Cuaderno romano (2)
EL LARGO SUEÑO
Con las reflexiones sobre la guerra de las estatuas bajan los viajeros del Campidoglio y buscan el Tíber. En su camino se encontrarán con el Teatro de Marcelo, más remozado, al menos en su exterior, que cuando lo vieron por primera vez hace casi veinte años. Después, por la vía Petrorelli bajarán en busca de los templos del Foro Boario. Allí debieron citarse las boyadas romanas, pues “Boario” significa precisamente “de los bueyes”. Recuerdan los viajeros que, después de la decadencia de la ciudad, a las antiguas ruinas del Foro romano y otras colindantes se les llamó “Campi di vaci”, pues en aquellos lugares, entre columnas y muros de piedra y ladrillo, pastaban los ganados.
Hoy el lugar está tomado por turistas, que se solazan o descansan en los alrededores de los reconstruidos templos. Las casas de las antiguas deidades conviven con las iglesias cristianas; en algunas, incluso, los espacios son los mismos y lo que cambió fue el culto. A menos de un tiro de piedra del templo circular se levanta la iglesia de Santa María in Cosmedin. A las siete de la tarde una larga cola de turistas espera pacientemente. Pero, curiosamente, no buscan su interior, por otra parte cerrado al ser domingo de Pascua; sólo les interesa penetrar en el atrio para introducir su mano en el interior de la “Boca de la veritá” que, a modo de gran clípeo, cuelga de uno de sus muros. De ella dice una antigua creencia popular que las fauces se cerraban y aprisionaban la mano de los que ocultaban la verdad, pero no se ha sabido de nadie que haya sido mordido por el pétreo mascarón. Si alguien lo fue, no quiso contarlo, no fuera a pasar por mentiroso.
Los viajeros no se quedan a comprobar la sinceridad de sus palabras y van en busca del río. El Tíber baja bravío y revuelto, encauzado por altos muros, serpenteando la ciudad. Tan domesticado está que por quedar no quedan ni cañaverales donde pudiera varar la cesta de los gemelos engendrados por Marte y paridos por la vestal; tampoco se oyen aullidos lobunos que bajen del Capitolio. Así que, ensoñaciones al margen, será mejor acercarse al Circo Máximo y trasladar la imagen del celuloide con Ben-Hur y Mesala compitiendo por la gloria. La larga spina divide en dos el espacio como si fuera la columna vertebral de un gigante recostado. Pero tampoco allí hay bigas ni cuádrigas. Ahora son los vehículos a motor los que parecen competir fuera del recinto en una loca y eterna carrera sin principio ni final. Pero en aquella no habrá coronas de laurel ni vítores para los héroes. El Circo Máximo dormita el largo sueño de la historia. Convertido en un inmenso y verde paseo, tan sólo la carrera de unos galgos parece haber tomado el relevo a los caballos.
Por la vía de San Gregorio, llegan de nuevo los andarines al arco de Constantino. El cielo se ha ido cerrando cada vez más y tornándose de color gris oscuro. Pronto llueve. Como otra mucha gente, los viajeros se cobijan bajo un metálico andamio de tres pisos, con las planchas agujereadas, por las que se ve el cielo y se cuela la lluvia. Cuando ésta remite, tomarán la vía de los Foros Imperiales y casi entre dos luces, llegarán a los dominios de los mercados de Trajano y su colosal columna. Allí se encontrarán con una pareja de españoles con la que coincidieron en el traslado del aeropuerto a la ciudad. Será que Roma, como centro del mundo, es también un pañuelo. Lo comprobarán al día siguiente cuando, en el mismo hotel, se den, casi de bruces, con el director de un instituto de Zamora, colega de profesión.
Pero estábamos junto a la columna trajana, ahora despejada de andamiajes. La verdad es que tiempo han tenido los romanos, después de veinte años, de retirarlos. Un gato, que deambula por los alrededores, parece ser el guardián del monumento. Por él, aquí en Roma, como en Óbidos, pasan mansas las últimas tardes de marzo, en espera de abril florido. El pedestal, que sujeta la columna, anuncia el mensaje militar de tan osada obra, plagado, como está, de panoplias en relieve. En el grueso fuste se labraron las campañas del emperador en el Danubio. Próximo a la basa, el gran río, representado en forma humana, a la manera del Nilo del Vaticano o del Tíber del Louvre, parece querer incorporarse, como si quisiera detener el avance de los hijos de Marte y, con ellos, el de la romanidad, o quizás impulsarlo. Los soldados fortifican las defensas y combaten con los dacios. Pero Trajano ya no está allí, sólo su nombre permanece. Tal vez su espíritu se mudó de nuevo a Hispania, a las campiñas de su local Itálica, después que en el siglo XIV la iglesia romana le descabezara de lo alto de la columna y pusiera en su lugar la estatua de San Pedro. El poder, ya se sabe, es así, de quita y pon.
Por José I. Martín Benito
Con las reflexiones sobre la guerra de las estatuas bajan los viajeros del Campidoglio y buscan el Tíber. En su camino se encontrarán con el Teatro de Marcelo, más remozado, al menos en su exterior, que cuando lo vieron por primera vez hace casi veinte años. Después, por la vía Petrorelli bajarán en busca de los templos del Foro Boario. Allí debieron citarse las boyadas romanas, pues “Boario” significa precisamente “de los bueyes”. Recuerdan los viajeros que, después de la decadencia de la ciudad, a las antiguas ruinas del Foro romano y otras colindantes se les llamó “Campi di vaci”, pues en aquellos lugares, entre columnas y muros de piedra y ladrillo, pastaban los ganados.
Hoy el lugar está tomado por turistas, que se solazan o descansan en los alrededores de los reconstruidos templos. Las casas de las antiguas deidades conviven con las iglesias cristianas; en algunas, incluso, los espacios son los mismos y lo que cambió fue el culto. A menos de un tiro de piedra del templo circular se levanta la iglesia de Santa María in Cosmedin. A las siete de la tarde una larga cola de turistas espera pacientemente. Pero, curiosamente, no buscan su interior, por otra parte cerrado al ser domingo de Pascua; sólo les interesa penetrar en el atrio para introducir su mano en el interior de la “Boca de la veritá” que, a modo de gran clípeo, cuelga de uno de sus muros. De ella dice una antigua creencia popular que las fauces se cerraban y aprisionaban la mano de los que ocultaban la verdad, pero no se ha sabido de nadie que haya sido mordido por el pétreo mascarón. Si alguien lo fue, no quiso contarlo, no fuera a pasar por mentiroso.
Los viajeros no se quedan a comprobar la sinceridad de sus palabras y van en busca del río. El Tíber baja bravío y revuelto, encauzado por altos muros, serpenteando la ciudad. Tan domesticado está que por quedar no quedan ni cañaverales donde pudiera varar la cesta de los gemelos engendrados por Marte y paridos por la vestal; tampoco se oyen aullidos lobunos que bajen del Capitolio. Así que, ensoñaciones al margen, será mejor acercarse al Circo Máximo y trasladar la imagen del celuloide con Ben-Hur y Mesala compitiendo por la gloria. La larga spina divide en dos el espacio como si fuera la columna vertebral de un gigante recostado. Pero tampoco allí hay bigas ni cuádrigas. Ahora son los vehículos a motor los que parecen competir fuera del recinto en una loca y eterna carrera sin principio ni final. Pero en aquella no habrá coronas de laurel ni vítores para los héroes. El Circo Máximo dormita el largo sueño de la historia. Convertido en un inmenso y verde paseo, tan sólo la carrera de unos galgos parece haber tomado el relevo a los caballos.
Por la vía de San Gregorio, llegan de nuevo los andarines al arco de Constantino. El cielo se ha ido cerrando cada vez más y tornándose de color gris oscuro. Pronto llueve. Como otra mucha gente, los viajeros se cobijan bajo un metálico andamio de tres pisos, con las planchas agujereadas, por las que se ve el cielo y se cuela la lluvia. Cuando ésta remite, tomarán la vía de los Foros Imperiales y casi entre dos luces, llegarán a los dominios de los mercados de Trajano y su colosal columna. Allí se encontrarán con una pareja de españoles con la que coincidieron en el traslado del aeropuerto a la ciudad. Será que Roma, como centro del mundo, es también un pañuelo. Lo comprobarán al día siguiente cuando, en el mismo hotel, se den, casi de bruces, con el director de un instituto de Zamora, colega de profesión.
Pero estábamos junto a la columna trajana, ahora despejada de andamiajes. La verdad es que tiempo han tenido los romanos, después de veinte años, de retirarlos. Un gato, que deambula por los alrededores, parece ser el guardián del monumento. Por él, aquí en Roma, como en Óbidos, pasan mansas las últimas tardes de marzo, en espera de abril florido. El pedestal, que sujeta la columna, anuncia el mensaje militar de tan osada obra, plagado, como está, de panoplias en relieve. En el grueso fuste se labraron las campañas del emperador en el Danubio. Próximo a la basa, el gran río, representado en forma humana, a la manera del Nilo del Vaticano o del Tíber del Louvre, parece querer incorporarse, como si quisiera detener el avance de los hijos de Marte y, con ellos, el de la romanidad, o quizás impulsarlo. Los soldados fortifican las defensas y combaten con los dacios. Pero Trajano ya no está allí, sólo su nombre permanece. Tal vez su espíritu se mudó de nuevo a Hispania, a las campiñas de su local Itálica, después que en el siglo XIV la iglesia romana le descabezara de lo alto de la columna y pusiera en su lugar la estatua de San Pedro. El poder, ya se sabe, es así, de quita y pon.
Fotos: Arco de Tito (grabado de Piranesi); Boca de la Verdad, Arco de Constantino y relieve del emperador Trajano.
Etiquetas: Cuaderno del Este, Cuaderno romano
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home