La coronela (II)
EL INGLÉS
La noticia de que don Nicanor Pasamonte había aparecido ahorcado en las caballerizas de “La Montaña” no sorprendió prácticamente a nadie. Apenas había transcurrido un año del escándalo de los terrenos y de la lista de los “agraciados” testaferros que publicara “La Voz de Rocópolis”. Durante ese tiempo se había visto al veterano político vagar de noche por los caminos de la villa, esperando la llegada de su particular compaña, como si fuera el alma en pena de Fiz de Cotobelo.
El día del funeral, Manolita fue por última vez Enmanuelle. Ataviada de riguroso luto y encabezando el cortejo que seguía al coche fúnebre tirado por cuatro caballos negros, la viuda, con una gasa a guisa de velo que le caía cubriéndole la cara, caminaba erguida, altiva y sin pestañear. Detrás de ella, las autoridades, con el gobernador de la provincia, el alcalde y la corporación municipal a la cabeza, seguida por el capitán de la guardia civil, el presidente y miembros del cabildo de San Sebastián, y los respectivos mayordomos de las cofradías y hermandades de la villa. Tras ellos, los amigos y lejanos parientes del finado y, finalmente, los deudos de la coronela, que porfiaban entre sí como si de una nueva Penélope se tratara.
Estos últimos eran los más numerosos. Los había de varias clases: los afortunados que habían compartido secretos de alcoba; los desgraciados que, tras una noche irrepetible, se habían dado a la bebida, evocando continuamente las horas que no habrían de volver; los soñadores, que por el mero hecho de haber creído vislumbrar una sonrisa de aquellos labios rojos y sensuales, se creían transportados al cielo por venir, y, en fin, los sufridores que, aunque desdeñados, no renunciaban a la posibilidad de llegar a alcanzar la cima de los vientos.
Tras el sepelio, aquella noche y por primera vez en un año, Enmanuelle durmió en el lecho de la alcoba conyugal, eso sí, sola, en lugar de hacerlo en la habitación de invitados, a la que se había trasladado tras la humillación marital. Viuda y con una casa, un café, una fábrica y un partido que gobernar en solitario, Manolita decidió que tantas puertas eran malas de guardar y las redujo a dos. Vendió la fábrica y cerró la sede del partido. O mejor, trasladó ésta al mismísimo café de la Puerta del Cielo (al fin y al cabo, las barbas venerables y católicas pasaban tantas horas allí como en su propia casa).
Fue así como el café de la coronela se convirtió en el cenáculo donde se cocía toda la política local, si es que no lo era ya antes. Desde allí, Manolita hacía y deshacía, transmitía órdenes y exigía su cumplimiento. Elevaba y defenestraba alcaldes, con la misma facilidad con la que cambiaba de amantes.
Cuentan que de todos ellos, sólo perdió el seso por uno, un inglés, hijo de padre alemán y madre británica, llamado Anthony Kruger. Este era uno de aquellos curiosos y rubicundos impertinentes que se pasaban el día anotando las expresiones de los transeúntes en el mercado, en las ventas y en los cafés. El tal Kruger viajaba con frecuencia a los montes de León, dispuesto a estudiar, le decía, el habla y las costumbres de los montañeses, pese a los requerimientos de la coronela por detenerlo. Un día, el inglés desapareció y ella lo estuvo buscando quince días entre valles y riscos, estrellando su nombre contra las montañas. Desesperada de llamar al viento regresó al café y durante tres días no despachó ningún asunto. Pero repuesta de su desengaño, la coronela volvió por sus fueros, con más fuerza si cabe.
Al cabo de dos años, Manolita recibió en la estafeta de correos un paquete procedente de Londres. En su interior un libro titulado: Stetches in Spain, con una dedicatoria autógrafa del autor Anthony Kruger: “A Manolita, con encendido amor”. La coronela apenas si tuvo tiempo de leer la dedicatoria y arrojar el libro a la estufa de leña del café.
El día del funeral, Manolita fue por última vez Enmanuelle. Ataviada de riguroso luto y encabezando el cortejo que seguía al coche fúnebre tirado por cuatro caballos negros, la viuda, con una gasa a guisa de velo que le caía cubriéndole la cara, caminaba erguida, altiva y sin pestañear. Detrás de ella, las autoridades, con el gobernador de la provincia, el alcalde y la corporación municipal a la cabeza, seguida por el capitán de la guardia civil, el presidente y miembros del cabildo de San Sebastián, y los respectivos mayordomos de las cofradías y hermandades de la villa. Tras ellos, los amigos y lejanos parientes del finado y, finalmente, los deudos de la coronela, que porfiaban entre sí como si de una nueva Penélope se tratara.
Estos últimos eran los más numerosos. Los había de varias clases: los afortunados que habían compartido secretos de alcoba; los desgraciados que, tras una noche irrepetible, se habían dado a la bebida, evocando continuamente las horas que no habrían de volver; los soñadores, que por el mero hecho de haber creído vislumbrar una sonrisa de aquellos labios rojos y sensuales, se creían transportados al cielo por venir, y, en fin, los sufridores que, aunque desdeñados, no renunciaban a la posibilidad de llegar a alcanzar la cima de los vientos.
Tras el sepelio, aquella noche y por primera vez en un año, Enmanuelle durmió en el lecho de la alcoba conyugal, eso sí, sola, en lugar de hacerlo en la habitación de invitados, a la que se había trasladado tras la humillación marital. Viuda y con una casa, un café, una fábrica y un partido que gobernar en solitario, Manolita decidió que tantas puertas eran malas de guardar y las redujo a dos. Vendió la fábrica y cerró la sede del partido. O mejor, trasladó ésta al mismísimo café de la Puerta del Cielo (al fin y al cabo, las barbas venerables y católicas pasaban tantas horas allí como en su propia casa).
Fue así como el café de la coronela se convirtió en el cenáculo donde se cocía toda la política local, si es que no lo era ya antes. Desde allí, Manolita hacía y deshacía, transmitía órdenes y exigía su cumplimiento. Elevaba y defenestraba alcaldes, con la misma facilidad con la que cambiaba de amantes.
Cuentan que de todos ellos, sólo perdió el seso por uno, un inglés, hijo de padre alemán y madre británica, llamado Anthony Kruger. Este era uno de aquellos curiosos y rubicundos impertinentes que se pasaban el día anotando las expresiones de los transeúntes en el mercado, en las ventas y en los cafés. El tal Kruger viajaba con frecuencia a los montes de León, dispuesto a estudiar, le decía, el habla y las costumbres de los montañeses, pese a los requerimientos de la coronela por detenerlo. Un día, el inglés desapareció y ella lo estuvo buscando quince días entre valles y riscos, estrellando su nombre contra las montañas. Desesperada de llamar al viento regresó al café y durante tres días no despachó ningún asunto. Pero repuesta de su desengaño, la coronela volvió por sus fueros, con más fuerza si cabe.
Al cabo de dos años, Manolita recibió en la estafeta de correos un paquete procedente de Londres. En su interior un libro titulado: Stetches in Spain, con una dedicatoria autógrafa del autor Anthony Kruger: “A Manolita, con encendido amor”. La coronela apenas si tuvo tiempo de leer la dedicatoria y arrojar el libro a la estufa de leña del café.
(Concluirá)
Fotos: La viuda. Viajero ante el mar de niebla, de Caspar David Friedrich.
Etiquetas: La coronela
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