Cuaderno napolitano (1)
CAOS
Por José I. Martín Benito
Por José I. Martín Benito
Los viajeros no recuerdan haber visto una ciudad tan sucia, ni tan ruidosa, como Nápoles. Por las aceras y las calles se esparcen bolsas, papeles y desperdicios. El suelo está negro y pegajoso.
Un ir y venir de automóviles y motocicletas pueblan el enjambre de Piazza Garibaldi. Los recién llegados han tomado un taxi para ir al hotel. El taxista, impaciente por la aglomeración del tráfico, gira de pronto a la derecha buscando un atajo e introduce el vehículo por dirección prohibida, ante las miradas de asombro de los pasajeros. Lo hará en dos ocasiones, aorillándose al cruzarse con los que circulan en el sentido correcto. Pero no es el único. Los viajeros comprobaran luego que esta maniobra debe estar a la orden del día. Los conductores tampoco parecen respetar los pasos de peatones, muchos de ellos semiborrados. Por su parte, los viandantes atraviesan la calzada por doquier, por lo que los pasos son aquí más un testimonio ornamental que una vía para cruzar. Llegar a la terminal de autobuses, en pleno centro de la plaza Garibaldi y rodeada del caos circulatorio, es toda una aventura y, sobre todo, una prueba de habilidad peatonal. Tampoco los autobuses gozan de señales fijas de identificación ni de reservas de estacionamiento, de modo que si uno quiere encontrar el suyo deberá dirigirse a lo que llaman “oficina de información” y allí le indicarán, señalando con la mano, la zona de la plaza donde se puede localizar.
Una hora después de su llegada a la Estación Central, los visitantes medirán con sus propios pies el Corso Umberto I y bajarán hasta la Piazza del Municipio para contemplar, entre dos luces, el imponente Castel Nuovo, que se yergue sobre la bahía y el puerto. Lo rodearán por completo y sólo encontrarán un sitio accesible: la puerta que, a modo de arco de triunfo, mandó levantar Alfonso el Magnánimo, a mediados del siglo XV, cuando los aragoneses señoreaban la ciudad y el sur de Italia. Por ahora la silueta y la entrada sólo las fijan en su retina; tiempo tendrán otro día de traspasar la triunfal entrada.
De regreso al hotel buscan desesperadamente una heladería, que no encuentran, y eso a pesar de la fama que tienen los helados italianos, como pudieron comprobar días antes en Roma. Con lo que sí se toparon de manera inesperada en un escaparate -¡en plena semana de Pascua!- fue con un “nacimiento”; tal vez, para recordar que fue en Nápoles donde surgieron los “belenes” o que desde allí vinieron a España por el siglo XVIII.
El Corso, una de las arterias principales de la ciudad, está llena de tiendas y de gente, con decenas de puestos callejeros que invaden las aceras y casi se topan con los comercios oficiales. Hay un contraste entre los establecimientos fijos y los ambulantes, al menos en la iluminación y en la distribución y el muestrario de sus productos, también entre la pulcritud de los espacios interiores con la suciedad del exterior, pero tanto un comercio como otro parece que se han acostumbrado a convivir en vecindad.
Las fachadas de los edificios están desvencijadas, oscuras, con jirones de pintura suelta. No parece que el espíritu napolitano esté por remozarlas, toda vez que a lo largo de la vía no se perciben pioneras señales que marquen el camino a seguir.
Pese a todo, cierto aire de renovación observarán en el entorno del Palazzo Real y de la galería Umberto I. Pero este es el Nápoles racionalista y borbónico; el auténtico corazón napolitano está entre las vías de Toledo, Foria, Carbonara y el Corso Garibaldi, y allí reina el caos. Se trata eso sí, de un caos alegre, bullicioso, sureño, temperamental y vesubiano; de un caos, en suma, dentro de un orden.
Un ir y venir de automóviles y motocicletas pueblan el enjambre de Piazza Garibaldi. Los recién llegados han tomado un taxi para ir al hotel. El taxista, impaciente por la aglomeración del tráfico, gira de pronto a la derecha buscando un atajo e introduce el vehículo por dirección prohibida, ante las miradas de asombro de los pasajeros. Lo hará en dos ocasiones, aorillándose al cruzarse con los que circulan en el sentido correcto. Pero no es el único. Los viajeros comprobaran luego que esta maniobra debe estar a la orden del día. Los conductores tampoco parecen respetar los pasos de peatones, muchos de ellos semiborrados. Por su parte, los viandantes atraviesan la calzada por doquier, por lo que los pasos son aquí más un testimonio ornamental que una vía para cruzar. Llegar a la terminal de autobuses, en pleno centro de la plaza Garibaldi y rodeada del caos circulatorio, es toda una aventura y, sobre todo, una prueba de habilidad peatonal. Tampoco los autobuses gozan de señales fijas de identificación ni de reservas de estacionamiento, de modo que si uno quiere encontrar el suyo deberá dirigirse a lo que llaman “oficina de información” y allí le indicarán, señalando con la mano, la zona de la plaza donde se puede localizar.
Una hora después de su llegada a la Estación Central, los visitantes medirán con sus propios pies el Corso Umberto I y bajarán hasta la Piazza del Municipio para contemplar, entre dos luces, el imponente Castel Nuovo, que se yergue sobre la bahía y el puerto. Lo rodearán por completo y sólo encontrarán un sitio accesible: la puerta que, a modo de arco de triunfo, mandó levantar Alfonso el Magnánimo, a mediados del siglo XV, cuando los aragoneses señoreaban la ciudad y el sur de Italia. Por ahora la silueta y la entrada sólo las fijan en su retina; tiempo tendrán otro día de traspasar la triunfal entrada.
De regreso al hotel buscan desesperadamente una heladería, que no encuentran, y eso a pesar de la fama que tienen los helados italianos, como pudieron comprobar días antes en Roma. Con lo que sí se toparon de manera inesperada en un escaparate -¡en plena semana de Pascua!- fue con un “nacimiento”; tal vez, para recordar que fue en Nápoles donde surgieron los “belenes” o que desde allí vinieron a España por el siglo XVIII.
El Corso, una de las arterias principales de la ciudad, está llena de tiendas y de gente, con decenas de puestos callejeros que invaden las aceras y casi se topan con los comercios oficiales. Hay un contraste entre los establecimientos fijos y los ambulantes, al menos en la iluminación y en la distribución y el muestrario de sus productos, también entre la pulcritud de los espacios interiores con la suciedad del exterior, pero tanto un comercio como otro parece que se han acostumbrado a convivir en vecindad.
Las fachadas de los edificios están desvencijadas, oscuras, con jirones de pintura suelta. No parece que el espíritu napolitano esté por remozarlas, toda vez que a lo largo de la vía no se perciben pioneras señales que marquen el camino a seguir.
Pese a todo, cierto aire de renovación observarán en el entorno del Palazzo Real y de la galería Umberto I. Pero este es el Nápoles racionalista y borbónico; el auténtico corazón napolitano está entre las vías de Toledo, Foria, Carbonara y el Corso Garibaldi, y allí reina el caos. Se trata eso sí, de un caos alegre, bullicioso, sureño, temperamental y vesubiano; de un caos, en suma, dentro de un orden.
Foto: Piazza del Plebiscito, con la estatura de Carlos III, rey de Nápoles. Vía Toledo.
Etiquetas: Cuaderno del Este, Cuaderno napolitano
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