Crónicas galas (1)
BURDEOS
José Ignacio Martín Benito
Del Órbigo al Garona. En la mitad del camino, el Oria jugó con ellos al escondite, como si quisiera emular al Guadiana. Bajaba bravío e impetuoso, acusando el deshielo de la nieve caída en la semana anterior.
El destino es Burdeos. Han pasado casi treinta años desde la última vez. Entonces era otro el motivo del viaje. Había que vendimiar los viñedos de Monsieur Derruneau, con los que el patrón contribuiría a elaborar los famosos caldos del país. Los viajeros, que eran también otros, durmieron en un barracón; no sin peligro de ser unos nuevos sanlorenzos, compartieron cama al lado de la encendida chimenea y se lavaron en la palangana con el agua fría que había dormido al sereno. De Burdeos sólo recuerdan que llegaron de noche y el gentío de la estación del ferrocarril, donde el patrón les recogió para llevarles al trabajo.
Ahora, los viajeros llegan a la ciudad pasada la media tarde. Han cambiado el ferrocarril por el automóvil particular. El sol aún tardará en ponerse, por lo que tendrán tiempo todavía de entregarse a la ciudad. Así lo harán. Por la avenida del Général de Larminat, encararán la Rue d´Omano y el Cours de Maréchal Juin. Su destino es la catedral y el Hôtel de Ville, pero antes se toparán con el gran contenedor de libros: la Biblioteca Pública, moderno, espacioso y acristalado edificio que no se resisten a evitar; al contrario, se sumergen en él y todavía llegan a apurar su luz y a palpar los hilos que mueven la lectura.
Antes de llegar a la catedral irán descubriendo una ciudad donde se dan la mano la antigüedad y la modernidad. Burdeos ha sabido combinar su tradición arquitectónica con arquitecturas de vanguardia, como puede verse en el entorno de la Escuela de la Magistratura.
A un tiro de piedra está la catedral de San Andrés, con su atronador órgano y las tumbas de algunos de sus ilustres arzobispos, a donde llegan los ecos remotos de Bernini en los sepulcros papales vaticanos. Fuera, una torre exenta, de mediados del siglo XV, sirve de altivo pedestal a una imagen en cobre de Nuestra Señora de Aquitania. Los viajeros se trocarían un momento por la metálica escultura, para poder dominar, desde aquella atalaya de vértigo, el río y la ciudad.
Se tendrán que conformar, empero, con encaramarse al pretil del puente de piedra y contemplar un ancho y caudaloso Garona, recortado por la figura de un buque de guerra varado o, para ser más exactos, fondeado en el puerto. Es Burdeos ciudad de paz, abierta y tranquila y por eso el crucero Colbert resulta un tanto anacrónico. De algún modo el puente, el río y el barco se dan la mano, pues hasta aquí llegan los ecos de la gloriosa historia militar de Francia. El puente lleva el nombre de Napoleón, mientras que el barco, según las guías, es el antiguo buque insignia de la flota francesa en el Mediterráneo, que sirvió al general De Gaulle en sus viajes a América Latina y al Canadá. Muy cerca de allí, en el inicio de la Cours de Víctor Hugo, está la Puerta de Borgoña, auténtico arco de triunfo en una exedra decimonónica que recuerda las construcciones del romano imperio. El barco, dicen, es hoy un Museo, pero los viajeros no tuvieron tiempo de comprobarlo.
Lo que sí comprobaron es el aire cosmopolita de la ciudad. En la plaza de Rohan, junto a la catedral, los viajeros oyeron hablar en español rioplatense a un nutrido grupo de adolescentes que -se ve- estaban de paso. Pero también naturales de aquí y de allí: galos, asiáticos, sirios, libaneses, africanos y magrebríes se dan la mano en la llanura aquitana. A lo largo de la Cours de Víctor Hugo proliferan los negocios orientales, en forma de locutorios, ultramarinos, cibercafés, y otras tiendas de género diverso. Aire cosmopolita, sí, y también muchas bicicletas. En Burdeos parece que sus habitantes se han tomado en serio el “desarrollo sostenible”, pues no sólo están los velocípedos, sino que el transporte urbano ha sustituido los autobuses por los tranvías. Y los viajeros lo celebran.
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