Paisaje con figuras (2)
EL QUIOSCO [1]
Por José I. Martín Benito
(Sobre una fotografía de octubre de 1954)
Serafín Casariego era uno de aquellos buenos mozos del valle, hasta que dejó de serlo. La mocedad la perdió con Bárbara Santiago aquel otoño del cincuenta y cuatro, después de misa de ocho. Treinta años después todavía no acertaba a comprender cómo pudo pasar. Llovía con ganas o eso parecía desde el refugio de los soportales. Allí esperó un buen rato y con él la mujer del velo que hacía un momento había salido de la iglesia de San Nicolás. El reloj de la torre dio la media. Serafín no lo sabía, pero Bárbara era asidua de la misa vespertina y la beata número uno de la feligresía de don Bernardo Malasaña. Se había ido la luz y en el quiosco la llama de una vela parecía la candela del Santísimo. Mujer madura, había enviudado hacía tres años. Se conocían muy poco. Apenas si habían intercambiado algunas frases de rigor en la botica, en donde Serafín trabajaba de mancebo. De pronto se encontraron en los soportales; cruzaron algunas palabras sobre la lluvia. Ella dijo que días así le producían jaqueca y él se ofreció a llevarle a casa un optalidón. A las doce, cuando bajaba las escaleras, Serafín había perdido la llave de la farmacia y algo más. Fue el principio de su fuga. Dos meses más tarde, la mirada de Bárbara le perseguía. ¡Cómo olvidarla!, cuando al día siguiente la mujer se presentó en la botica y discretamente le entregó la llave con una mirada húmeda como la lluvia y a la vez ígnea como la pasión de su primer y único encuentro.
Perseguido por aquella mirada, que creía adivinar en cualquier rincón de la ciudad, Serafín no lo dudó más y quiso poner tierra de por medio. Don Leoncio, el farmacéutico, era asiduo de La Nueva España. No recuerda si lo leyó allí o fue Vicente el quiosquero el que le habló de las minas de diamantes de Rodesia, de las granjas australianas o de los bosques de abedules y coníferas del Canadá. Lo cierto es que de pronto se vio embarcado en un buque factoría que faenaba en las costas de Terranova. Una tarde, en la taberna de un puerto cualquiera, volvió a tener la pesadilla que ya no le habría de abandonar mientras viviera. Llovía, sonaba bronco el acordeón y una voz profunda de mujer se desgarraba cantando a la débil luz de una vela. El humo y el alcohol debieron hacer el resto, para que Serafín descubriera aquellos ojos negros, abismales y escrutadores y se viera de pronto en la botica, en la complicidad manifiesta al extender la mano y recoger con discreción la llave, aquella llave de su infortunio, por la que quedaría atrapado para siempre en la mirada húmeda e ígnea de Bárbara Santiago.
Con las borrascas atlánticas el sueño de la razón se fue llenando de ojos de azabache. Fue entonces cuando decidió emprender el camino del sur hasta recalar en una hacienda brasileña. Pero los ojos de las mulatas, a ritmo de samba y de ron en el antiguo palenque, inundaban de humedad las madrugadas y en la inconsciencia previa al despertar se encontraba atrapado otra vez por la mirada de Bárbara Santiago.
Serafín Casariego era uno de aquellos buenos mozos del valle, hasta que dejó de serlo. La mocedad la perdió con Bárbara Santiago aquel otoño del cincuenta y cuatro, después de misa de ocho. Treinta años después todavía no acertaba a comprender cómo pudo pasar. Llovía con ganas o eso parecía desde el refugio de los soportales. Allí esperó un buen rato y con él la mujer del velo que hacía un momento había salido de la iglesia de San Nicolás. El reloj de la torre dio la media. Serafín no lo sabía, pero Bárbara era asidua de la misa vespertina y la beata número uno de la feligresía de don Bernardo Malasaña. Se había ido la luz y en el quiosco la llama de una vela parecía la candela del Santísimo. Mujer madura, había enviudado hacía tres años. Se conocían muy poco. Apenas si habían intercambiado algunas frases de rigor en la botica, en donde Serafín trabajaba de mancebo. De pronto se encontraron en los soportales; cruzaron algunas palabras sobre la lluvia. Ella dijo que días así le producían jaqueca y él se ofreció a llevarle a casa un optalidón. A las doce, cuando bajaba las escaleras, Serafín había perdido la llave de la farmacia y algo más. Fue el principio de su fuga. Dos meses más tarde, la mirada de Bárbara le perseguía. ¡Cómo olvidarla!, cuando al día siguiente la mujer se presentó en la botica y discretamente le entregó la llave con una mirada húmeda como la lluvia y a la vez ígnea como la pasión de su primer y único encuentro.
Perseguido por aquella mirada, que creía adivinar en cualquier rincón de la ciudad, Serafín no lo dudó más y quiso poner tierra de por medio. Don Leoncio, el farmacéutico, era asiduo de La Nueva España. No recuerda si lo leyó allí o fue Vicente el quiosquero el que le habló de las minas de diamantes de Rodesia, de las granjas australianas o de los bosques de abedules y coníferas del Canadá. Lo cierto es que de pronto se vio embarcado en un buque factoría que faenaba en las costas de Terranova. Una tarde, en la taberna de un puerto cualquiera, volvió a tener la pesadilla que ya no le habría de abandonar mientras viviera. Llovía, sonaba bronco el acordeón y una voz profunda de mujer se desgarraba cantando a la débil luz de una vela. El humo y el alcohol debieron hacer el resto, para que Serafín descubriera aquellos ojos negros, abismales y escrutadores y se viera de pronto en la botica, en la complicidad manifiesta al extender la mano y recoger con discreción la llave, aquella llave de su infortunio, por la que quedaría atrapado para siempre en la mirada húmeda e ígnea de Bárbara Santiago.
Con las borrascas atlánticas el sueño de la razón se fue llenando de ojos de azabache. Fue entonces cuando decidió emprender el camino del sur hasta recalar en una hacienda brasileña. Pero los ojos de las mulatas, a ritmo de samba y de ron en el antiguo palenque, inundaban de humedad las madrugadas y en la inconsciencia previa al despertar se encontraba atrapado otra vez por la mirada de Bárbara Santiago.
Brasil fue sólo un paréntesis, uno de tantos en el largo camino de su particular peregrinación. Huyó. De nuevo el sur. En Buenos Aires comprendió que no se libraría de aquellos ojos negros mientras siguiera lloviendo. Anduvo errante. Argelia, Rodesia, Yemen, Australia, la India... Pero incluso en algunas de sus secas regiones, más tarde o más temprano, volvía a llover.
Treinta años después, cuando decidió regresar, dispuesto a hacer frente a la más real de las miradas y consciente de que la huida no le había servido de mucho, no encontró nada de lo que dejó, salvo las casas, las calles, los soportales, la botica y el viejo quiosco. Lo demás se había esfumado. Eran otras las gentes y ya nadie recordaba a don Bernardo Malasaña, a don Leoncio ni a Bárbara Santiago. El reloj de la torre daba la media. Las beatas salían de misa de ocho. Serafín pidió a la quiosquera un periódico. Comenzó a llover...
Benavente, 7 de junio de 2000
Foto: Quiosco de prensa, en Alicante, en el antiguo portal de Elche y puerta de Bab-el-Yemen, en Sana´a (Yemen).
[1] Publicado en el nº 83 de Benavente al día, junio de 2000
Etiquetas: Paisaje con figuras
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