Cuaderno del Este: Campanas y mallos (3)
BAJO LA PEÑA
Por José I. Martín Benito
Tras la desolada e irregular carretera, al fin la Peña. La explanada de San Indalecio, junto al monasterio alto, está llena de automóviles. Los viajeros se preguntan por dónde habrán llegado. Luego comprobarán que hay otro acceso, por Santa Cruz de la Serós. Pero esa ruta sobre el mapa, desde Murillo de Gállego, se les antojó difícil. Así que en la bifurcación de la carretera en Santa María giraron hacia Triste en lugar de hacia Salinas de Jaca y bordearon la Sierra de Santa Isabel y luego la de San Juan. El resto ya es conocido, mal firme y peor trecho y pinos, muchos, con nidos de procesionaria.
En San Juan hay dos monasterios: uno románico y otro barroco. No sólo es el tiempo el que los separa, también la altitud y un kilómetro de distancia; y además la preferencia de los visitantes. El nuevo cenobio (es un decir, pues la ruina también pereció) recibe fuerte inyección económica y los carteles anuncian un futuro gran centro cultural del gobierno aragonés. Se acometen allí obras restauradoras, con estructuras de hierro y hormigón disimuladas por el disfraz de la piedra. Pasa aquí como en la vallisoletana Urueña, en donde algunos paramentos de las antiguas murallas emergen de nuevo con un alma de cemento. Como la tarde apremia, los visitantes apenas se detienen a contemplar los nuevos ingenios y buscan la parte baja, las iglesias superpuestas y el claustro bajo la gran peña. Es este un antiguo eremitorio, surgido al abrigo de la roca de conglomerados. Allí se sucedieron mozárabes y cluniacenses hasta que llegó la exclaustración y el consiguiente deterioro.
Blanco sobre azul. El descenso hasta la Santa Cruz está presidido por un fondo de Pirineos nevados. La Peña arriba y la Serós abajo. El topónimo deriva de Sorores, es decir, de las Hermanas, ya sea porque fue este también lugar de monacato femenino o porque en él ingresaron tres de las hijas de Ramiro I. En la iglesia de Santa María hay rezos y cánticos. Los viajeros esperarán a que terminen los oficios para poder entrar; mientras, darán un paseo por las calles donde se cambian acometidas y pavimentos. Aquí deben llegar también los euros del norte. Y es que Santa Cruz reúne requisitos más que suficientes para la llegada del maná, pues es zona de despoblación, de montaña y de camino de Santiago. En efecto, esta es la senda de Somport y también la de Sangüesa camino de la encrucijada de Puente la Reina. Los viajeros no pueden por menos de recordar cuando una vez se acercaron a estos lugares desde Burgos por Eunate en busca de la huella jacobea. Debió ser aquella vez también, hace casi diez años, cuando se quedaron atrapados en la nieve del puerto del Unzué de retirada a Pamplona, después de haber escuchado los cantos gregorianos en el monasterio de Leire.
Pero eso son recuerdos. Ahora estamos en la Jacetania, pisando las calles de la Serós tras un intento vano de penetrar en el interior de la candada ermita de San Caprasio. Los viajeros nunca habían oído hablar de tan ilustre varón por lo que tendrán que recurrir luego a la Iconografía del arte cristiano; allí descubren que fue obispo de Agen y que murió decapitado bajo el reinado de Diocleciano. Casi se habían olvidado del rey Ramiro el Monje y de su afición a separar del tronco las cabezas. Algo debe de haber de atávico a un lado y otro de los Pirineos. Los visitantes conservan la suya, que no es poco, y eso que en más de alguna ocasión no les han faltado aspirantes a verdugos en su propia tierra.
En su recorrido por la población encuentran un moderno taller de ceramistas que modela chimeneas azules en miniatura, a la usanza del país. En el viaje de regreso a Huesca verán, entre dos luces, surgir el original de los tejados. No tendrán tiempo para detenerse en Jaca, que no es ciudad para palpar a ciegas, sino para verla en plena luz y medirla con los propios pies, como caballeros andantes verdaderos. Hacen voto de regresar al día siguiente y por eso ponen dirección, ya se ha dicho, a Huesca, base de las operaciones, en busca del silencio de Montearagón.
Tras la desolada e irregular carretera, al fin la Peña. La explanada de San Indalecio, junto al monasterio alto, está llena de automóviles. Los viajeros se preguntan por dónde habrán llegado. Luego comprobarán que hay otro acceso, por Santa Cruz de la Serós. Pero esa ruta sobre el mapa, desde Murillo de Gállego, se les antojó difícil. Así que en la bifurcación de la carretera en Santa María giraron hacia Triste en lugar de hacia Salinas de Jaca y bordearon la Sierra de Santa Isabel y luego la de San Juan. El resto ya es conocido, mal firme y peor trecho y pinos, muchos, con nidos de procesionaria.
En San Juan hay dos monasterios: uno románico y otro barroco. No sólo es el tiempo el que los separa, también la altitud y un kilómetro de distancia; y además la preferencia de los visitantes. El nuevo cenobio (es un decir, pues la ruina también pereció) recibe fuerte inyección económica y los carteles anuncian un futuro gran centro cultural del gobierno aragonés. Se acometen allí obras restauradoras, con estructuras de hierro y hormigón disimuladas por el disfraz de la piedra. Pasa aquí como en la vallisoletana Urueña, en donde algunos paramentos de las antiguas murallas emergen de nuevo con un alma de cemento. Como la tarde apremia, los visitantes apenas se detienen a contemplar los nuevos ingenios y buscan la parte baja, las iglesias superpuestas y el claustro bajo la gran peña. Es este un antiguo eremitorio, surgido al abrigo de la roca de conglomerados. Allí se sucedieron mozárabes y cluniacenses hasta que llegó la exclaustración y el consiguiente deterioro.
Blanco sobre azul. El descenso hasta la Santa Cruz está presidido por un fondo de Pirineos nevados. La Peña arriba y la Serós abajo. El topónimo deriva de Sorores, es decir, de las Hermanas, ya sea porque fue este también lugar de monacato femenino o porque en él ingresaron tres de las hijas de Ramiro I. En la iglesia de Santa María hay rezos y cánticos. Los viajeros esperarán a que terminen los oficios para poder entrar; mientras, darán un paseo por las calles donde se cambian acometidas y pavimentos. Aquí deben llegar también los euros del norte. Y es que Santa Cruz reúne requisitos más que suficientes para la llegada del maná, pues es zona de despoblación, de montaña y de camino de Santiago. En efecto, esta es la senda de Somport y también la de Sangüesa camino de la encrucijada de Puente la Reina. Los viajeros no pueden por menos de recordar cuando una vez se acercaron a estos lugares desde Burgos por Eunate en busca de la huella jacobea. Debió ser aquella vez también, hace casi diez años, cuando se quedaron atrapados en la nieve del puerto del Unzué de retirada a Pamplona, después de haber escuchado los cantos gregorianos en el monasterio de Leire.
Pero eso son recuerdos. Ahora estamos en la Jacetania, pisando las calles de la Serós tras un intento vano de penetrar en el interior de la candada ermita de San Caprasio. Los viajeros nunca habían oído hablar de tan ilustre varón por lo que tendrán que recurrir luego a la Iconografía del arte cristiano; allí descubren que fue obispo de Agen y que murió decapitado bajo el reinado de Diocleciano. Casi se habían olvidado del rey Ramiro el Monje y de su afición a separar del tronco las cabezas. Algo debe de haber de atávico a un lado y otro de los Pirineos. Los visitantes conservan la suya, que no es poco, y eso que en más de alguna ocasión no les han faltado aspirantes a verdugos en su propia tierra.
En su recorrido por la población encuentran un moderno taller de ceramistas que modela chimeneas azules en miniatura, a la usanza del país. En el viaje de regreso a Huesca verán, entre dos luces, surgir el original de los tejados. No tendrán tiempo para detenerse en Jaca, que no es ciudad para palpar a ciegas, sino para verla en plena luz y medirla con los propios pies, como caballeros andantes verdaderos. Hacen voto de regresar al día siguiente y por eso ponen dirección, ya se ha dicho, a Huesca, base de las operaciones, en busca del silencio de Montearagón.
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