Paisaje con figuras (1)
DESDE LA MERCERÍA[1]
(Sobre una fotografía de enero de 1956)
Hacía frío. Mucho frío. Andrés llevaba dos horas esperando.... "Ahí viene, ya lo oigo, musitaba tiritando. Espero tener valor..." Vaya sí lo tuvo. En los días siguientes fue el asunto de conversación en los cafés, en la botica y en todas las tiendas, sobre todo en las de ultramarinos. Lo había hecho, nadie lo podía imaginar, pero lo había hecho. A la mercería de la señora Engracia llegaban también los comentarios:
-Imagínese, doña Elvira -decía la mercera- un hombrón como él... ¡acabar así!.
Tras los visillos del pequeño escaparate caían mansamente los copos. Llevaba nevando de manera intermitente varios días. Apenas si los vecinos salían a la calle. Cuando lo hacían, la gente buscaba el refugio de los soportales, mientras que un desierto blanco cubría las calles y plazas de una villa ahora en luto. El pobre Andrés...
- Mire, señora Engracia, ahí va la María, se va a cruzar con Fermín, el tío del difunto.... - decía doña Elvira a la mercera.
-Pobrecita, ella sí que tenía motivos y no el pobre Andrés...
-Por Dios, señora Engracia, no diga usted esas cosas -cortó doña Elvira, al tiempo que se santiguaba.
Difícilmente el humo de la locomotora se divisaba entre la neblina de los copos. El silencio del campo se fue poco a poco rompiendo por el ruido inconfundible de la máquina. Primero, un murmullo, luego más constante... A Andrés se le agolpaban los recuerdos. El mismo sonido en medio de un campo desolado y blanco. Casi veinte años atrás, en aquel vagón de soldados, atravesando las tierras de Guadalajara ¿ ...o era Cuenca?. Y frío, mucho frío. Luego, cuando acabó la guerra, se apuntó voluntario en la División Azul. Iban a conquistar Rusia, ellos, un puñado de valientes. Allí, en la estación, estaba todo el pueblo el día de la despedida. También María, con el pañuelo blanco. Siempre el blanco: el pañuelo, las cartas, los campos nevados... Andrés odiaba aquel color; se volvía melancólico, triste... y una pesadumbre, como de siglos, le atormentaba. Rusia fue un infierno. El teniente, un maestro nacional, fervoroso falangista, le recordaba que otro tanto habían pasado los soldados de Napoleón: se habían estrellado contra el crudo invierno ruso. Ahora les tocaba a ellos, rodeados de blanco y frío por doquier. Fue la primera vez que Andrés oyó hablar de Napoleón y del zar de todas las Rusias. El suponía que sólo había una Rusia, como España. Ahora resulta que no, que había varias y se preguntaba que cuando conquistaran la primera cuántas quedarían todavía. Los rusos y hasta el teniente se podían ir a freír espárragos, se decía, mientras continuaba nevando.
No volvió a saber nada de María hasta que regresó después del armisticio. Herido de metralla y dado por muerto en el campo de batalla, fue recogido por el enemigo. Cuando medió sanó se vio en un campo de prisioneros cerca de Stalingrado; allí había otros camaradas españoles, cada uno con su historia. La guerra les había unido, pero también les había separado de sus casas y de su tierra. Durante su cautiverio alguien le dijo que la División se había retirado de Rusia y había vuelto a España. Sin embargo, él y sus compañeros siguieron todavía allí hasta la capitulación de Alemania. Nunca más volvió a saber nada del teniente, pero cuando Andrés regresó, don Mariano, el párroco, le dejó un libro que hablaba de Napoleón, del mariscal Mortier, de Esmolenco y de la caballería cosaca. En eso ocupaba sus ratos de ocio, que no eran pocos, después que por méritos de guerra le habían dado una plaza en el servicio de Correos. Las pocas veces que veía a María era cuando tenía que entregarle alguna carta que desde Buenos Aires le enviaba su hermano. Andrés no podría reprocharle nada. Era normal que María se hubiera casado con aquel factor de ferrocarriles que siempre la había pretendido.
- Me dijeron que habías muerto, Andrés.
- Eso hubiera querido, María.
Fueron las únicas palabras que intercambiaron desde su regreso. El silencio se fue apoderando de sus encuentros, pero no de sus almas. Cuando le llevaba alguna carta se la entregaba sin más, sin mediar palabra... Aquellas cartas blancas... Un blanco sólo manchado por la tinta de unos rasgos azules o negros donde se consignaba el nombre y la dirección del destinatario. Pero a Andrés todas las cartas le parecían iguales; salvo quizás las que venían de la Argentina, más blancas si cabe.
Nevaba, llevaba dos jornadas nevando. En esos días no hubo correo. Cuando al tercero amainó el temporal y pudieron circular los trenes, Andrés salió al campo, a unos dos kilómetros por encima de la estación, justo donde la vía férrea pasaba por debajo del viaducto. Los níveos cables del tendido telegráfico se mecían tímidamente. Esperó... había vuelto a comenzar a nevar. El ruido era ahora nítido, mecánico, próximo. Cerró los ojos, vio al teniente, a sus camaradas del campo de prisioneros, vio también el pañuelo blanco y los ojos de María, como cuando la metralla le alcanzó en medio de aquel fuego ensordecedor. Silbaban las balas y los proyectiles. Silbó también la locomotora. Sintió frío, mucho frío... El tren siguió su marcha inexorable hasta la estación. El maquinista apenas sintió el golpe: algún trozo de nieve helada desprendida del viaducto, pensó...
Benavente, 17 de abril de 2000
[1] Publicado en el nº 82 de Benavente al día, mayo de 2000
(Sobre una fotografía de enero de 1956)
Hacía frío. Mucho frío. Andrés llevaba dos horas esperando.... "Ahí viene, ya lo oigo, musitaba tiritando. Espero tener valor..." Vaya sí lo tuvo. En los días siguientes fue el asunto de conversación en los cafés, en la botica y en todas las tiendas, sobre todo en las de ultramarinos. Lo había hecho, nadie lo podía imaginar, pero lo había hecho. A la mercería de la señora Engracia llegaban también los comentarios:
-Imagínese, doña Elvira -decía la mercera- un hombrón como él... ¡acabar así!.
Tras los visillos del pequeño escaparate caían mansamente los copos. Llevaba nevando de manera intermitente varios días. Apenas si los vecinos salían a la calle. Cuando lo hacían, la gente buscaba el refugio de los soportales, mientras que un desierto blanco cubría las calles y plazas de una villa ahora en luto. El pobre Andrés...
- Mire, señora Engracia, ahí va la María, se va a cruzar con Fermín, el tío del difunto.... - decía doña Elvira a la mercera.
-Pobrecita, ella sí que tenía motivos y no el pobre Andrés...
-Por Dios, señora Engracia, no diga usted esas cosas -cortó doña Elvira, al tiempo que se santiguaba.
Difícilmente el humo de la locomotora se divisaba entre la neblina de los copos. El silencio del campo se fue poco a poco rompiendo por el ruido inconfundible de la máquina. Primero, un murmullo, luego más constante... A Andrés se le agolpaban los recuerdos. El mismo sonido en medio de un campo desolado y blanco. Casi veinte años atrás, en aquel vagón de soldados, atravesando las tierras de Guadalajara ¿ ...o era Cuenca?. Y frío, mucho frío. Luego, cuando acabó la guerra, se apuntó voluntario en la División Azul. Iban a conquistar Rusia, ellos, un puñado de valientes. Allí, en la estación, estaba todo el pueblo el día de la despedida. También María, con el pañuelo blanco. Siempre el blanco: el pañuelo, las cartas, los campos nevados... Andrés odiaba aquel color; se volvía melancólico, triste... y una pesadumbre, como de siglos, le atormentaba. Rusia fue un infierno. El teniente, un maestro nacional, fervoroso falangista, le recordaba que otro tanto habían pasado los soldados de Napoleón: se habían estrellado contra el crudo invierno ruso. Ahora les tocaba a ellos, rodeados de blanco y frío por doquier. Fue la primera vez que Andrés oyó hablar de Napoleón y del zar de todas las Rusias. El suponía que sólo había una Rusia, como España. Ahora resulta que no, que había varias y se preguntaba que cuando conquistaran la primera cuántas quedarían todavía. Los rusos y hasta el teniente se podían ir a freír espárragos, se decía, mientras continuaba nevando.
No volvió a saber nada de María hasta que regresó después del armisticio. Herido de metralla y dado por muerto en el campo de batalla, fue recogido por el enemigo. Cuando medió sanó se vio en un campo de prisioneros cerca de Stalingrado; allí había otros camaradas españoles, cada uno con su historia. La guerra les había unido, pero también les había separado de sus casas y de su tierra. Durante su cautiverio alguien le dijo que la División se había retirado de Rusia y había vuelto a España. Sin embargo, él y sus compañeros siguieron todavía allí hasta la capitulación de Alemania. Nunca más volvió a saber nada del teniente, pero cuando Andrés regresó, don Mariano, el párroco, le dejó un libro que hablaba de Napoleón, del mariscal Mortier, de Esmolenco y de la caballería cosaca. En eso ocupaba sus ratos de ocio, que no eran pocos, después que por méritos de guerra le habían dado una plaza en el servicio de Correos. Las pocas veces que veía a María era cuando tenía que entregarle alguna carta que desde Buenos Aires le enviaba su hermano. Andrés no podría reprocharle nada. Era normal que María se hubiera casado con aquel factor de ferrocarriles que siempre la había pretendido.
- Me dijeron que habías muerto, Andrés.
- Eso hubiera querido, María.
Fueron las únicas palabras que intercambiaron desde su regreso. El silencio se fue apoderando de sus encuentros, pero no de sus almas. Cuando le llevaba alguna carta se la entregaba sin más, sin mediar palabra... Aquellas cartas blancas... Un blanco sólo manchado por la tinta de unos rasgos azules o negros donde se consignaba el nombre y la dirección del destinatario. Pero a Andrés todas las cartas le parecían iguales; salvo quizás las que venían de la Argentina, más blancas si cabe.
Nevaba, llevaba dos jornadas nevando. En esos días no hubo correo. Cuando al tercero amainó el temporal y pudieron circular los trenes, Andrés salió al campo, a unos dos kilómetros por encima de la estación, justo donde la vía férrea pasaba por debajo del viaducto. Los níveos cables del tendido telegráfico se mecían tímidamente. Esperó... había vuelto a comenzar a nevar. El ruido era ahora nítido, mecánico, próximo. Cerró los ojos, vio al teniente, a sus camaradas del campo de prisioneros, vio también el pañuelo blanco y los ojos de María, como cuando la metralla le alcanzó en medio de aquel fuego ensordecedor. Silbaban las balas y los proyectiles. Silbó también la locomotora. Sintió frío, mucho frío... El tren siguió su marcha inexorable hasta la estación. El maquinista apenas sintió el golpe: algún trozo de nieve helada desprendida del viaducto, pensó...
Benavente, 17 de abril de 2000
[1] Publicado en el nº 82 de Benavente al día, mayo de 2000
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