El Memorial de Salazar (I)
Esta semana verá la luz "El Memorial de Salazar", un relato sobre el obispado de Ciudad Rodrigo en el tránsito del siglo XVI al XVII, visto por los ojos de un clérigo al servicio de su ilustrísima, el prelado Martín de Salvatierra. Uno de los capítulos está dedicado al "Pozo Airón", del que hablábamos ayer en estas páginas.
Como antesala a la publicación del Memorial de Salazar, insertamos aquí, en dos entregas, el capítulo dedicado al "Pozo Airón".
VIII. POZO AIRÓN
Como siempre me han resultado curiosas las cosas antiguas, cuando la ocasión lo requería interrogaba a los curas de las aldeas sobre el particular. Fue así que, recién llegado a este obispado, cuando por mandado de su señoría reverendísima realicé visita a Castillejo de dos Casas, llegué a tomar conocimiento de la sima que dicen el Pozo Airón. Tales cosas me contó el beneficiado de este lugar que le rogué que me acompañara para verlo con mis propios ojos y formarme cabal idea del mismo.
El citado pozo se encuentra en la sierra de Campaneros, en la cercanía del camino de Ciudad Rodrigo a Vitigudino. Nos levantamos temprano, para poder así esquivar mejor el calor, pues era entrado el mes de junio. En compañía de tres hombres que conocían el paraje, allá que nos acercamos el beneficiado, el criado que me acompañaba y yo. Íbamos provistos de varias varas de soga y de hachones, pues decían los lugareños que la bajada arrojaba cierto peligro y al cabo de unos metros comenzaba a perderse la luz solar. Habrían transcurrido cerca de dos horas de marcha, sorteando peñas, tomillo, jarales, encinas y robles cuando llegamos a nuestro destino. De pronto advertí que el sol se había ocultado tras unas negras nubes, que los trinos de los pájaros habían cesado y que los grillos y chicharras guardaban silencio. Advertí también que los lugareños e, incluso, el cura, se santiguaban y humillaban la cabeza.
No he de negar a Vuestra Majestad que sentí un escalofrío cuando pude asomarme a aquella boca de garganta profunda que se abría hacia el interior de la tierra y que, según contaban algunos, comunicaba con la misma morada del diablo. Pero repuesto y anteponiendo el raciocinio a la debilidad y el valor al miedo, iniciamos los preparativos para poder descender a la sima. Yo contaba entonces cincuenta y cinco años de edad y por mi naturaleza, y porque el Señor no me había retirado cierta soltura –que siempre he sido de complexión delgado-, había tomado la decisión de que lo que hubiera allí abajo debía verlo con vista de ojos.
(Continuará...)
Como siempre me han resultado curiosas las cosas antiguas, cuando la ocasión lo requería interrogaba a los curas de las aldeas sobre el particular. Fue así que, recién llegado a este obispado, cuando por mandado de su señoría reverendísima realicé visita a Castillejo de dos Casas, llegué a tomar conocimiento de la sima que dicen el Pozo Airón. Tales cosas me contó el beneficiado de este lugar que le rogué que me acompañara para verlo con mis propios ojos y formarme cabal idea del mismo.
El citado pozo se encuentra en la sierra de Campaneros, en la cercanía del camino de Ciudad Rodrigo a Vitigudino. Nos levantamos temprano, para poder así esquivar mejor el calor, pues era entrado el mes de junio. En compañía de tres hombres que conocían el paraje, allá que nos acercamos el beneficiado, el criado que me acompañaba y yo. Íbamos provistos de varias varas de soga y de hachones, pues decían los lugareños que la bajada arrojaba cierto peligro y al cabo de unos metros comenzaba a perderse la luz solar. Habrían transcurrido cerca de dos horas de marcha, sorteando peñas, tomillo, jarales, encinas y robles cuando llegamos a nuestro destino. De pronto advertí que el sol se había ocultado tras unas negras nubes, que los trinos de los pájaros habían cesado y que los grillos y chicharras guardaban silencio. Advertí también que los lugareños e, incluso, el cura, se santiguaban y humillaban la cabeza.
No he de negar a Vuestra Majestad que sentí un escalofrío cuando pude asomarme a aquella boca de garganta profunda que se abría hacia el interior de la tierra y que, según contaban algunos, comunicaba con la misma morada del diablo. Pero repuesto y anteponiendo el raciocinio a la debilidad y el valor al miedo, iniciamos los preparativos para poder descender a la sima. Yo contaba entonces cincuenta y cinco años de edad y por mi naturaleza, y porque el Señor no me había retirado cierta soltura –que siempre he sido de complexión delgado-, había tomado la decisión de que lo que hubiera allí abajo debía verlo con vista de ojos.
(Continuará...)
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