Cuaderno del Este: Campanas y mallos (1)
PLATA, BADAJOS Y JINETES
J. I. Martín Benito
Los viajeros han llegado a la plaza de la catedral por el Coso Alto, enfilando luego una empinada cuesta de la que no recuerdan el nombre. El del Coso sí. Esta vía les acompañará durante la estancia en Huesca, de la misma manera que lo hizo en Zaragoza. Tanto en una ciudad como en otra el espacio se llena de tiendas y de bullicio. En el coso oscense una placa recuerda el significado del topónimo: así llaman en Aragón a las calles que seguían el trazado de las antiguas murallas. Hoy estas han desaparecido, pero los moradores siguen aquí.
En la plaza se cuela el sol con la fuerza suficiente como para provocar un fuerte contraste de luz y hacer la pascua a las instantáneas. Así que será mejor entrar, o esperar a que el sol se oculte tras una nube, lo que no parece probable. En el interior hay fieles y turistas. Los primeros permanecen ajenos a los segundos, que osan profanar el espacio y el tiempo sagrado. Es Miércoles Santo y los devotos rezan el rosario en la capilla del Cristo de los Milagros. La Seo es un Potosí. El cabildo debió gozar de pingües rentas para llenarla de plata: candelabros y “blandones” de casi dos metros jalonan la capilla mayor, mientras que el Tesoro guarda sacras, bandejas, custodias y cruces. La fiebre argéntea llegó también hasta el frontal del altar. Pero el metal precioso no puede competir con la filigrana del alabastro de Forment que preside el ábside.
Casi en frente de la catedral está la oficina de Turismo. La encargada les ha dado hora para visitar en el salón de actos del Ayuntamiento el lienzo de Casado del Alisal. Allí está Ramiro el Monje mostrando las cabezas cortadas de los nobles indómitos de su reino, que acudieron engañados a presenciar la campana más grande jamás fabricada y cuyo tañido habría de oírse en todo Aragón. Esto de cortar le viene a los oscenses desde antiguo. Cuenta la leyenda que el propio Roldán de un tajo de su espada abrió la roca. Los viajeros vieron la brecha del caballero en lontananza, cuando a mediodía se acercaban a la ciudad. Sorpréndense por la hazaña y la comparan con la de Alejandro; éste, de otro tajo, deshizo el nudo gordiano y Asia se le abrió como una granada madura. El carolingio fue más allá, cortó la gigantesca peña y su nombre se unió a los cantares de gesta que corrieron en boca de juglares. En algún otro rincón, caso de Roncesvalles, también se le recuerda: “Desde entonces suenan los montes y dicen los montañeses...”
Es Huesca tierra de héroes. A Roldán le precedió Sertorio y le siguió, tal vez, el rey Ramiro (hay que tener valor para domeñar a la nobleza). Hablando de Sertorio, tiempo tendrán todavía los viajeros de para visitar el Museo provincial, antigua sede de la universidad que aquel abrió para los hijos de los jefes indígenas, quizá siguiendo los consejos que la cierva le susurraba al oído. El general romano fue asesinado por los suyos y del cérvido no volvió a saberse nada más; tan sólo el nombre de Osca permanece, que no es poco; con ella también han quedado sus héroes en el callejero.
Cuando salen del Museo, un sonido broncíneo acompaña a los visitantes por la calle de Sertorio. Son cerca de las ocho de la tarde y la campana de la catedral no cesa de tocar. Los viajeros se cruzan con decenas de fieles que suben desde el Coso, cruzan la plaza y se adentran silenciosos en el templo. Hay algo aquí que recuerda el cuento de Hamelín y su flautista. Aquellos devotos dirigen sus pasos como si acudieran a una llamada cíclica y repetida, perdida en una noche legendaria. Los viajeros no pueden por menos de llevarse las manos a sus testas, coronadas de ensueños, como si quisieran comprobar que no son precisamente las suyas las que hacen de badajo.
Por la noche acudirán a la procesión. Aquí el cese del tañido será sustituido por el ruido de los tambores, en Huesca ligero preludio de lo que se avecina en el Bajo Aragón. Pero apenas hay gente en las calles. La noche está fría. Será por la cercanía del Pirineo. ¡Qué distinta de la bulliciosa procesión de Tarragona del Miércoles Santo del año anterior. Terminado el desfile la gente se recoge. Cuando la campana del reloj está dando las diez o las once, Huesca parece una ciudad desierta; no será porque el fantasma del rey monje haya salido a recolectar. Por si acaso, terminada la procesión, que incorpora soldados y jinetes sertorianos, los visitantes ponen distancia de por medio, y sus cabezas a buen recaudo en un hotel, bajo el pelado cerro de Montearagón.
J. I. Martín Benito
Los viajeros han llegado a la plaza de la catedral por el Coso Alto, enfilando luego una empinada cuesta de la que no recuerdan el nombre. El del Coso sí. Esta vía les acompañará durante la estancia en Huesca, de la misma manera que lo hizo en Zaragoza. Tanto en una ciudad como en otra el espacio se llena de tiendas y de bullicio. En el coso oscense una placa recuerda el significado del topónimo: así llaman en Aragón a las calles que seguían el trazado de las antiguas murallas. Hoy estas han desaparecido, pero los moradores siguen aquí.
En la plaza se cuela el sol con la fuerza suficiente como para provocar un fuerte contraste de luz y hacer la pascua a las instantáneas. Así que será mejor entrar, o esperar a que el sol se oculte tras una nube, lo que no parece probable. En el interior hay fieles y turistas. Los primeros permanecen ajenos a los segundos, que osan profanar el espacio y el tiempo sagrado. Es Miércoles Santo y los devotos rezan el rosario en la capilla del Cristo de los Milagros. La Seo es un Potosí. El cabildo debió gozar de pingües rentas para llenarla de plata: candelabros y “blandones” de casi dos metros jalonan la capilla mayor, mientras que el Tesoro guarda sacras, bandejas, custodias y cruces. La fiebre argéntea llegó también hasta el frontal del altar. Pero el metal precioso no puede competir con la filigrana del alabastro de Forment que preside el ábside.
Casi en frente de la catedral está la oficina de Turismo. La encargada les ha dado hora para visitar en el salón de actos del Ayuntamiento el lienzo de Casado del Alisal. Allí está Ramiro el Monje mostrando las cabezas cortadas de los nobles indómitos de su reino, que acudieron engañados a presenciar la campana más grande jamás fabricada y cuyo tañido habría de oírse en todo Aragón. Esto de cortar le viene a los oscenses desde antiguo. Cuenta la leyenda que el propio Roldán de un tajo de su espada abrió la roca. Los viajeros vieron la brecha del caballero en lontananza, cuando a mediodía se acercaban a la ciudad. Sorpréndense por la hazaña y la comparan con la de Alejandro; éste, de otro tajo, deshizo el nudo gordiano y Asia se le abrió como una granada madura. El carolingio fue más allá, cortó la gigantesca peña y su nombre se unió a los cantares de gesta que corrieron en boca de juglares. En algún otro rincón, caso de Roncesvalles, también se le recuerda: “Desde entonces suenan los montes y dicen los montañeses...”
Es Huesca tierra de héroes. A Roldán le precedió Sertorio y le siguió, tal vez, el rey Ramiro (hay que tener valor para domeñar a la nobleza). Hablando de Sertorio, tiempo tendrán todavía los viajeros de para visitar el Museo provincial, antigua sede de la universidad que aquel abrió para los hijos de los jefes indígenas, quizá siguiendo los consejos que la cierva le susurraba al oído. El general romano fue asesinado por los suyos y del cérvido no volvió a saberse nada más; tan sólo el nombre de Osca permanece, que no es poco; con ella también han quedado sus héroes en el callejero.
Cuando salen del Museo, un sonido broncíneo acompaña a los visitantes por la calle de Sertorio. Son cerca de las ocho de la tarde y la campana de la catedral no cesa de tocar. Los viajeros se cruzan con decenas de fieles que suben desde el Coso, cruzan la plaza y se adentran silenciosos en el templo. Hay algo aquí que recuerda el cuento de Hamelín y su flautista. Aquellos devotos dirigen sus pasos como si acudieran a una llamada cíclica y repetida, perdida en una noche legendaria. Los viajeros no pueden por menos de llevarse las manos a sus testas, coronadas de ensueños, como si quisieran comprobar que no son precisamente las suyas las que hacen de badajo.
Por la noche acudirán a la procesión. Aquí el cese del tañido será sustituido por el ruido de los tambores, en Huesca ligero preludio de lo que se avecina en el Bajo Aragón. Pero apenas hay gente en las calles. La noche está fría. Será por la cercanía del Pirineo. ¡Qué distinta de la bulliciosa procesión de Tarragona del Miércoles Santo del año anterior. Terminado el desfile la gente se recoge. Cuando la campana del reloj está dando las diez o las once, Huesca parece una ciudad desierta; no será porque el fantasma del rey monje haya salido a recolectar. Por si acaso, terminada la procesión, que incorpora soldados y jinetes sertorianos, los visitantes ponen distancia de por medio, y sus cabezas a buen recaudo en un hotel, bajo el pelado cerro de Montearagón.
Fotos: Catedral oscense; "La campana de Huesca", de Casado del Alisal; castillo de Montearagón.
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