La Crónica de Benavente

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lunes, febrero 18, 2008

La coronela (I)

LA VENTA DEL VIENTO [1]
Por José I. Martín Benito

La “Venta del Viento” era un hervidero de noticias. Situada en el camino real de Madrid a Galicia por allí pasaban los avisos que llegaban desde la Corte y los ecos de los naufragios producidos por la furia de las galernas cantábricas. En la venta se daban cita arrieros maragatos, segadores gallegos que bajaban a Castilla, militares de alta y baja graduación y curiosos impertinentes venidos del extranjero que se pasaban todo el día observando y tomando notas en libretas y cuadernos.
Enmanuelle de la Ribera Seca regentaba aquella posada caminera que había heredado de su difunto marido, un retirado coronel de artillería con el que contrajo nupcias cuando ella no tendría más de dieciséis años y él había ya cumplido los cincuenta. A Enmanuelle todos la llamaban “Manolita, la coronela” –todos menos don Nicanor Pasamonte, el viejo político amigo de Maura, que en privado y en los ratos de pasión la llamaba por su nombre de pila. Don Nicanor recreaba en ella a la cupletista que una temporada durante sus años mozos actuó en el “Café del Conde” y por la que perdió la cabeza y casi la vida.
Don Nicanor, que frecuentaba asiduamente la venta, se acercaba a la posadera y entre requiebro y algún fandango, la fue enredando y le ablandó el corazón. Así que, desaparecido el viejo coronel, si no antes, Manolita se entregó a unos brazos conservadores, que la colmaban de regalos y la paseaban el día de la Fiesta Grande en el baile de la alameda, acabados los toros.
Fue así, de la mano del político maurista, como la coronela comenzó a primero a conocer y luego a intimar con las amistades de su amante, hasta el punto que el día de su presentación oficial en el casino, cuando don Nicanor la presentó a todos como su futura esposa, don Remigio Montaraz, el borrachín oficial de la elitista institución, alzó su copa brindando por el futuro de la nueva pareja, añadiendo que la coronela hiciera tan feliz a don Nicanor como les había hecho a algunos de los que allí se encontraban.
Receloso como ninguno y cual Otelo redivivo, el nuevo marido decidió que la Venta del Viento no era el lugar más idóneo para tan apetecible y madura fruta –Manolita, acababa de cumplir los treinta- y, celoso de su honor, decidió traerla a poblado, para lo cual le abrió un moderno café, al lado de la sede del partido conservador, al que el mismo bautizó como “La Puerta del Cielo”. Y, en verdad, eso debía ser, pues entre cafés y absentas, muchos perdían su imaginación en los vaporosos pechos de la coronela, que todavía se mostraban altivos y turgentes. Después de cada jornada, llegaba don Nicanor de su fábrica de harinas y bailaba amarradico a su mujer las nostálgicas notas de Los últimos de Filipinas, que salían de una destartalada gramola adquirida en la subasta del “Café del Conde”.
Por la noche, después de las obligaciones conyugales, don Nicanor, que tardaba en conciliar el sueño, le contaba a su esposa los pormenores del día en la fábrica y en el ayuntamiento. Fue así como, casi sin quererlo, Manolita se fue interesando por los asuntos del municipio y, desde su privilegiada situación de conocimiento de las cosas, comenzó a adquirir propiedades rústicas y urbanas, a espaldas de su marido. De modo que, cuando llegó el ferrocarril, casi todos los terrenos del término municipal estaban a su nombre o de alguno de sus testaferros amantes. El encargado del Registro de la Propiedad, que también había entrado por la puerta del cielo de la coronela, no pudo ocultar por más tiempo a los titulares de los terrenos que la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles se proponía expropiar y cuya suma se elevaba a millones de reales. Así que el escándalo no tardó en llegar, sobre todo cuando un día el director del semanario local dio a conocer la trama. Don Nicanor, hombre de principios, no pudo resistir más humillación y decidió recluirse de por vida, después del fracasado intento de poner en manos de su esposa un desengrasado revolver y, arrojado a sus pies, suplicarle que allí mismo le diera el tiro de gracia.
Apartado el marido de la vida pública y privada, Manolita tomó el relevo en todo, incluidas las obligaciones políticas de su esposo. Llegó, incluso, ante la sorpresa de muchos y la estupefacción de otros, a presidir las reuniones y a dirigir la acción del partido maurista en la villa. En uno de aquellos cenáculos propuso que era necesario deshacerse del contumaz plumilla, que desde las páginas del semanario local había osado desafiarle; por eso, propuso a continuación, había que desterrar a la vieja Miróbriga si fuera preciso a tan negativo personaje. Cuentan las viejas del lugar que, el día de aquella propuesta, la coronela se presentó en el cenáculo vestida con las mejores galas militares de su primer marido, condecoraciones incluidas. La indumentaria, dicen, le quedaba un poco ancha, por lo que las sombras de la noche sólo acertaron a vislumbrar la figura de un ridículo fantoche que desde la salida de la sede del partido conservador se dirigía a la “Puerta del Cielo”, escoltado, eso sí, por otras tres peripatéticas figuras que flanquearon su marcial entrada en el nuevo templo de Salomón.
(Continuará)

[1] La Voz de Benavente, entre el 29 de enero y el 12 de febrero de 2004.

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