos de formas caprichosas, por una carretera serpenteante se plantan, al mediodía, delante de la villa, que se esparce sobre las faldas de un cerro coronado por torres y cerca medieval. Los viajeros detienen el automóvil para registrar la panorámica en su cámara fotográfica y descubren algunos olivos que parecen saludar su llegada. Empinadas cuestas les llevan a la entrada de la ciudadela intramuros. La torre del homenaje se aferra a la roca dominando el precipicio y la serranía de Malcata. Restaurados paramentos cobijan las casas que emergen también del granito, en cuestas y pendientes continuas. Casi no haría falta el empedrado, pues allí está natural, plagado de escalones excavados para facilitar el trasiego.
La buena administración que los portugueses han hecho de los fondos europeos ha hecho posible el milagro que aquí, como en Castelo Rodrigo y, después en Idanha-a-Velha y Monsanto, se llama “aldeas históricas de Portugal”. Los viajeros lo comprueban y no sólo por la ingente restauración, sino porque comienzan a ver sus frutos. No son los únicos visitantes. A la entrada del castillo hay aparcados otros vehículos venidos del país vecino, esto es del nuestro, pues a su alrededor al menos una docena de personas platica en español. Algún negocio está empezando a florecer también frente a la iglesia. Los viajeros entran en una pequeña tienda que exhibe bordados al estilo “Castelo Branco”, objetos antiguos y algún que otro “souvenir”, como los famosos “pandeiros” cuadrados. El dueño es empleado del servicio portugués de Correios, pero en su tiempo libre ayuda a su mujer en el negocio.
En esto estaban cuando desde la iglesia, distante apenas diez metros, sale una silenciosa y devota procesión, precedida por estandarte mariano, al que siguen los fieles y el oficiante ataviado con blanca casulla. Cuando pasa, deciden entrar en el templo, luminoso, de una sola nave. Hay allí dos niveles diferentes, pues el edificio se adapta al terreno, al que permanece anclado en sus cimientos visibles. Por un momento les viene a la memoria la iglesia de San Pelayo de Guareña, mucho más al norte, en la ribera de un Cañedo que busca el Tormes a la altura de Ledesma. Cuando se dejan de recuerdos y salen al exterior, deciden poner rumbo a la torre campanario, que aquí está exenta, buscando una atalaya desde donde mirar el castillo y añadirlo a su colección fotográfica. Pero el riesgo de encaramarse al hueco de las campanas les hace desistir, por lo que deberán buscar otro punto de vista desde el paseo de ronda.
Cuando media hora después vuelvan sobre sus pasos, habrán comprendido mejor la geopolítica de la repoblación de los Alfonsos, Fernandos y Sanchos. En la plaza del castillo de Sabugal, una cruz con las armas lusitanas fija ahora bien la filiación. Por si no fuera suficiente, dos de las calles que parten o llegan a la plaza llevan los nombres de Aljubarrota y Alcañices, los dos hitos nacionales en la afirmación de la independencia portuguesa frente a las pretensiones anexionistas del vecino reino. El Côa hace mucho que dejó de ser fronterizo; hoy, portugués en todo su tramo, bajará de Malcata y recogiendo diversas aguas, buscará el Duero en las cercanías del monte Calabre, donde se alzó la antigua sede visigótica de los concilios toledanos. Atrás quedarán Vila Mayor, Castelo Mendo, Castelo Bom, Pinhel y Almeida. Atrás quedará también la Marofa, en las cercanías de Castelo Rodrigo, desde donde dicen que se ve “todo Leâo”.
Fotos: Castelo Rodrigo (panorámica desde la Marofa y parcial); Castelo de Sabugal y Sortelha.
Etiquetas: Cuaderno del Este, Por la Raya
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