Paisaje con figuras (3)
EL ANGELUS
Por José Ignacio Martín Benito
Por José Ignacio Martín Benito
Otra vez el agua. El capitán del vapor había informado a los pasajeros que las autoridades del puerto habían prohibido la salida hasta que no amainara el temporal. De nuevo la lluvia arreciando y la mar, gruesa, muy gruesa, con olas de cuatro y cinco metros. Llevaban así ya tres días de retraso. Juan Bautista Aguado se preguntaba si en Buenos Aires llovería tanto como aquí. Apenas había tenido para el pasaje, que costaba 100 pesetas. Entre algo de sus ahorros –muy poco- y un préstamo que le hiciera su padre, Juan Bautista decidió que no podía aguantar así mucho más tiempo y decidió unirse a la cuadrilla del agente de embarque Pedro Merchán.
Su vida de jornalero había dado tumbos por la Tierra de Campos, con un mísero jornal de dos pesetas en Villafáfila en el último verano. Había formado parte activa en las agitaciones campesinas, como cuando, junto con otros segadores, participó en la huelga de 1904. Juan Bautista recordaba aquellos años como un fracaso. Tras el optimismo que en un primer momento despertó en él la Sociedad Obrera y las palabras de esperanza que en Benavente oyera a Pablo Iglesias, su sueño se había ido yendo poco a poco a pique, como aquel carguero inglés, del que se hablaba en esos días en el puerto de La Coruña. Entre los patronos, la guardia civil y el hambre, que alimentaba la legión de esquiroles, le habían minado las fuerzas. Para colmo, las terribles inundaciones de aquel invierno de 1909-1910 se habían llevado su casa y parte de su menguada hacienda.
Viendo llover, Juan Bautista no podía dejar de pensar en lo que dejaba atrás. Tierras anegadas, campos y llanuras con el ganado ahogado, hinchados sus vientres y con las patas hacia arriba, como esperando con anhelo la piedad de las aves de rapiña. Un campo desolado, húmedo y frío, como aquel puerto gallego que ahora le mostraba la soledad, más desnuda e inmensa que nunca. En los muelles, un tropel de gente iba y venía, sin saber muy bien a dónde. Era, por lo general, gente joven, como él, entre veinte y treinta años. En aquellos días de espera, algunas carreras por el puerto y el sonido de silbatos ponían sobre aviso a los menores de edad que intentaban embarcarse. Juan Bautista se preguntaba por la suerte de cuatro mozalbetes de dieciséis años que fueron detenidos por la fuerza pública en la estación de Manganeses, cuando se dirigían, como él, hacia La Coruña. Pensó que a los muchachos los llevarían a Rioseco, de donde venían.
Entre tanta lluvia, Juan Bautista se preguntaba cómo serían las tierras que no podía ver; cómo serían al otro lado del mar los patronos –y sin querer les ponía el rostro de don Leopoldo Tordesillas- y si habría guardia civil y cómo serían los jornales y las casas, y si allí habían oído hablar de Pablo Iglesias.
Cuando días más tarde, pudo por fin embarcarse y la brisa inundaba de lágrimas la proa del navío, Juan Bautista rezó el Angelus, como lo había hecho tantas veces, pegado a la tierra: la mirada baja, húmedo su cuerpo por el sudor en medio de la llanura. El vapor de la compañía inglesa rompía la mar y dejaba atrás una estela, un hilo de agua, como un cordón umbilical que le mantenía todavía unido a aquella tierra a la que había dicho basta.
Benavente, 7 de abril de 2001
Su vida de jornalero había dado tumbos por la Tierra de Campos, con un mísero jornal de dos pesetas en Villafáfila en el último verano. Había formado parte activa en las agitaciones campesinas, como cuando, junto con otros segadores, participó en la huelga de 1904. Juan Bautista recordaba aquellos años como un fracaso. Tras el optimismo que en un primer momento despertó en él la Sociedad Obrera y las palabras de esperanza que en Benavente oyera a Pablo Iglesias, su sueño se había ido yendo poco a poco a pique, como aquel carguero inglés, del que se hablaba en esos días en el puerto de La Coruña. Entre los patronos, la guardia civil y el hambre, que alimentaba la legión de esquiroles, le habían minado las fuerzas. Para colmo, las terribles inundaciones de aquel invierno de 1909-1910 se habían llevado su casa y parte de su menguada hacienda.
Viendo llover, Juan Bautista no podía dejar de pensar en lo que dejaba atrás. Tierras anegadas, campos y llanuras con el ganado ahogado, hinchados sus vientres y con las patas hacia arriba, como esperando con anhelo la piedad de las aves de rapiña. Un campo desolado, húmedo y frío, como aquel puerto gallego que ahora le mostraba la soledad, más desnuda e inmensa que nunca. En los muelles, un tropel de gente iba y venía, sin saber muy bien a dónde. Era, por lo general, gente joven, como él, entre veinte y treinta años. En aquellos días de espera, algunas carreras por el puerto y el sonido de silbatos ponían sobre aviso a los menores de edad que intentaban embarcarse. Juan Bautista se preguntaba por la suerte de cuatro mozalbetes de dieciséis años que fueron detenidos por la fuerza pública en la estación de Manganeses, cuando se dirigían, como él, hacia La Coruña. Pensó que a los muchachos los llevarían a Rioseco, de donde venían.
Entre tanta lluvia, Juan Bautista se preguntaba cómo serían las tierras que no podía ver; cómo serían al otro lado del mar los patronos –y sin querer les ponía el rostro de don Leopoldo Tordesillas- y si habría guardia civil y cómo serían los jornales y las casas, y si allí habían oído hablar de Pablo Iglesias.
Cuando días más tarde, pudo por fin embarcarse y la brisa inundaba de lágrimas la proa del navío, Juan Bautista rezó el Angelus, como lo había hecho tantas veces, pegado a la tierra: la mirada baja, húmedo su cuerpo por el sudor en medio de la llanura. El vapor de la compañía inglesa rompía la mar y dejaba atrás una estela, un hilo de agua, como un cordón umbilical que le mantenía todavía unido a aquella tierra a la que había dicho basta.
Benavente, 7 de abril de 2001
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