Relato de un legionario (4)
ASTURES
En la campaña de Estatilio Tauro habíamos fijado un campamento en Albocela, en las cercanías del Douros, el gran río de los vacceos. En los dos años siguientes, con Calvinio Sabino y Sexto Apuleyo, no sin esfuerzo sometimos las tierras entre el Pisoraca y el Astura y penetramos hasta Asturica y Bergidum. Aquello sólo fue el principio, pues lo peor vendría más tarde. Los cántabros y astures, lejos de retirarse, emprendieron con más virulencia sus prácticas de emboscada e incursiones rápidas, en las cuales nos despojaron de varias insignias.
Cuando Augusto en persona decidió ponerse al mando de la campaña, trayendo nuevos efectivos, los soldados nos sentimos aliviados. Se luchó en dos frentes. El propio Augusto comandó el oriental, contra los cántabros, desde Segisama, dirigiendo sus ataques contra Vellica y Aracillum. Yo estaba en el Bellum Asturicum, a las órdenes del legado de Lusitania, Publio Carisio.
Los castros de los astures estaban enclavados en lugares elevados, con murallas de barro o piedra, según abundara uno u otro material en la región. A veces, estaban reforzados por empalizadas de madera y piedras hincadas que dificultaban las maniobras de nuestra caballería. Pero, muchas veces, cuando conseguíamos hacernos con alguno de ellos, sólo encontrábamos viejos, mujeres y niños, la mayor parte muertos por temor a caer en nuestras manos. En ningún sitio vi lo que en Hispania. Otros soldados veteranos que habían combatido en el Danubio y en Oriente aseguraban que nunca habían visto suicidios en masa como aquellos. Algunos relataban, incluso, lo que sus abuelos le habían contado acerca de las guerras de Sertorio y de una ciudad llamada Calagurris, donde sus habitantes después de haber dado muerte a las mujeres y a los niños utilizaron sus cuerpos como alimento para resistir a Pompeyo.
Pero lo peor era la lluvia y el frío que se metía por nuestra lorica y nos calaba hasta los huesos. Aquellos momentos de debilidad eran los aprovechados por los montañeses para sorprendernos. Los hombres organizaban sus partidas en los bosques -que en esta parte del país son muy espesos- y nos acosaban por todas partes. Por entonces teníamos nuestro campamento en Petavonium. Recuerdo -¡cómo no habría de recordar!- que en una de las patrullas, en las cercanías de un río llamado Eria, cayeron sobre nosotros más de un centenar de aquellos bárbaros; iban vestidos con gorro de piel a modo de casco, con sagum o capa de lana gruesa y una prenda de paño a guisa de coraza. Los montañeses se abalanzaron sobre nosotros dando grandes gritos y empuñaban un arma que yo nunca había visto hasta que llegué a Hispania, la falcata, una espada corta y curva, muy distinta a nuestra gladius (por un momento recordé a Bruto y sus secuaces en el Foro). En aquella refriega perdimos muchos hombres y sólo diez conseguimos ponernos a salvo, no sin sufrir algunas heridas. Yo fui herido de gravedad en una pierna por una de aquellas malditas armas arrojadizas de los montañeses. La herida tardó en curar y me dejó una notable cojera para el resto de mis días. A pesar de la derrota, gracias a aquellas heridas pudo salvarse más tarde Carisio y nuestro ejército, como relataré a continuación.
(Continuará...)
Dibujo: Legionarios romanos.
Foto: El monte Teleno, territorio astur.
En la campaña de Estatilio Tauro habíamos fijado un campamento en Albocela, en las cercanías del Douros, el gran río de los vacceos. En los dos años siguientes, con Calvinio Sabino y Sexto Apuleyo, no sin esfuerzo sometimos las tierras entre el Pisoraca y el Astura y penetramos hasta Asturica y Bergidum. Aquello sólo fue el principio, pues lo peor vendría más tarde. Los cántabros y astures, lejos de retirarse, emprendieron con más virulencia sus prácticas de emboscada e incursiones rápidas, en las cuales nos despojaron de varias insignias.
Cuando Augusto en persona decidió ponerse al mando de la campaña, trayendo nuevos efectivos, los soldados nos sentimos aliviados. Se luchó en dos frentes. El propio Augusto comandó el oriental, contra los cántabros, desde Segisama, dirigiendo sus ataques contra Vellica y Aracillum. Yo estaba en el Bellum Asturicum, a las órdenes del legado de Lusitania, Publio Carisio.
Los castros de los astures estaban enclavados en lugares elevados, con murallas de barro o piedra, según abundara uno u otro material en la región. A veces, estaban reforzados por empalizadas de madera y piedras hincadas que dificultaban las maniobras de nuestra caballería. Pero, muchas veces, cuando conseguíamos hacernos con alguno de ellos, sólo encontrábamos viejos, mujeres y niños, la mayor parte muertos por temor a caer en nuestras manos. En ningún sitio vi lo que en Hispania. Otros soldados veteranos que habían combatido en el Danubio y en Oriente aseguraban que nunca habían visto suicidios en masa como aquellos. Algunos relataban, incluso, lo que sus abuelos le habían contado acerca de las guerras de Sertorio y de una ciudad llamada Calagurris, donde sus habitantes después de haber dado muerte a las mujeres y a los niños utilizaron sus cuerpos como alimento para resistir a Pompeyo.
Pero lo peor era la lluvia y el frío que se metía por nuestra lorica y nos calaba hasta los huesos. Aquellos momentos de debilidad eran los aprovechados por los montañeses para sorprendernos. Los hombres organizaban sus partidas en los bosques -que en esta parte del país son muy espesos- y nos acosaban por todas partes. Por entonces teníamos nuestro campamento en Petavonium. Recuerdo -¡cómo no habría de recordar!- que en una de las patrullas, en las cercanías de un río llamado Eria, cayeron sobre nosotros más de un centenar de aquellos bárbaros; iban vestidos con gorro de piel a modo de casco, con sagum o capa de lana gruesa y una prenda de paño a guisa de coraza. Los montañeses se abalanzaron sobre nosotros dando grandes gritos y empuñaban un arma que yo nunca había visto hasta que llegué a Hispania, la falcata, una espada corta y curva, muy distinta a nuestra gladius (por un momento recordé a Bruto y sus secuaces en el Foro). En aquella refriega perdimos muchos hombres y sólo diez conseguimos ponernos a salvo, no sin sufrir algunas heridas. Yo fui herido de gravedad en una pierna por una de aquellas malditas armas arrojadizas de los montañeses. La herida tardó en curar y me dejó una notable cojera para el resto de mis días. A pesar de la derrota, gracias a aquellas heridas pudo salvarse más tarde Carisio y nuestro ejército, como relataré a continuación.
(Continuará...)
Dibujo: Legionarios romanos.
Foto: El monte Teleno, territorio astur.
Etiquetas: Relato de un legionario
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