La Crónica de Benavente

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domingo, diciembre 31, 2006

Cuaderno del Este: Tarragona

VÍA AUGUSTA
Por José I. Martín Benito

Durante la semana de Pasión las calles y las plazas de las ciudades españolas se llenan de capirotes, tambores, cirios, cristos y dolorosas, seguidas de egregias comitivas. Como la primavera, las procesiones semana-santeras son también una explosión de los sentidos. Mientras el olor a cera se confunde con el del incienso, el oído se aturde con el monótono compás del rataplán de los tambores, salpicado ocasionalmente con el toque de cornetas y clarines. Tan sólo queda para el final el cierre de la banda que interpreta las acostumbradas marchas fúnebres. La gente se echa de una manera u otra a la calle, ya para participar activamente en el cortejo, ya para escoltar o presenciar desde las aceras la procesión.
Pero la Semana Santa, que es tiempo de recogimiento para muchos, es también de evasión para otros. Así que, en este caso, los viajeros han decidido cambiar la Vía Dolorosa, en la que se transforman las calles de cualquier ciudad durante estos días, y buscar otro camino. Lo encontrarán en las tierras de Levante, junto al Mare Nostrum, lamiendo la costa, en Via Augusta. Han querido evocar por unos días la romanidad y por eso han llegado a Tarraco; pero claro, ni los medios ni las calzadas son las de entonces y lo que, en otro tiempo, serían varias jornadas de marcha, las acaban de reducir a ocho horas. Antes de que acabe el día, todavía les da tiempo a recorrer las antiguas murallas por el lado de poniente y encontrarse con el basamento ciclópeo y los paramentos almohadillados del primer recinto romano de la ciudad. Entre torres y poternas protegen a los viajeros los baluartes que se construyeron a partir de la decimoquinta centuria para reforzar las defensas. Pero es igual, a pesar de la herencia del tiempo y de la superposición de muros, han venido a buscar Roma en Tarraco y la han hallado. Lejos quedan los versos de Quevedo: “Si buscas a Roma, en Roma, oh! peregrino/ y a Roma misma en Roma no la hallas/ cadáver son las que ostentó murallas...”. En las jornadas siguientes se toparan con el legado romano por doquier y saldrán a buscarlo, incluso, fuera de la ciudad, por el ager circundante.
Es así como encaminaron la Via Augusta, hoy N-340, hacia el nordeste. Roma queda muy lejana; es preciso salvar antes los Pirineos y luego los Alpes, para bajar por la Liguria y la Toscana a la capital del imperio. Roma queda lejos, sí, pero desde el balcón del anfiteatro o desde la torre del Pretorio la distancia parece más pequeña remontando el azul marino. Y es que fue el mar el que unió los caminos de ambas ciudades (madre e hija) o, mejor aún, el mar fue la simiente que engendró Tarraco en el vientre de la gran matrona. Escipión sólo fue el ejecutor, algo así como el enviado de los dioses capitolinos, una especie de caudillo prometeico que comenzó a construir la ciudad en los cerros que dominan la desembocadura del Tulcis (Francolí).
Con estas y otras parecidas ensoñaciones se adentran los viajeros en la antigua calzada. Poca quietud encontrarán en el entorno de Torre de los Escipiones una tarde de Viernes Santo, en el que la vía es un hervidero de cuadrigas motorizadas que, desde Barcino, han aprovechado el día festivo buscando la costa. Si el constructor del sepulcro buscó la brisa marina y la paz de los caminos, es posible que la encontrara durante los pasados siglos, pero no en los nuestros. La tranquilidad del espacio hace tiempo que se ve turbada por el constante ajetreo de los vehículos a motor. Con todo, rendirán homenaje al desconocido huésped y dirán, como reza la inscripción latina: “Enalteced las obras que dejó al morir; olvidándose de él, erigió para los suyos un solo sepulcro donde han de descansar para siempre”.
De un monumento fúnebre a otro honorífico, aunque en ambos casos, la muerte esté presente. En el término de Rodá de Bará, sobre la misma vía, se levanta el arco ordenado construir por la disposición testamentaria de Lucio Licinio Sura. Recuerdan los del lugar cuando la antigua carretera pasaba bajo sus dovelas; hoy, sin embargo, el camino se bifurca, rodeándolo. Sin zona de acceso directo para visitantes, acceder a él puede resultar temerario por el peligro derivado de franquear la barrera de los vehículos que velozmente lo bordean. Hubo un tiempo en que el Arco de Bará fue utilizado como reclamo turístico de un hotel en Tarragona. Debió de ser allá por los años veinte del siglo pasado. Hoy hay frente a él un restaurante que lleva su nombre y que luce un bonito azulejo del monumento y vende alguna reproducción para los turistas.
Con la caída de la tarde, y después de visitar la cantera del Médol, con la imponente aguja y, más tarde, casi entre dos luces, la frondosidad del acueducto de Las Ferreras, llegan los viajeros a Tarragona. En la calle les sorprende una cohorte romana. ¿Los soldados de Escipión?, se preguntan. La realidad puede superar la ficción, pero la respuesta es más sencilla: es el comienzo de la procesión del Santo Entierro, una de las manifestaciones más solemnes que celebra la ciudad.



Fotos: Murallas (Conchi Ciurana Martínez); Arco de Bará, Aguja de Médol y acueducto de Les Ferreres (Susana Calvo).

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