Crónica portuguesa (2)
Por la mañana, antes de partir para Lisboa, los viajeros deciden visitar el viejo castillo entre la bruma. La niebla se ha apoderado de Castelo Branco y el día se torna gris. En algún lugar se toparán con un cartel que anuncia la actuación en la ciudad de Dulce Pontes, prevista para el día 9. Lástima, ojalá hubiera sido ayer. Ese día estarán de regreso a Ciudad Rodrigo. Así que se conformarán con oírla en el disco compacto que llevan en el automóvil.
Como desagravio, por la noche intentarán captar de refilón el alma lisboeta en “Luso”, un conocido restaurante en el barrio alto de la ciudad. Folclore marinero, guitarra portuguesa y fados desgarrados llenarán la sala, poblada de turistas entregados. Pero eso será por la noche. Antes, los viajeros tienen previsto pasear por las praças do Comercio, de Camoens, subir al castelo de Sâo Jorge, con parada y escala en la catedral.
En la seo se agolpan los fieles, encienden candelas en los lampadarios y recorren las alas de un claustro destripado, que muestra en el patio pretéritas estructuras de una Lisboa más antigua.
Escoltados por los tranvías, los viajeros se dirigen a la fortaleza del santo militar, donde les sorprenderá la lluvia. El día ha estado siempre gris desde que salieron de Castelo Branco. Desde allí divisan el Tajo que busca su estuario y la mar océana. Un gigantesco árbol luminoso emerge desde la praça do Comercio; efímero cohete vegetal que terminará sus días tras la Epifanía del Señor.
La subida a las almenas se hace en ordenada fila de uno, que son muchos los visitantes que, todavía, al caer la tarde, quieren palpar el cielo de Lisboa. La lluvia arrecia, como si fueran las saetas que lanzan los partidarios del dragón y que quisieran tomar la irreductible morada del santo bizantino, que aquí en occidente se ha vuelto lusitano. No por eso, los viajeros se amedrantan y siguen subiendo al adarve. A pesar de las inclemencias atmosféricas y de la falta de luz, los turistas ocupan el paseo de guardia y el interior de las torres, casi a tientas, pues es mucha la oscuridad, sólo rota por los destellos fulgurantes y efímeros de los flashes de las cámaras fotográficas. Agua y fuego. Quién sabe si bajo la roca no estará petrificada la bestia, amenazante doblegada y vencida por el titular de la fortaleza.
A la salida del castelo se topan con unos vecinos de Benavente, que han elegido también el puente de la Inmaculada para acercarse hasta Lisboa; con ellos toman un tranvía y bajan de la cumbre.
En el Chiado, los viajeros se trasladan por un momento a Italia, a la iglesia de Nossa Senhora de Loreto, varias veces incendiada y reconstruida. Hay allí recuerdos del terremoto que asoló la ciudad lisboeta. Ahora, la tierra ya no tiembla, aunque sí comienzan a hacerlo las cansadas piernas de la andante caballería, tras un día agotador. Todavía tendrá tiempo el fatigado grupo de saludar la efigie broncínea de Pessoa, adentrarse por los reconstruidos barrios de Pombal y buscar un santuario de fados portugueses, donde reconfortar el alma, satisfacer el cuerpo y buscar el desagravio de las lágrimas de Dulce Pontes. Ya se dijo.
Como desagravio, por la noche intentarán captar de refilón el alma lisboeta en “Luso”, un conocido restaurante en el barrio alto de la ciudad. Folclore marinero, guitarra portuguesa y fados desgarrados llenarán la sala, poblada de turistas entregados. Pero eso será por la noche. Antes, los viajeros tienen previsto pasear por las praças do Comercio, de Camoens, subir al castelo de Sâo Jorge, con parada y escala en la catedral.
En la seo se agolpan los fieles, encienden candelas en los lampadarios y recorren las alas de un claustro destripado, que muestra en el patio pretéritas estructuras de una Lisboa más antigua.
Escoltados por los tranvías, los viajeros se dirigen a la fortaleza del santo militar, donde les sorprenderá la lluvia. El día ha estado siempre gris desde que salieron de Castelo Branco. Desde allí divisan el Tajo que busca su estuario y la mar océana. Un gigantesco árbol luminoso emerge desde la praça do Comercio; efímero cohete vegetal que terminará sus días tras la Epifanía del Señor.
La subida a las almenas se hace en ordenada fila de uno, que son muchos los visitantes que, todavía, al caer la tarde, quieren palpar el cielo de Lisboa. La lluvia arrecia, como si fueran las saetas que lanzan los partidarios del dragón y que quisieran tomar la irreductible morada del santo bizantino, que aquí en occidente se ha vuelto lusitano. No por eso, los viajeros se amedrantan y siguen subiendo al adarve. A pesar de las inclemencias atmosféricas y de la falta de luz, los turistas ocupan el paseo de guardia y el interior de las torres, casi a tientas, pues es mucha la oscuridad, sólo rota por los destellos fulgurantes y efímeros de los flashes de las cámaras fotográficas. Agua y fuego. Quién sabe si bajo la roca no estará petrificada la bestia, amenazante doblegada y vencida por el titular de la fortaleza.
A la salida del castelo se topan con unos vecinos de Benavente, que han elegido también el puente de la Inmaculada para acercarse hasta Lisboa; con ellos toman un tranvía y bajan de la cumbre.
En el Chiado, los viajeros se trasladan por un momento a Italia, a la iglesia de Nossa Senhora de Loreto, varias veces incendiada y reconstruida. Hay allí recuerdos del terremoto que asoló la ciudad lisboeta. Ahora, la tierra ya no tiembla, aunque sí comienzan a hacerlo las cansadas piernas de la andante caballería, tras un día agotador. Todavía tendrá tiempo el fatigado grupo de saludar la efigie broncínea de Pessoa, adentrarse por los reconstruidos barrios de Pombal y buscar un santuario de fados portugueses, donde reconfortar el alma, satisfacer el cuerpo y buscar el desagravio de las lágrimas de Dulce Pontes. Ya se dijo.
* 7 diciembre 2006
Fotos: Praça do Comércio; claustro de la catedral y castelo de San Jorge (Lisboa).
(Continuará. "De tumbas y torres...)
Etiquetas: Crónica portuguesa
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