La Crónica de Benavente

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martes, febrero 05, 2008

Paisaje con figuras (6)

6. EL VELLOCINO [1]
Por José I. Martín Benito


Cuando Valentín Jasón decidió emprender una nueva vida y poner rumbo al otro lado del mar, la campana mayor de la iglesia de Santa María estaba siendo retirada para fundirla de nuevo. Desde la tormenta del 98, cuando el rayo alcanzó la torre y “María de la O” se desprendió desde lo alto para acabar con la vida de un perro vagabundo, su sonido ya no era el de siempre. Por eso, la gente, acostumbrada desde varias generaciones a aquel timbre metálico y seco, no asociaba que el Ángelus le fuera anunciado con un sonido bronco y ahogado. Hasta las caballerías que tiraban del trillo en las eras, que dicen que paraban cuando la campana repartía su tañido, parecían haber enloquecido, pues no encontraban el momento apropiado para detenerse.
Fue por eso, por lo que el vicario decidió refundir de nuevo a “María de la O”. Don Ezequiel Malaspina contactó con una fundición en Palencia a la que encargó el trabajo. Valentín Jasón fue uno de los obreros que ayudaron a bajar de la torre la campana herida. Al término de la jornada, don Ezequiel les dio dos pesetas y les invitó a chocolate. Fue en el transcurso de aquella velada, cuando a Valentín se le despertó el ansia por viajar. El cura no hacía más que hablar de los viajes de su antepasado, el marino Alejandro Malaspina, al mando de la fragata “Asunción” y de las corbetas “Descubierta” y “Atrevida”. Valentín no sabría responder si fue el nombre de los mares o la gloria de la expedición del marino italiano, lo que le embrujó. Pero al salir de la casa del vicario tenía prácticamente tomada la decisión. Iría a Vigo, desde donde se embarcaría en un vapor rumbo a Buenos Aires. Una vez allí, ya vería, pero no habría de quedarse mucho tiempo, pues su deseo era correr los mares de los cinco continentes.
Además, se decía, si se quedaba, qué podría hacer con dos pesetas de jornal; eso, en el mejor de los casos, pues muchos días durante el invierno faltaba el trabajo a causa de las lluvias. Entonces, ni las obras del plus del ayuntamiento eran suficientes para dar ocupación a una legión de obreros que, en el corrillo de San Nicolás, esperaba paciente su turno o la llamada, milagrosa, de algunos hacendados. La verdad era que a Valentín de un tiempo a esta parte le contrataban muy poco. Todos sabían, y él también, que era a causa de haber sido uno de los segadores que se habían puesto en huelga en Villalpando, en el verano de 1904, reclamando un aumento de jornal. Señalado como uno de los “espíritus levantiscos”, los patronos se guardaban mucho de buscarlo para realizar cualquier faena. Sólo el bueno del vicario, sabedor de la juramentación de los ricos labradores, lo llamaba, con cualquier excusa, siempre que podía: reparación de goteras, encalado de la sacristía, limpieza de retablos...
Decidido, y animado por el sacerdote, Valentín Jasón trató con un agente de embarque que le cobraría 30 ptas de comisión sobre el precio del billete de Vigo a Buenos Aires, que ascendía a 226 ptas. En las jornadas previas a la partida, vivió Jasón en continua tensión. Con él partirían gentes de la comarca y otras venidas de Rioseco. Pero había que hacerlo con cautela y sin levantar sospechas, pues la benemérita estaba al acecho de la emigración clandestina. Tan sólo sabían de su partida su familia y don Ezequiel (el cura le había prestado 15 duros para contribuir al precio del pasaje). El día antes de partir para Galicia, se reunieron en Manganeses, en la casa de un conocido del agente de embarque Adolfo Baladrón. El Adolfo era cervato y se ganaba la vida llevando y trayendo gente a los puertos gallegos; por esto último era vigilado de cerca por la Guardia Civil. Al cabo de unas jornadas y burlada la vigilancia, Baladrón se presentó en el puerto de Vigo con diez jóvenes dispuestos a salir para la Argentina. No obstante, poco antes de partir, y en los mismos muelles, la benemérita le detuvo junto a siete jornaleros –menores de edad- que se disponían a emigrar. Ni el mismo Jasón sabría responder cómo y de qué manera pudo escapar de la redada. De pronto se vio dentro de aquel vapor inglés, envuelto entre la multitud que, como él, esperaba con ansia el momento de soltar amarras.
La travesía fue dura. La comida escasa. Un poco de torta de centeno y cebolla. Olas, temporales, hambre, fiebre y mareos. Después de veintidós días llegaron a un puerto brasileño –ya no recordaba si era Río de Janeiro o Porto Alegre-, donde cargaron plátanos y algunos mulos. Cuando parecía que ya casi habían llegado al final del viaje, estuvieron a punto de naufragar cerca del Río de la Plata, pero, sobrepuestos, pudieron arribar finalmente a Montevideo y, desde allí, a Buenos Aires. Fue entonces cuando se le quitaron las ganas de viajar y de capitanear expediciones.
En La Pampa, Valentín Jasón encontró el vellocino apacentando ovejas, cerca de Santa Rosa. Una tarde de tantas, las nubes iban y venían sobre el corazón de la llanura. En el pasto, una de aquellas dibujó, volando, el mapa de España. Sobre el río, la nube era muy pequeña, en comparación con sus hermanas, pero la sombra que proyectaba era grande. El pastor se paró en el límite entre la claridad y la penumbra, como si dudase cruzar el umbral. Finalmente, Valentín Jasón entró en ella. Un familiar olor a chocolate llenaba aquel espacio cuyo único límite eran los rayos solares; después, casi al instante, creyó identificar, también, unos sones agudos y metálicos, como si “María de la O”, refundida, le estuviera llamando. Y, entonces, en ese momento, decidió que tenía que volver... Durante días y semanas fue posponiendo la partida. “Tal vez, mañana –se decía- después del esquileo”. Y así iban pasando los meses. En su interior, Valentín Jasón sabía que la vuelta era imposible: temía cruzar de nuevo aquel mar tenebroso en un vapor inglés, cargar plátanos en Brasil y volver a comer cebolla y pan de centeno durante, quizás, otra accidentada travesía. La soledad y la inmensidad de La Pampa, eran, bien vistas, la culminación de su particular expedición y, además, si quería recordar a don Ezequiel, el olor a chocolate y el tañido de la vieja campana, sólo tenía que buscar la sombra de una nube y entrar en ella.

Benavente, 12 de diciembre de 2001

[1] Publicado en el nº 89 de Benavente al día, diciembre de 2001

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