Cuaderno del Este: Campanas y mallos (y 6)
DE LA TORRE GORDA Y DE UN CAMIÓN EN LA CATEDRAL
Por José I. Martín Benito
Durante siglos, y aún hoy, el nombre de Roda camina parejo al de San Ramón, el obispo mecenas contemporáneo del Batallador, al que acompañó en su expedición militar por Andalucía durante cerca de un año. Mucho tiempo, incluso para un obispo. Los caminos cansan a los hombres, y más el guerrear. Así que cuando Ramón regresó a Huesca, lo hacía extenuado y entregaba al Altísimo su último aliento. Lo demás, ya se sabe: el cabildo trasladó sus restos a Roda y los devotos feligreses hicieron de la tumba centro de sus visitas y oraciones, por lo que el prelado fue elevado a los altares. En la cripta se muestra a los visitantes el sarcófago del santo, que lleva en relieve los mismos temas iconográficos que se ven en el acceso al templo. Poco tiempo había transcurrido del óbito de Ramón cuando los artífices llevaron su pontifical figura a uno de los capiteles de la venerable portada.
Pero en Roda se habla también de otra “celebridad”. Aquí llegó en 1979 la larga mano de Eric “el Belga”. El viento parece susurrar su nombre cuando los visitantes se acercan a alguna de aquellas ermitas perdidas en los altos valles pirenaicos. El “Belga” no se detuvo en miramientos y una noche entró en el templo y se llevó la silla y mitra del santo obispo, junto a otros objetos de la iglesia. Aunque, tiempo después, algunas piezas fueron recuperadas, eso sí, con diversas mutilaciones, las más quedaron desperdigadas por varios lugares o fueron a juntarse a la morada de Caco.
Los viajeros salen a la calle por la puerta del claustro. En la plaza, junto a las ruinas de un antiguo lagar de aceite, se conservan las de la torre de vigilancia del valle. La Torre Gorda está reducida a una sola planta subterránea y circular que hoy, Sábado de Gloria, hace las veces de santo sepulcro. En el centro, rodeado de un círculo de cirios y en la penumbra de la estancia, se dispone un crucificado yacente, velado por una imagen de la Purísima. De pronto, una placa les advierte que están en la plaza de Pons Sorolla, lo que les lleva a evocar la iglesia de Santa Marta, a las orillas de un Tera que ahora queda muy lejano.
Roda perdió su silla episcopal mucho antes que Eric se llevara la de San Ramón. Tras la conquista de Lérida, la sede dejó el Isábena y se fue al Segre. Es el sino de las pequeñas diócesis, de ahora y de siempre. Barbastro y Monzón acaban de tener también su semana de Pasión, que culminó el Viernes Santo al quedarse sin obispo, enviado a tierras riojanas. Son éstas, diócesis de supervivencia que, como Ciudad Rodrigo, esperan el milagro de la resurrección.
El Vero, más domesticado que en Alquézar, ciñe a Barbastro. Los viajeros esperaban encontrar un catedral como Dios manda, pero se equivocaron. En el interior, en uno de los brazos del crucero, se toparon con un camión de una empresa de montajes eléctricos. Los forasteros nunca habían visto una cosa así, pero bien pensado ya no se sorprenden. El camión se queda y el obispo se va; son los nuevos tiempos, las nuevas profanaciones. No será la única sorpresa. Lo que tampoco esperaban encontrarse era una fotografía en el centro de un retablo. La capilla de San Carlos está presidida por un retrato del obispo Florentino, asesinado en el inicio de la Guerra Civil junto con más de cien sacerdotes. No habrá tenido tiempo el cabildo para encargar un óleo, se dicen.
Atípica seo esta de Barbastro, muy abandonada por fuera y con un interior en penumbra, más parecido a un parque móvil que a un templo. Con este aspecto, no pueden por menos los visitantes de recordar años atrás la catedral de Coria, desangelada también desde que su pastor tomó rumbo a la capital de la provincia. Claro que allí no había vehículos y, a pesar, del abandono, se respiraba un aire de pasada grandeza. En Barbastro no. El lugar no invita, precisamente, al recogimiento.
Los viajeros abandonan aprisa la ciudad (enclave con mucha historia, sí, pero con poca memoria en su escaparate urbano) y se van en busca de Monzón y de su castillo templario. Pero tanto el castillo como la iglesia mayor, ahora convertida en concatedral, están cerrados. Normal, son las ocho de la tarde; hubieran venido a su hora. De Monzón tendrán que conformarse con la panorámica que se divisa desde la explanada de la fortaleza. Así que los visitantes se quedan con la memoria de Alquézar, de Roda y del Isábena con sus meandros, perdidas ambas en sus paisajes serranos y dejan Barbastro y Monzón al albur del Vero y del Cinca... y de la decisión de la Santa Sede.
Durante siglos, y aún hoy, el nombre de Roda camina parejo al de San Ramón, el obispo mecenas contemporáneo del Batallador, al que acompañó en su expedición militar por Andalucía durante cerca de un año. Mucho tiempo, incluso para un obispo. Los caminos cansan a los hombres, y más el guerrear. Así que cuando Ramón regresó a Huesca, lo hacía extenuado y entregaba al Altísimo su último aliento. Lo demás, ya se sabe: el cabildo trasladó sus restos a Roda y los devotos feligreses hicieron de la tumba centro de sus visitas y oraciones, por lo que el prelado fue elevado a los altares. En la cripta se muestra a los visitantes el sarcófago del santo, que lleva en relieve los mismos temas iconográficos que se ven en el acceso al templo. Poco tiempo había transcurrido del óbito de Ramón cuando los artífices llevaron su pontifical figura a uno de los capiteles de la venerable portada.
Pero en Roda se habla también de otra “celebridad”. Aquí llegó en 1979 la larga mano de Eric “el Belga”. El viento parece susurrar su nombre cuando los visitantes se acercan a alguna de aquellas ermitas perdidas en los altos valles pirenaicos. El “Belga” no se detuvo en miramientos y una noche entró en el templo y se llevó la silla y mitra del santo obispo, junto a otros objetos de la iglesia. Aunque, tiempo después, algunas piezas fueron recuperadas, eso sí, con diversas mutilaciones, las más quedaron desperdigadas por varios lugares o fueron a juntarse a la morada de Caco.
Los viajeros salen a la calle por la puerta del claustro. En la plaza, junto a las ruinas de un antiguo lagar de aceite, se conservan las de la torre de vigilancia del valle. La Torre Gorda está reducida a una sola planta subterránea y circular que hoy, Sábado de Gloria, hace las veces de santo sepulcro. En el centro, rodeado de un círculo de cirios y en la penumbra de la estancia, se dispone un crucificado yacente, velado por una imagen de la Purísima. De pronto, una placa les advierte que están en la plaza de Pons Sorolla, lo que les lleva a evocar la iglesia de Santa Marta, a las orillas de un Tera que ahora queda muy lejano.
Roda perdió su silla episcopal mucho antes que Eric se llevara la de San Ramón. Tras la conquista de Lérida, la sede dejó el Isábena y se fue al Segre. Es el sino de las pequeñas diócesis, de ahora y de siempre. Barbastro y Monzón acaban de tener también su semana de Pasión, que culminó el Viernes Santo al quedarse sin obispo, enviado a tierras riojanas. Son éstas, diócesis de supervivencia que, como Ciudad Rodrigo, esperan el milagro de la resurrección.
El Vero, más domesticado que en Alquézar, ciñe a Barbastro. Los viajeros esperaban encontrar un catedral como Dios manda, pero se equivocaron. En el interior, en uno de los brazos del crucero, se toparon con un camión de una empresa de montajes eléctricos. Los forasteros nunca habían visto una cosa así, pero bien pensado ya no se sorprenden. El camión se queda y el obispo se va; son los nuevos tiempos, las nuevas profanaciones. No será la única sorpresa. Lo que tampoco esperaban encontrarse era una fotografía en el centro de un retablo. La capilla de San Carlos está presidida por un retrato del obispo Florentino, asesinado en el inicio de la Guerra Civil junto con más de cien sacerdotes. No habrá tenido tiempo el cabildo para encargar un óleo, se dicen.
Atípica seo esta de Barbastro, muy abandonada por fuera y con un interior en penumbra, más parecido a un parque móvil que a un templo. Con este aspecto, no pueden por menos los visitantes de recordar años atrás la catedral de Coria, desangelada también desde que su pastor tomó rumbo a la capital de la provincia. Claro que allí no había vehículos y, a pesar, del abandono, se respiraba un aire de pasada grandeza. En Barbastro no. El lugar no invita, precisamente, al recogimiento.
Los viajeros abandonan aprisa la ciudad (enclave con mucha historia, sí, pero con poca memoria en su escaparate urbano) y se van en busca de Monzón y de su castillo templario. Pero tanto el castillo como la iglesia mayor, ahora convertida en concatedral, están cerrados. Normal, son las ocho de la tarde; hubieran venido a su hora. De Monzón tendrán que conformarse con la panorámica que se divisa desde la explanada de la fortaleza. Así que los visitantes se quedan con la memoria de Alquézar, de Roda y del Isábena con sus meandros, perdidas ambas en sus paisajes serranos y dejan Barbastro y Monzón al albur del Vero y del Cinca... y de la decisión de la Santa Sede.
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