El viaje del magistral (4)
FALSOS CLÉRIGOS
Fue allí donde conocí a dos peregrinos italianos, clérigos como yo, vasallos de la serenísima república de Venecia, los cuales habiendo salido de su tierra como capellanes de unas embarcaciones, sufrieron gran temporal y naufragaron cerca de las costas de Cartagena. En aquel percance se encomendaron al apóstol Santiago y luego, habiendo sido salvos, emprendieron camino para cumplir su voto. Y a Benavente llegaron, luego de haber tomado en Madrid el real camino de Galicia. Subsistían, según me dijeron, con el estipendio de sus misas, pero por el ser camino largo, los víveres caros y las limosnas pocas, tenían que recurrir a la ayuda de costa de los propios de las villas por las que pasaban; y así iban haciendo el camino, decían, que era su ansia llegar a Santiago.
Por aplacar su miseria y conmoviéndome su relato, abrí mi bolsa y les di algunas monedas. Nunca lo hubiera hecho, pues ello me traería grandes disgustos, como contaré a continuación.
Sólo me detuve una jornada y media en Benavente, el tiempo justo para visitar el castillo de su excelencia -que es bello en grado sumo- y presentar mis respetos al abad y cabildo de San Vicente, que están en la iglesia mayor.
Así que, a primera hora de la tarde, salí por la puerta de San Antón en dirección a Villabrázaro, que es una aldea a poco más de una legua de Benavente. El camino atraviesa un monte poblado de encinas y jaras, al que dicen Mosteruelo, lugar propicio para emboscadas, como a mí me pasó.
Fue el caso que, al poco de adentrarme en este monte, me alcanzaron los dos presbíteros venecianos, de lo que hube en principio gran contento, pues siempre era mejor hacer el viaje en compañía que en solitario. ¡Infeliz de mí!; cuando estábamos en medio de la espesura, uno de ellos, el más fuerte, se abalanzó sobre mí y me derribó de la mula, reduciéndome y, con la ayuda del otro, me llevó a una encina, donde me ataron y me quitaron la bolsa, poniendo rápidamente los pies, nunca mejor dicho, en “polvorosa”. Y fue todo ello en poco tiempo. De nada me sirvieron los gritos y las invocaciones o “diosmevalgas”, que allí me quedé por espacio de tres horas, atado al árbol, sin mula y sin bolsa. Y así, me acordaba de Alonsillo, que de no haber sucumbido a los encantos de la moza de Santibáñez, estaría de regreso conmigo hacia Astorga, a la que habríamos viajado juntos mucho más seguros. Pero, Alonsillo y su ninfa estarían Dios sabe dónde y yo era el caso que estaba dentro de aquel monte, sin poder moverme, sintiendo ya la helada que se avecinaba, sin más refugio que la copa de la encina. Y allí habría permanecido toda la noche, si no fuera por un pastor, que al pasar por allí con su rebaño y oír mis gritos, me auxiliara y me ofreciera su choza para pasar la noche.
Y hoy, cuando han transcurrido más de veinte años de aquellos sucesos y a la memoria me vienen estos recuerdos, me entra un escalofrío y miro a mí alrededor, por temor de encontrarme con aquellos falsos clérigos.
Por aplacar su miseria y conmoviéndome su relato, abrí mi bolsa y les di algunas monedas. Nunca lo hubiera hecho, pues ello me traería grandes disgustos, como contaré a continuación.
Sólo me detuve una jornada y media en Benavente, el tiempo justo para visitar el castillo de su excelencia -que es bello en grado sumo- y presentar mis respetos al abad y cabildo de San Vicente, que están en la iglesia mayor.
Así que, a primera hora de la tarde, salí por la puerta de San Antón en dirección a Villabrázaro, que es una aldea a poco más de una legua de Benavente. El camino atraviesa un monte poblado de encinas y jaras, al que dicen Mosteruelo, lugar propicio para emboscadas, como a mí me pasó.
Fue el caso que, al poco de adentrarme en este monte, me alcanzaron los dos presbíteros venecianos, de lo que hube en principio gran contento, pues siempre era mejor hacer el viaje en compañía que en solitario. ¡Infeliz de mí!; cuando estábamos en medio de la espesura, uno de ellos, el más fuerte, se abalanzó sobre mí y me derribó de la mula, reduciéndome y, con la ayuda del otro, me llevó a una encina, donde me ataron y me quitaron la bolsa, poniendo rápidamente los pies, nunca mejor dicho, en “polvorosa”. Y fue todo ello en poco tiempo. De nada me sirvieron los gritos y las invocaciones o “diosmevalgas”, que allí me quedé por espacio de tres horas, atado al árbol, sin mula y sin bolsa. Y así, me acordaba de Alonsillo, que de no haber sucumbido a los encantos de la moza de Santibáñez, estaría de regreso conmigo hacia Astorga, a la que habríamos viajado juntos mucho más seguros. Pero, Alonsillo y su ninfa estarían Dios sabe dónde y yo era el caso que estaba dentro de aquel monte, sin poder moverme, sintiendo ya la helada que se avecinaba, sin más refugio que la copa de la encina. Y allí habría permanecido toda la noche, si no fuera por un pastor, que al pasar por allí con su rebaño y oír mis gritos, me auxiliara y me ofreciera su choza para pasar la noche.
Y hoy, cuando han transcurrido más de veinte años de aquellos sucesos y a la memoria me vienen estos recuerdos, me entra un escalofrío y miro a mí alrededor, por temor de encontrarme con aquellos falsos clérigos.
(Continuará...)
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