Crónicas mallorquinas (III)
CAP BLANC
Por José Ignacio Martín Benito
Los viajeros tuvieron conocimiento de la existencia de Cap Blanc por una guía turística, de esas que se compran en una librería antes de iniciar el viaje. La información es muy escueta, plagada de tópicos que aluden a que “el horizonte parece terminar en el infinito” y poco más. Aún así, les pareció que debían acercarse a este lugar y así lo hicieron, después de visitar las ruinas del poblado talayótico de Capocorb.
Las ruinas en Mallorca carecen de la grandeza de las menorquinas; será también porque el cuidado de unas y otras es bien distinto. En la isla grande los poblados prehistóricos están prácticamente abandonados, llenos de maleza y suciedad y la ruina parece más ruina todavía, como si estuvieran a punto de desmoronarse y dar la razón a Lucano.
En Capocorb hay una tímida caseta de recepción, por llamarla de alguna manera, pero la desidia se percibe sólo cruzar el umbral. Al bajar del automóvil un intenso olor inunda el ambiente. A escasos metros, separados por una valla de piedra, está el origen de su procedencia. Un pequeño pero robusto macho cabruno acompaña a su harén. Se acerca desafiante a la valla como para interrogar a los visitantes o defender su dominio, que los viajeros no se lo preguntaron.
Pero hablábamos de Cap Blanc, pues los talayots y la cabriada quedaron atrás, entre los acebuches de Capocorb.
La soledad llena la carretera de esta parte de la isla. Tras una larga recta llegan al faro del cabo blanco. El acceso a la luminosa torre está cortado. Un sendero, tras una valla metálica rota, permite a los recién llegados ir en busca de los acantilados por un firme irregular, resultado de la acción del agua sobre la roca caliza. Los visitantes no pueden por menos de evocar los caprichos de la “Ciudad Encantada” en la serranía de Cuenca.
Precede a los viajeros un ciclista, que se ha cargado la mecánica montura al hombro, ya que el sendero no permite la rodadura. Es tiempo de Semana Santa -ya se dijo en crónicas anteriores- y, por tanto, de cargar, ya sean cruces o velocípedos, aunque esta, la de hoy, no sea subida a Calvario alguno, a pesar del mal firme del terreno. Con estas divagaciones, pronto estarán los cuatro semiasomados a los pavorosos acantilados, eso sí, con prudencia, no vayan a resbalar.
Luego sabrán que el ciclista es austriaco y que está en Palma para entrenarse en pruebas de triatlón. Se hicieron fotos y los viajeros quedaron en enviárselas al correo electrónico, como así hicieron.
El sol rompe el mar y las olas el silencio. Con el faro a la espalda, diríase que el tiempo se ha detenido y que los que allí están son protagonistas privilegiados de la inmovilidad. Sólo hace falta la sombra para hacer tres tiendas. Pero, a la postre, esto no es el monte Tabor y las percepciones son efímeras. La paz de aquel lugar, aparentemente apartado, es rota por el teléfono móvil, que vuelve a los viajeros a la realidad. En efecto, el ciclista saca su inalámbrico y comienza a relatar su particular e ininteligible crónica a distancia. Ya puestos a romper, también los viajeros hacen lo propio y optan por felicitar a un familiar que hoy cumple años en La Armuña salmantina. Así están, cuando una gaviota irrumpe en el diálogo que establece el sol, el azul marino, los móviles y las olas.
Los viajeros tuvieron conocimiento de la existencia de Cap Blanc por una guía turística, de esas que se compran en una librería antes de iniciar el viaje. La información es muy escueta, plagada de tópicos que aluden a que “el horizonte parece terminar en el infinito” y poco más. Aún así, les pareció que debían acercarse a este lugar y así lo hicieron, después de visitar las ruinas del poblado talayótico de Capocorb.
Las ruinas en Mallorca carecen de la grandeza de las menorquinas; será también porque el cuidado de unas y otras es bien distinto. En la isla grande los poblados prehistóricos están prácticamente abandonados, llenos de maleza y suciedad y la ruina parece más ruina todavía, como si estuvieran a punto de desmoronarse y dar la razón a Lucano.
En Capocorb hay una tímida caseta de recepción, por llamarla de alguna manera, pero la desidia se percibe sólo cruzar el umbral. Al bajar del automóvil un intenso olor inunda el ambiente. A escasos metros, separados por una valla de piedra, está el origen de su procedencia. Un pequeño pero robusto macho cabruno acompaña a su harén. Se acerca desafiante a la valla como para interrogar a los visitantes o defender su dominio, que los viajeros no se lo preguntaron.
Pero hablábamos de Cap Blanc, pues los talayots y la cabriada quedaron atrás, entre los acebuches de Capocorb.
La soledad llena la carretera de esta parte de la isla. Tras una larga recta llegan al faro del cabo blanco. El acceso a la luminosa torre está cortado. Un sendero, tras una valla metálica rota, permite a los recién llegados ir en busca de los acantilados por un firme irregular, resultado de la acción del agua sobre la roca caliza. Los visitantes no pueden por menos de evocar los caprichos de la “Ciudad Encantada” en la serranía de Cuenca.
Precede a los viajeros un ciclista, que se ha cargado la mecánica montura al hombro, ya que el sendero no permite la rodadura. Es tiempo de Semana Santa -ya se dijo en crónicas anteriores- y, por tanto, de cargar, ya sean cruces o velocípedos, aunque esta, la de hoy, no sea subida a Calvario alguno, a pesar del mal firme del terreno. Con estas divagaciones, pronto estarán los cuatro semiasomados a los pavorosos acantilados, eso sí, con prudencia, no vayan a resbalar.
Luego sabrán que el ciclista es austriaco y que está en Palma para entrenarse en pruebas de triatlón. Se hicieron fotos y los viajeros quedaron en enviárselas al correo electrónico, como así hicieron.
El sol rompe el mar y las olas el silencio. Con el faro a la espalda, diríase que el tiempo se ha detenido y que los que allí están son protagonistas privilegiados de la inmovilidad. Sólo hace falta la sombra para hacer tres tiendas. Pero, a la postre, esto no es el monte Tabor y las percepciones son efímeras. La paz de aquel lugar, aparentemente apartado, es rota por el teléfono móvil, que vuelve a los viajeros a la realidad. En efecto, el ciclista saca su inalámbrico y comienza a relatar su particular e ininteligible crónica a distancia. Ya puestos a romper, también los viajeros hacen lo propio y optan por felicitar a un familiar que hoy cumple años en La Armuña salmantina. Así están, cuando una gaviota irrumpe en el diálogo que establece el sol, el azul marino, los móviles y las olas.
Fotos: Cabras en Capocorb; acantilados y ciclista austriaco en Cap Blanc.
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