El viaje del magistral (1)
CARPURIAS
Por José I. Martín Benito *
* Trabajo premiado en el Certamen "Cuentos peregrinos", convocado por la Fundación "Ramos de Castro", en 2006.
Por José I. Martín Benito *
En el nombre de Dios todopoderoso, Padre e Hijo y Espíritu Santo, una esencia y divinidad y en el nombre de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero y Redentor universal del mundo, amén.
Entre las muchas andanzas que he tenido a lo largo de mi dilatada vida, recuerdo ahora, cuando me dispongo a entregar mi alma al Altísimo, las que me acaecieron en el año del Señor de 1553, cuando por mandado de su señoría, don Pedro de Acuña y Avellaneda, obispo de Astorga, realicé una visita a las tierras que están al sur de este obispado.
Partí de la ciudad una fría mañana del mes de enero con destino a Santa Marta de Riba de Tera, que es señorío de su ilustrísima, con el fin de supervisar las obras de la casa que allí se levantaba.
El viaje no lo hacía sólo, pues me acompañaba uno de los mozos de coro de la catedral, natural de Tardemézar, en el val de Vidriales. En su compañía, y con dos recias mulas del país, hicimos el viaje sin contratiempo alguno en dos jornadas, pasando la primera noche en el monasterio que los monjes benitos tienen en las cercanías de San Esteban de Nogales.
Apenas si tuvimos tiempo de visitar la iglesia y los sepulcros de los notables benefactores de aquella casa, pues la comunidad estaba de luto por la muerte del abad, ocurrida una semana antes.
Así que, respetando el dolor de los hermanos, no quisimos importunar más con nuestra presencia y, a la mañana siguiente, nos encaminamos a nuestro destino.
En poco más de una hora de marcha atravesamos la serranía de Carpurias y avistamos el valle desde las cumbres de Villageriz, que es una pequeña aldea sita en la parte baja del monte. Al pasar por Rosinos, que dista una legua corta de Villageriz, mi acompañante me contó cómo en aquellos parajes los labradores encontraban a menudo monedas y fragmentos de vasijas, por lo que se decía que allí estaba una antigua ciudad de los tiempos de los moros, a la que llamaban Sansueña.
Sería mediada la mañana cuando llegamos a Tardemézar, donde Alonsillo, el mozo, pudo con gran regocijo abrazar a sus padres y hermanos, sorprendidos por tan inesperada visita.
Como los días de enero son cortos y fríos, nos apresuramos a continuar nuestro viaje, apenas acabado el almuerzo, y poder así salvar las casi dos leguas que separan Tardemézar de San Marta. La tarde era fría y, aunque el sol todavía era alto, soplaba el cierzo, por lo que encogidos en nuestros capotes apenas si cruzamos dos palabras antes de llegar a nuestro destino.
Entre las muchas andanzas que he tenido a lo largo de mi dilatada vida, recuerdo ahora, cuando me dispongo a entregar mi alma al Altísimo, las que me acaecieron en el año del Señor de 1553, cuando por mandado de su señoría, don Pedro de Acuña y Avellaneda, obispo de Astorga, realicé una visita a las tierras que están al sur de este obispado.
Partí de la ciudad una fría mañana del mes de enero con destino a Santa Marta de Riba de Tera, que es señorío de su ilustrísima, con el fin de supervisar las obras de la casa que allí se levantaba.
El viaje no lo hacía sólo, pues me acompañaba uno de los mozos de coro de la catedral, natural de Tardemézar, en el val de Vidriales. En su compañía, y con dos recias mulas del país, hicimos el viaje sin contratiempo alguno en dos jornadas, pasando la primera noche en el monasterio que los monjes benitos tienen en las cercanías de San Esteban de Nogales.
Apenas si tuvimos tiempo de visitar la iglesia y los sepulcros de los notables benefactores de aquella casa, pues la comunidad estaba de luto por la muerte del abad, ocurrida una semana antes.
Así que, respetando el dolor de los hermanos, no quisimos importunar más con nuestra presencia y, a la mañana siguiente, nos encaminamos a nuestro destino.
En poco más de una hora de marcha atravesamos la serranía de Carpurias y avistamos el valle desde las cumbres de Villageriz, que es una pequeña aldea sita en la parte baja del monte. Al pasar por Rosinos, que dista una legua corta de Villageriz, mi acompañante me contó cómo en aquellos parajes los labradores encontraban a menudo monedas y fragmentos de vasijas, por lo que se decía que allí estaba una antigua ciudad de los tiempos de los moros, a la que llamaban Sansueña.
Sería mediada la mañana cuando llegamos a Tardemézar, donde Alonsillo, el mozo, pudo con gran regocijo abrazar a sus padres y hermanos, sorprendidos por tan inesperada visita.
Como los días de enero son cortos y fríos, nos apresuramos a continuar nuestro viaje, apenas acabado el almuerzo, y poder así salvar las casi dos leguas que separan Tardemézar de San Marta. La tarde era fría y, aunque el sol todavía era alto, soplaba el cierzo, por lo que encogidos en nuestros capotes apenas si cruzamos dos palabras antes de llegar a nuestro destino.
(Continuará...)
* Trabajo premiado en el Certamen "Cuentos peregrinos", convocado por la Fundación "Ramos de Castro", en 2006.
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