Hoces de Cuenca (1)
CICLISTAS Y ENCANTAMIENTOS
Por José I. Martín Benito
De Cuenca a la “ciudad encantada”. Hoy hay sido Santa Bárbara, pero los viajeros no lo advierten hasta las 22, 20 h., casi cuando el día ha fenecido. Se han dado cuenta ahora de regreso al hotel, cuando han querido dejar escritas sus impresiones sobre la jornada. Normal, uno se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. El día ha estado gris, ha llovido, pero no ha habido trueno alguno. Recuerdan los viajeros otros cuatro de diciembre, cuando en Ciudad Rodrigo la Empresa Nacional de Uranio celebraba la festividad de la patrona. Fue entonces cuando vieron por primera vez un toro de fuego recorrer la Plaza Mayor. Al cabo de varios años, cuando se instalaron en Benavente, volverían a encontrarse con los luminosos cornúpetas, esta vez en torno al Corpus.
Pero estamos en Cuenca. Ya hemos dicho que en este cuatro de diciembre no se han oído truenos ni visto relámpagos. Por la mañana, los hombres del tiempo han anunciado lluvia y nieve por encima de los 1.400 metros. Ignoran los viajeros la altitud de los puntos altos de la serranía y si sufrirán la presencia de la nieve, como les pasó hace diez años, un puente como este, entre Leyre y Pamplona. Entonces los cánticos gregorianos tuvieron la culpa, pues retrasaron el regreso y cuando quisieron salir del monasterio, ya entrada la noche, comenzó a nevar.
Pero hemos dicho que estamos en Cuenca. Así que dejemos viejas historias, por otra parte repetidas. Es aquí, tras las espaldas de la propia ciudad donde comienza la serranía. El camino hacia la “Ciudad Encantada” se inicia hacia el norte; es preciso remontar la hoz del Júcar. Una señal indica que en 30 km debe conducirse con mucha precaución, debido a la práctica del ciclismo. Piensan los viajeros que será un simple aviso de compromiso o que, en todo caso, es una mera advertencia. La carretera está despejada: no hay ni coches ni bicicletas. Pero, al cabo de unos kilómetros, comprobarán que se han equivocado, sobre todo cuando en una pequeña recta de la carretera divisan varios ciclistas. Parece que estos han decidido hacer acto de presencia para quitarles la razón. No son los únicos. Pronto verán más. Pedalean en fila, formando pequeños grupos. Los viajeros, cuando llega a su altura, invaden el carril contrario, dejando amplia distancia entre los “esforzados de la ruta” y el vehículo a motor; no vaya a ser. En esos momentos no se acuerdan, ni por asomo, de la película de Bardem, pero es mejor tomar las debidas precauciones.
Después de tomar un primer desvío y de repostar en una solitaria gasolinera se topan, pasado Villalba, con “El Ventano del Diablo”, mirador natural que, con dos ojos, se abre sobre la hoz del Júcar. No ven los viajeros señales de azufre, pero abajo está el abismo. El río ha ido excavando la roca cárstica. Llegará un día, tal vez, en que sus aguas conecten con la morada de Hades o con la de Lucifer, que ambos son señores del mundo subterráneo.
Sigue la subida hacia el encantamiento “urbano”. Un coche de la policía de tráfico les precede. Le siguen sin poder adelantarlo. Tampoco se atreverían, dado lo serpenteante de la carretera. Al cabo de unos minutos, con la fina lluvia deslizándose en el parabrisas, llegan al lugar objeto de la visita. Sacan la entrada, cruzan la verja y se disponen a descubrir las caprichosas formas. Barcos varados, perros vigilantes, cocodrilos del Nilo, gigantes esforzados y tendido de puentes les salen al paso, sorprendiéndole en cada recodo del camino. Siguen el recorrido del paraje entre la neblina o fina llovizna y luego bajan por una aguda y larga grieta de apenas dos o tres metros de anchura. Tan angosto camino les conduce a un mar de rocas. Lo escudriñan y allí, observando los efectos del agua de la lluvia en la picada coraza, comienzan a entender la geología y la formación de aquellos parajes de “encantamiento”. Ya no hace falta recurrir a Merlín. Los magos de las grandes sagas se durmieron hace mucho tiempo, pero el agua sigue esculpiendo lentamente la roca.
De las robustas y caprichosas formas marchan los viajeros a Tragacete. En el camino se topan con una laguna en Uña, junto al Júcar. Tragacete está a las puertas del nacimiento del río Cuervo. El pueblo es pequeño, pero llama la atención la proliferación de casas de comidas y restaurantes en proporción con el caserío. En un momento, los viajeros contaron hasta cuatro y se pararon en una que se hace llamar Serranía. Es una casa nueva, de esas que llaman rural, construida recientemente con entramado de madera, que contrasta, no obstante con el blanco de las viviendas. Morteruelo, ajo arriero y migas de pastor combaten el desapacible día.
En el camino hacia el nacimiento del Cuervo, barro, cascadas, ruido del agua. Resbaladizo terreno. Restos de la nevada de días anteriores. Al fin el origen. De entre la grieta sale el río, una vez filtrada el agua desde las cumbres. Allí, del intestino de las rocas de caliza, entre pinares, nace el Cuervo buscando el Júcar.
De Cuenca a la “ciudad encantada”. Hoy hay sido Santa Bárbara, pero los viajeros no lo advierten hasta las 22, 20 h., casi cuando el día ha fenecido. Se han dado cuenta ahora de regreso al hotel, cuando han querido dejar escritas sus impresiones sobre la jornada. Normal, uno se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. El día ha estado gris, ha llovido, pero no ha habido trueno alguno. Recuerdan los viajeros otros cuatro de diciembre, cuando en Ciudad Rodrigo la Empresa Nacional de Uranio celebraba la festividad de la patrona. Fue entonces cuando vieron por primera vez un toro de fuego recorrer la Plaza Mayor. Al cabo de varios años, cuando se instalaron en Benavente, volverían a encontrarse con los luminosos cornúpetas, esta vez en torno al Corpus.
Pero estamos en Cuenca. Ya hemos dicho que en este cuatro de diciembre no se han oído truenos ni visto relámpagos. Por la mañana, los hombres del tiempo han anunciado lluvia y nieve por encima de los 1.400 metros. Ignoran los viajeros la altitud de los puntos altos de la serranía y si sufrirán la presencia de la nieve, como les pasó hace diez años, un puente como este, entre Leyre y Pamplona. Entonces los cánticos gregorianos tuvieron la culpa, pues retrasaron el regreso y cuando quisieron salir del monasterio, ya entrada la noche, comenzó a nevar.
Pero hemos dicho que estamos en Cuenca. Así que dejemos viejas historias, por otra parte repetidas. Es aquí, tras las espaldas de la propia ciudad donde comienza la serranía. El camino hacia la “Ciudad Encantada” se inicia hacia el norte; es preciso remontar la hoz del Júcar. Una señal indica que en 30 km debe conducirse con mucha precaución, debido a la práctica del ciclismo. Piensan los viajeros que será un simple aviso de compromiso o que, en todo caso, es una mera advertencia. La carretera está despejada: no hay ni coches ni bicicletas. Pero, al cabo de unos kilómetros, comprobarán que se han equivocado, sobre todo cuando en una pequeña recta de la carretera divisan varios ciclistas. Parece que estos han decidido hacer acto de presencia para quitarles la razón. No son los únicos. Pronto verán más. Pedalean en fila, formando pequeños grupos. Los viajeros, cuando llega a su altura, invaden el carril contrario, dejando amplia distancia entre los “esforzados de la ruta” y el vehículo a motor; no vaya a ser. En esos momentos no se acuerdan, ni por asomo, de la película de Bardem, pero es mejor tomar las debidas precauciones.
Después de tomar un primer desvío y de repostar en una solitaria gasolinera se topan, pasado Villalba, con “El Ventano del Diablo”, mirador natural que, con dos ojos, se abre sobre la hoz del Júcar. No ven los viajeros señales de azufre, pero abajo está el abismo. El río ha ido excavando la roca cárstica. Llegará un día, tal vez, en que sus aguas conecten con la morada de Hades o con la de Lucifer, que ambos son señores del mundo subterráneo.
Sigue la subida hacia el encantamiento “urbano”. Un coche de la policía de tráfico les precede. Le siguen sin poder adelantarlo. Tampoco se atreverían, dado lo serpenteante de la carretera. Al cabo de unos minutos, con la fina lluvia deslizándose en el parabrisas, llegan al lugar objeto de la visita. Sacan la entrada, cruzan la verja y se disponen a descubrir las caprichosas formas. Barcos varados, perros vigilantes, cocodrilos del Nilo, gigantes esforzados y tendido de puentes les salen al paso, sorprendiéndole en cada recodo del camino. Siguen el recorrido del paraje entre la neblina o fina llovizna y luego bajan por una aguda y larga grieta de apenas dos o tres metros de anchura. Tan angosto camino les conduce a un mar de rocas. Lo escudriñan y allí, observando los efectos del agua de la lluvia en la picada coraza, comienzan a entender la geología y la formación de aquellos parajes de “encantamiento”. Ya no hace falta recurrir a Merlín. Los magos de las grandes sagas se durmieron hace mucho tiempo, pero el agua sigue esculpiendo lentamente la roca.
De las robustas y caprichosas formas marchan los viajeros a Tragacete. En el camino se topan con una laguna en Uña, junto al Júcar. Tragacete está a las puertas del nacimiento del río Cuervo. El pueblo es pequeño, pero llama la atención la proliferación de casas de comidas y restaurantes en proporción con el caserío. En un momento, los viajeros contaron hasta cuatro y se pararon en una que se hace llamar Serranía. Es una casa nueva, de esas que llaman rural, construida recientemente con entramado de madera, que contrasta, no obstante con el blanco de las viviendas. Morteruelo, ajo arriero y migas de pastor combaten el desapacible día.
En el camino hacia el nacimiento del Cuervo, barro, cascadas, ruido del agua. Resbaladizo terreno. Restos de la nevada de días anteriores. Al fin el origen. De entre la grieta sale el río, una vez filtrada el agua desde las cumbres. Allí, del intestino de las rocas de caliza, entre pinares, nace el Cuervo buscando el Júcar.
Foto: Villalba. "Puente Romano" en la Ciudad Encantada y río Cuervo.
Etiquetas: Cuaderno del Este, Hoces de Cuenca
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