La Crónica de Benavente
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martes, enero 14, 2014
IMPRESIONES
Tres largos años ha estado este blog inactivo. El último post es de 6 de octubre de 2010. El que ahora se reabra, nada tiene que ver con que hemos entrado en nuevo año, pues ha habido eneros suficientes para considerar la reapertura de esta ventana. La causa del despertar ha sido un libro. Y es que, a veces, abrimos uno y el pasado sale a nuestro encuentro. Lo hizo esta vez en forma de una cuartilla manuscrita, doblada, que estaba dentro de una edición de bolsillo de la obra de Yves Bottineau "El Camino de Santiago". El libro lo compré en Benavente el 18 de septiembre de 1985, pero el manuscrito está fechado en Salamanca, un jueves 12 de marzo de 1981. En algún momento que no recuerdo debí toparme con aquellas notas y guardarlas en el cofre libresco. Ello me hace pensar si no habrán corrido la misma suerte otras hojas o apuntes de una época en la que era más dado a dejar escritas mis reflexiones -no se si literarias-, tanto en prosa como en verso.
El texto localizado y sellado por las páginas del libro de Bottinau está en bruto, con tachaduras que han rectificado una frase o un pensamiento. No lleva título, pero, ahora que lo he encontrado y releído, lo he bautizado con el nombre que encabeza este post. Ahí va, en bruto y sin pulir, tal como fue escrito hace 33 años.
Cuando la caída de la tarde
trajera proyectando la inmensa nube de vapor que se expandía a intervalos de
distancia, la vieja campana de la torre neoclásica anunciaba, jadeante, la
llegada momentánea de la sombra en el inmenso espacio acostumbrado.
Lenta y pausadamente la masa
deseosa de espacio congelado, extendía sus húmedas formas diminutas, bañando
los barbechos de polvo de unas horas, surcando los contornos de campos
indecisos, bebiendo de su aire la atmósfera de luces, para poder vislumbrar la
noche que volvía.
Mientras la niebla extiende
su destino, unos ecos de otoño respiran a lo lejos las últimas palabras del día
que agoniza, al tiempo que palpita un corazón más fuerte, amparado entre los
bancos de agua aprisionada que, ahora, feudatarios, imponen su criterio.
Es ahora el tiempo de otras
luces que vienen al combate sedientas de victoria, conscientes pese a todo de
su relevo inútil, de su infortunio e impotencia por ser minoritarias.
Es la hora de siempre,
cuando duermen los genios, creando el aeroplano que proyecte a otro medio la
experiencia de un sueño que es distinto, de un sueño que en la sombra purifica
las ansias de un especio inmenso.
El grueso del ejército como
todos los días retorna a su descanso nocturno, merecido, para poder alentar las
fuerzas imposibles, rápido destierro de las horas negras que han gozado del
tiempo permitido.
Pero mientras tenía lugar
una nueva escaramuza que habría de llevar irreversiblemente al retorno de los
astros blancos, se dejaba oír, entrecortado, el aleteo de las lechuzas que,
constantes, pululaban por la aldea; se dejaban oír las carreras sigilosas de
los pequeños carnívoros nocturnos que buscaban su comida en los tejados; se
dejaba oír, también, al lado de las
casas, el forcejeo de los cuerpos deseados y el llanto de los niños que temían
la llegada inexacta de un fantasma.
José Ignacio Martín Benito. Salamanca,
jueves, 12 marzo 1981
miércoles, octubre 06, 2010
Crónica asturiana
PEÑATU Y LA MEMORIA RECOBRADA
Por José Ignacio Martín Benito*
La memoria se pierde en el corazón asturiano. Han venido los viajeros hasta las Puertas de Vidiago buscando el paso a una dimensión escondida, donde anida el recuerdo del viejo profesor.
Al pie de la carretera de Santander les sale al paso la ansiada indicación y, poco después, un moderno contenedor, de hormigón visto, que pretende mostrar a las gentes de hoy el modo de vivir de los que habitaron estos parajes hace cuatro mil años.
El tiempo apremia y los visitantes toman el camino que les conduce a la idolatrada peña. La subida a pie, por una senda empinada y húmeda, se hace interminable, sobre todo en el último tramo, quebrado y resbaladizo. A lo largo de la ruta, varios mojones señalan la distancia en metros, pero no en altura.
La imponente roca domina dos valles y cobija los grabados y pinturas prehistóricas, eso sí, cristianizadas sabe Dios cuándo. En torno al peñasco, norte y sur se dan la mano; el primero se abre a la llanura inquieta del Cantábrico, mientras que el segundo permanece escoltado por las altas cumbres. El mar y la montaña han arropado durante milenios la memoria perdida de quienes hollaron los bosques del litoral, mucho antes que llegaran los trasgos y las chanas, los astures y don Pelayo.
Pero la memoria no es sino una ensoñación. Los viajeros lo comprueban cuando el guía afirma desconocer la figura del profesor Jordá, insigne estudioso del arte prehistórico asturiano, al que aquellos recuerdan con honda gratitud. Mejor sitio imposible para evocar al maestro y, por eso, los viajeros refieren al guía el cariñoso comentario que Gómez-Tabanera hacía de don Francisco: “Paco es un arqueólogo tan serio, que al ídolo de Peña Tú, lo trata de Peña Usté”.
Tratamientos aparte, los recuerdos retroceden más de cinco lustros y, de pronto, vienen a la memoria las imágenes de Navia y Luarca, de Coaña y Mohías, del viaje desde Salamanca con don Paco y doña Carmen y la entrada en Asturias por el puerto de Leitariegos, antes de llegar a la Pola de Allende para hurgar las entrañas del castro de San Chuis y dominar el mar de nubes desde el prominente cerro.
Hoy Asturias muestra su pasado prehistórico a los turistas, en las cuevas de El Buxu y Tito Bustillo, en el dolmen bajo la ermita de Cangas de Onís y también en esta desnuda Peña de Vidiago. Bloques pétreos, modelados por la mano humana, que compiten con los menhires naturales que emergen en la playa de Toró y con los “cubos de la memoria” del muelle de Llanes.
Estos, los de Ibarrola, son la memoria fragmentada, como las piezas de un puzzle difícil de encajar. Acaso habría que pedir a los artistas que diseñaran, si fueran capaces de concentrar los recuerdos, un nuevo y gran contenedor, que guardara los pasos perdidos y reencontrados en la larga cadena de la Historia.
Pero los hombres, ya se sabe, fracasan en la construcción de arcas. La de Noé sólo fue una solución coyuntural que, concluido el diluvio, quedó varada en la cumbre de un monte desconocido; otra, la de la Alianza, fue saqueada en nombre de la civilización romana. Poco sirvió que quedara su imagen grabada en los muros del arco de Tito, pues el templo de Salomón fue destruido, dando así principio a una nueva diáspora de las gentes de Judea.
Los asturianos saben también mucho de hacer las maletas, cruzar el charco y volver a la patria, enriquecidos los pocos y mojados los más. La memoria de aquella gesta permanece en Llanes en las casas de indianos; pero también aquí, los recuerdos se resquebrajan y algunos inmuebles apenas soportan el paso del tiempo y del olvido. El esplendor y la decadencia se tornan en esta villa del oriente asturiano, que ha visto ahora en el turismo una de las panaceas a su nueva prosperidad.
Recobrar la memoria, ese es el reto. Enlazar pasado y presente con el tiempo por venir. Como en las pirámides, desde lo alto del Peñatu, cuarenta siglos nos contemplan.
* Sábado, 8 de agosto de 2009.
La memoria se pierde en el corazón asturiano. Han venido los viajeros hasta las Puertas de Vidiago buscando el paso a una dimensión escondida, donde anida el recuerdo del viejo profesor.
Al pie de la carretera de Santander les sale al paso la ansiada indicación y, poco después, un moderno contenedor, de hormigón visto, que pretende mostrar a las gentes de hoy el modo de vivir de los que habitaron estos parajes hace cuatro mil años.
El tiempo apremia y los visitantes toman el camino que les conduce a la idolatrada peña. La subida a pie, por una senda empinada y húmeda, se hace interminable, sobre todo en el último tramo, quebrado y resbaladizo. A lo largo de la ruta, varios mojones señalan la distancia en metros, pero no en altura.
La imponente roca domina dos valles y cobija los grabados y pinturas prehistóricas, eso sí, cristianizadas sabe Dios cuándo. En torno al peñasco, norte y sur se dan la mano; el primero se abre a la llanura inquieta del Cantábrico, mientras que el segundo permanece escoltado por las altas cumbres. El mar y la montaña han arropado durante milenios la memoria perdida de quienes hollaron los bosques del litoral, mucho antes que llegaran los trasgos y las chanas, los astures y don Pelayo.
Pero la memoria no es sino una ensoñación. Los viajeros lo comprueban cuando el guía afirma desconocer la figura del profesor Jordá, insigne estudioso del arte prehistórico asturiano, al que aquellos recuerdan con honda gratitud. Mejor sitio imposible para evocar al maestro y, por eso, los viajeros refieren al guía el cariñoso comentario que Gómez-Tabanera hacía de don Francisco: “Paco es un arqueólogo tan serio, que al ídolo de Peña Tú, lo trata de Peña Usté”.
Tratamientos aparte, los recuerdos retroceden más de cinco lustros y, de pronto, vienen a la memoria las imágenes de Navia y Luarca, de Coaña y Mohías, del viaje desde Salamanca con don Paco y doña Carmen y la entrada en Asturias por el puerto de Leitariegos, antes de llegar a la Pola de Allende para hurgar las entrañas del castro de San Chuis y dominar el mar de nubes desde el prominente cerro.
Hoy Asturias muestra su pasado prehistórico a los turistas, en las cuevas de El Buxu y Tito Bustillo, en el dolmen bajo la ermita de Cangas de Onís y también en esta desnuda Peña de Vidiago. Bloques pétreos, modelados por la mano humana, que compiten con los menhires naturales que emergen en la playa de Toró y con los “cubos de la memoria” del muelle de Llanes.
Estos, los de Ibarrola, son la memoria fragmentada, como las piezas de un puzzle difícil de encajar. Acaso habría que pedir a los artistas que diseñaran, si fueran capaces de concentrar los recuerdos, un nuevo y gran contenedor, que guardara los pasos perdidos y reencontrados en la larga cadena de la Historia.
Pero los hombres, ya se sabe, fracasan en la construcción de arcas. La de Noé sólo fue una solución coyuntural que, concluido el diluvio, quedó varada en la cumbre de un monte desconocido; otra, la de la Alianza, fue saqueada en nombre de la civilización romana. Poco sirvió que quedara su imagen grabada en los muros del arco de Tito, pues el templo de Salomón fue destruido, dando así principio a una nueva diáspora de las gentes de Judea.
Los asturianos saben también mucho de hacer las maletas, cruzar el charco y volver a la patria, enriquecidos los pocos y mojados los más. La memoria de aquella gesta permanece en Llanes en las casas de indianos; pero también aquí, los recuerdos se resquebrajan y algunos inmuebles apenas soportan el paso del tiempo y del olvido. El esplendor y la decadencia se tornan en esta villa del oriente asturiano, que ha visto ahora en el turismo una de las panaceas a su nueva prosperidad.
Recobrar la memoria, ese es el reto. Enlazar pasado y presente con el tiempo por venir. Como en las pirámides, desde lo alto del Peñatu, cuarenta siglos nos contemplan.
* Sábado, 8 de agosto de 2009.
Fotos: Peñatu (Vidiago);Cubos de la memoria (Llanes).
Etiquetas: Crónica asturiana
viernes, junio 25, 2010
En la muerte de Saramago
BRAZOS Y LIBROS
José I. Martín Benito
Si hay un miembro del cuerpo humano que ha sido decisivo en la historia de Humanidad, ese ha sido el brazo. Desde que los homínidos se liberaron del caminar a cuatro patas y comenzaron a utilizar las extremidades anteriores para algo más que para llevarse el alimento a la boca, el brazo no ha parado de evolucionar. Lo ha hecho en el manejo de artefactos, en la construcción de edificios, en la ejecución de primorosas obras de arte.
Respecto al manejo de objetos, pacíficos unos y bélicos otros, el brazo ha sostenido cayados de pastor, azadas de labriegos, bordones de caminante, punzones, estilos, cálamos y plumas para escribir, banderas, pendones y estandartes para levantar, espadas y armas de todo tipo para pelear... El hombre ha blandido la espada como una prolongación del brazo, un más allá armado y afilado con el que golpear o herir al enemigo.
El brazo se levanta, armado o no, como amenaza; también como saludo, generalmente militar o paramilitar. Enfundado en un guante, alzando el puño y bajando la cabeza fue un acto reivindicativo de los atletas negros estadounidenses en los juegos olímpicos de México en 1968, que protestaron así contra la tensión racial que se vivía en su país.
Lo que habíamos visto pocas veces es esgrimir un libro en alto. Fuera de las celebraciones litúrgicas, donde el oficiante rinde culto al libro sagrado, resulta nuevo que la gente en la calle levante los libros de un escritor para decirle adiós.
Pero lo que se vivió el pasado fin de semana en Lisboa fue algo más que un homenaje de despedida a José Saramago. Las personas que alzaron sus obras por encima de sus cabezas estaban reconociendo no solo la figura del escritor alentejano; en ese gesto, reafirmaban también el valor de la literatura de un Premio Nobel que hizo del compromiso una actitud ante la vida.
Saramago retornó a Lisboa para dirimir su incruenta y última batalla. Como en «El memorial del Convento», lo hizo en una particular «Passarola», llegada a la isla canaria desde el occidente peninsular para devolver los restos del escritor a la patria portuguesa. Saramago cercó Lisboa con Baltasar Sietesoles, Blimunda, el padre Bartolomé Lourenço de Gusmão, Maximiliano de Austria, Caín, Pedro Orce, Joaquim Sassa, José Anaico, Joana Carda y María Guavaira, acompañados de todos los nombres de sus personajes, lúcidos y ciegos, cuerdos y locos. Hasta el mismo Jesucristo acudió desde su propio Evangelio por más que el «Osservatore» romano intentara impedírselo.
Cerró los ojos Saramago en Lanzarote y un fuego purificador avivó los dormidos volcanes. Fue entonces, en ese último suspiro, cuando la balsa de piedra se varó. Tembló la raíz peninsular; se resquebrajó la utopía de la patria ibérica, mientras desde las Azores, el presidente de la República disfrutaba de una situación anticiclónica.
Saramago, con la «Passarola», levantó el vuelo y se fue a juntar con Camões, Eça de Queirós y Fernando Pessoa. No sé si en el parnaso lusitano los escritores jugarán al mus, pero, como en Os Lusiadas, allí estará Saramago, con «os bravos portugueses incitando».
Respecto al manejo de objetos, pacíficos unos y bélicos otros, el brazo ha sostenido cayados de pastor, azadas de labriegos, bordones de caminante, punzones, estilos, cálamos y plumas para escribir, banderas, pendones y estandartes para levantar, espadas y armas de todo tipo para pelear... El hombre ha blandido la espada como una prolongación del brazo, un más allá armado y afilado con el que golpear o herir al enemigo.
El brazo se levanta, armado o no, como amenaza; también como saludo, generalmente militar o paramilitar. Enfundado en un guante, alzando el puño y bajando la cabeza fue un acto reivindicativo de los atletas negros estadounidenses en los juegos olímpicos de México en 1968, que protestaron así contra la tensión racial que se vivía en su país.
Lo que habíamos visto pocas veces es esgrimir un libro en alto. Fuera de las celebraciones litúrgicas, donde el oficiante rinde culto al libro sagrado, resulta nuevo que la gente en la calle levante los libros de un escritor para decirle adiós.
Pero lo que se vivió el pasado fin de semana en Lisboa fue algo más que un homenaje de despedida a José Saramago. Las personas que alzaron sus obras por encima de sus cabezas estaban reconociendo no solo la figura del escritor alentejano; en ese gesto, reafirmaban también el valor de la literatura de un Premio Nobel que hizo del compromiso una actitud ante la vida.
Saramago retornó a Lisboa para dirimir su incruenta y última batalla. Como en «El memorial del Convento», lo hizo en una particular «Passarola», llegada a la isla canaria desde el occidente peninsular para devolver los restos del escritor a la patria portuguesa. Saramago cercó Lisboa con Baltasar Sietesoles, Blimunda, el padre Bartolomé Lourenço de Gusmão, Maximiliano de Austria, Caín, Pedro Orce, Joaquim Sassa, José Anaico, Joana Carda y María Guavaira, acompañados de todos los nombres de sus personajes, lúcidos y ciegos, cuerdos y locos. Hasta el mismo Jesucristo acudió desde su propio Evangelio por más que el «Osservatore» romano intentara impedírselo.
Cerró los ojos Saramago en Lanzarote y un fuego purificador avivó los dormidos volcanes. Fue entonces, en ese último suspiro, cuando la balsa de piedra se varó. Tembló la raíz peninsular; se resquebrajó la utopía de la patria ibérica, mientras desde las Azores, el presidente de la República disfrutaba de una situación anticiclónica.
Saramago, con la «Passarola», levantó el vuelo y se fue a juntar con Camões, Eça de Queirós y Fernando Pessoa. No sé si en el parnaso lusitano los escritores jugarán al mus, pero, como en Os Lusiadas, allí estará Saramago, con «os bravos portugueses incitando».
lunes, junio 21, 2010
Crónica del olivar (3)
EL RÍO NIÑO
Cuenta una leyenda que el Puente de las Herrerías fue levantado en una sola noche. Tamaña empresa sólo está al alcance de los dioses o de los todopoderosos monarcas que en el mundo han sido. Será por eso que los caballeros de la católica reina Isabel pudieron coronar tal fazaña en el camino hacia Baza, para arrebatar la ciudad al moro nazarí. El río bajaba crecido y no había modo de vadearlo. Así que el viaducto batió todos los records de la diligencia de una obra pública. De esto no hablan las crónicas ni los cronistas, pero sí el vulgo, que es más dado a la fantasía y a las portentosas gestas. La antítesis de este puente de Quesada es El Escorial, paradigma de la tardanza de una construcción.
En el Puente de las Herrerías se termina el asfalto y comienza un sendero apto, sí, para vehículos, que remonta el curso del encajado aprendiz de río. Después de ocho kilómetros de aventura, con la tensión impuesta por el precipicio entre la senda y el agua, los viajeros bajan del automóvil y realizan a pie los poco más de trescientos metros hasta encontrarse con un arroyuelo cristalino que, como la serrana de la Vera, salta de peña en peña.
En la Sierra de Cazorla el río Grande (Wad-al-Kívir) es todavía un río Chico. Como Boabdil, tendrá que crecer para recibir los tributos de otros arroyos y, finalmente, perder su reino en el océano. Es el sino de la realeza y también de los ríos que van a dar a la mar. El señorío del rey granadino se perdió un 2 de enero en la Alhambra y el del Guadalquivir se perderá en la mar inmensa de Sanlúcar. Al océano van los ríos caudales, los medianos y más chicos, que todos los allegados se diluyen en la gran llanura acuática de poniente.
Pero para eso falta todavía mucho trecho por recorrer. El Betis, bravío y cantarín, crece aquí como un niño entre algodones, arrullado por el viento, mecido por el aire de los pinos y escoltado por cañones y desfiladeros.
Algún día, no obstante, tendrá que crecer. Lo hará, cuando salga del olivar pare hacerse grande entre naranjos, y lanzarse a la conquista de la Bética, buscando el puente y aparte de Triana. De momento, aquí y ahora, la lunita plateada y la mar océana quedan todavía muy lejos, que estamos en serrano paisaje.
La fortaleza y el vigor de la juventud los irá alcanzando entre vueltas y meandros, entre olivares, viñedos y campos de cereal, hasta llegar a la Itálica famosa.
En la Sierra de Cazorla el río Grande (Wad-al-Kívir) es todavía un río Chico. Como Boabdil, tendrá que crecer para recibir los tributos de otros arroyos y, finalmente, perder su reino en el océano. Es el sino de la realeza y también de los ríos que van a dar a la mar. El señorío del rey granadino se perdió un 2 de enero en la Alhambra y el del Guadalquivir se perderá en la mar inmensa de Sanlúcar. Al océano van los ríos caudales, los medianos y más chicos, que todos los allegados se diluyen en la gran llanura acuática de poniente.
Pero para eso falta todavía mucho trecho por recorrer. El Betis, bravío y cantarín, crece aquí como un niño entre algodones, arrullado por el viento, mecido por el aire de los pinos y escoltado por cañones y desfiladeros.
Algún día, no obstante, tendrá que crecer. Lo hará, cuando salga del olivar pare hacerse grande entre naranjos, y lanzarse a la conquista de la Bética, buscando el puente y aparte de Triana. De momento, aquí y ahora, la lunita plateada y la mar océana quedan todavía muy lejos, que estamos en serrano paisaje.
La fortaleza y el vigor de la juventud los irá alcanzando entre vueltas y meandros, entre olivares, viñedos y campos de cereal, hasta llegar a la Itálica famosa.
* * *
En lo alto de la villa de Cazorla, una gran piedra amenaza con desmoronarse y llevarse rodando el blanco caserío que a sus pies se extiende confiado. Los cazorlanos duermen tranquilos, seguros de tan remota posibilidad, bajo la protección de la Virgen de la Cabeza, cuyo santuario se interpone entre el pueblo y la gran roca.
Si la imagen mariana defiende la ciudad de los potenciales peligros de la montaña, el castillo de Yedra vigila los caminos y el curso encabritado del Cazorla, que baja encorsetado buscando el río Grande. Los viajeros han decidido visitarlo. La subida hasta la fortaleza la harán a pie, que son cerca de las 12 del mediodía y hay que desentumecer las piernas. Cuando retornen de la atalaya será la hora del almuerzo.
En la serrana población algunas casas de comidas han agotado la pasada semana de Pasión las reservas de agua embotellada y, por eso, los posaderos no dudan en acudir a una fuente próxima, que data de los tiempos del tercero de los reyes Felipes, para llenar la jarra y ofrecerla a sus clientes. Piensan los viajeros que el agua debe bajar pura y cristalina desde la sierra, pero se equivocan; cristalina, sí, pero un ligero sabor a cloro les indica que el ayuntamiento debe haber contribuido a la pérdida de su virginal pureza; mejor así, más vale prevenir.
Si la imagen mariana defiende la ciudad de los potenciales peligros de la montaña, el castillo de Yedra vigila los caminos y el curso encabritado del Cazorla, que baja encorsetado buscando el río Grande. Los viajeros han decidido visitarlo. La subida hasta la fortaleza la harán a pie, que son cerca de las 12 del mediodía y hay que desentumecer las piernas. Cuando retornen de la atalaya será la hora del almuerzo.
En la serrana población algunas casas de comidas han agotado la pasada semana de Pasión las reservas de agua embotellada y, por eso, los posaderos no dudan en acudir a una fuente próxima, que data de los tiempos del tercero de los reyes Felipes, para llenar la jarra y ofrecerla a sus clientes. Piensan los viajeros que el agua debe bajar pura y cristalina desde la sierra, pero se equivocan; cristalina, sí, pero un ligero sabor a cloro les indica que el ayuntamiento debe haber contribuido a la pérdida de su virginal pureza; mejor así, más vale prevenir.
Foto: Nacimiento del Guadalquivir. Castillo de Yedra y Cazorla.
Etiquetas: Crónica del olivar
jueves, junio 10, 2010
Crónica del olivar (2)
OLVIDO EPISCOPAL
Si la poesía se quebró en Úbeda, por los alegres campos de Baeza los antiguos leones ibéricos humillan su fiereza ante las aguas de la fuente de la plaza del Pópulo, amansados por Imilce, la esposa de aquel general cartaginés que trajo en jaque a los romanos. Otros leones, más modernos, se han subido a los muros del palacio de los Salcedo en la calle de San Pablo y custodian las armas del linaje con la mirada puesta en los curiosos transeúntes.
Pero, para mirar, el mediodía. Baeza es un balcón abierto al valle del Guadalquivir, que se precipita desde Cazorla escoltado por el frente escénico de las nevadas cumbres de la Sierra de Mágina. El río no se ve, oculto por los cerros y el ejército de olivos.
Lo que, sin embargo, sí se ve, en la antigua ciudad moruna, es el esplendor de un enjambre de edificios civiles y eclesiásticos que pugnan entre sí por hacerse un hueco en la memoria de los visitantes. Y es aquí donde éstos podrán evocar la segoviana Casa de los Picos en el palacio de Jabalquinto y la basílica de Idanha-a-Velha, en las altas naves de la iglesia de la Santa Cruz.
Con todo, la torre de la catedral señorea buena parte de la ciudad. En torno a la seo, unos intrincados recovecos, con elevados pasadizos, sugieren los suspiros de un puente veneciano. Pero aquí el agua no inunda el caserío, sino que, encauzada, alimenta las fuentes; como la que el concejo mandó levantar en la plaza de Santa María, a modo de arco triunfal romano. Del orgullo y prosperidad de la ciudad habla también el antiguo palacio de Justicia, reconvertido en la centuria decimonónica en morada del Consistorio, sujeta ahora a un proceso de renovación.
Rodeada por aceituneros altivos, Baeza huele a almazara y también a olvido episcopal. Y es que por mucho que un tercio de los canónigos jienenses pertenezcan a la antigua diócesis baezana, a la postre la curia emigró, absorbida o fagocitada por urbes más prósperas e influyentes. Lo mismo ocurrió en Coria. Aún así, el esplendor de la catedral resiste, gracias al genio de Vandelvira y, también, a los visitantes que se acercan a la ciudad tras el universal reclamo.
Recuerdan los viajeros que los ecos de Baeza llegan a las lejanas tierras del norte peninsular, en forma de pendón. La Colegiata leonesa guarda orgullosa un estandarte con la efigie ecuestre de San Isidoro, de lo que fue la primera conquista de la ciudad andaluza en tiempos de Alfonso, el Emperador.
Otra figura más belicosa es la de Santiago, desjarretando a la morisma, que entonces no se hablaba de alianza de las civilizaciones. En casullas, capillas y fachadas campean los iconos del Hijo del Trueno trocado en un nuevo Constantino, venciendo en Clavijo y en lo que se terciara.
Aquello, parece, es historia y las gentes de hogaño prefieren cambiar la espada por el bordón y hacer el camino del norte en lugar de conquistar el sur.
Pero, para mirar, el mediodía. Baeza es un balcón abierto al valle del Guadalquivir, que se precipita desde Cazorla escoltado por el frente escénico de las nevadas cumbres de la Sierra de Mágina. El río no se ve, oculto por los cerros y el ejército de olivos.
Lo que, sin embargo, sí se ve, en la antigua ciudad moruna, es el esplendor de un enjambre de edificios civiles y eclesiásticos que pugnan entre sí por hacerse un hueco en la memoria de los visitantes. Y es aquí donde éstos podrán evocar la segoviana Casa de los Picos en el palacio de Jabalquinto y la basílica de Idanha-a-Velha, en las altas naves de la iglesia de la Santa Cruz.
Con todo, la torre de la catedral señorea buena parte de la ciudad. En torno a la seo, unos intrincados recovecos, con elevados pasadizos, sugieren los suspiros de un puente veneciano. Pero aquí el agua no inunda el caserío, sino que, encauzada, alimenta las fuentes; como la que el concejo mandó levantar en la plaza de Santa María, a modo de arco triunfal romano. Del orgullo y prosperidad de la ciudad habla también el antiguo palacio de Justicia, reconvertido en la centuria decimonónica en morada del Consistorio, sujeta ahora a un proceso de renovación.
Rodeada por aceituneros altivos, Baeza huele a almazara y también a olvido episcopal. Y es que por mucho que un tercio de los canónigos jienenses pertenezcan a la antigua diócesis baezana, a la postre la curia emigró, absorbida o fagocitada por urbes más prósperas e influyentes. Lo mismo ocurrió en Coria. Aún así, el esplendor de la catedral resiste, gracias al genio de Vandelvira y, también, a los visitantes que se acercan a la ciudad tras el universal reclamo.
Recuerdan los viajeros que los ecos de Baeza llegan a las lejanas tierras del norte peninsular, en forma de pendón. La Colegiata leonesa guarda orgullosa un estandarte con la efigie ecuestre de San Isidoro, de lo que fue la primera conquista de la ciudad andaluza en tiempos de Alfonso, el Emperador.
Otra figura más belicosa es la de Santiago, desjarretando a la morisma, que entonces no se hablaba de alianza de las civilizaciones. En casullas, capillas y fachadas campean los iconos del Hijo del Trueno trocado en un nuevo Constantino, venciendo en Clavijo y en lo que se terciara.
Aquello, parece, es historia y las gentes de hogaño prefieren cambiar la espada por el bordón y hacer el camino del norte en lugar de conquistar el sur.
El sur y el norte se dan la mano en estas ciudades de La Loma. De Soria llegó don Antonio a Baeza y de aquí marchó a Segovia: fluir de norte a sur y de sur a norte; lo mismo que el camino del poeta de Fontiveros. Ambos, Machado y San Juan de la Cruz, pasaron mil gracias derramando por estos bosques de olivos y espesuras. Y ahora, los viajeros, yéndolos mirando, se llevan en su retina la hermosura de sus vestidos renacientes.
Foto: Caballo en la plaza de Santa María; leones en la fachada de un palacio en Baeza.
Etiquetas: Crónica del olivar
jueves, mayo 20, 2010
Crónica del olivar (1)
SINAGOGA DEL AGUA
Es lunes de Pascua y el Cántico Espiritual se ve truncado en Úbeda por truenos provocados por el vuelo rasante de invisibles aviones. De buena gana, el espíritu de Francisco de los Cobos se levantaría por un momento de su panteón familiar en El Salvador y mandaría a estos pajarracos a graznar más allá de los cerros.
Pero la quietud y el silencio ha mucho que abandonaron la ciudad, sobre todo desde que las unidas naciones decidieron otorgarle el galardón universal.
Parece que Úbeda logró lo que quiso, pero que hace poco por mantenerlo. Las calles de la ciudad están sucias, mientras que las venerables y renacientes fábricas parecen sucumbir lentamente por las amenazantes manchas de humedad que, como una plaga, se extienden por San Pedro, San Pablo, Santo Domingo y otros edificios, incluida la muralla.
En las cercanías de una céntrica plaza, la policía local ha acordonado un edificio que amenaza con desplomarse. A primera hora de la tarde un gato encaramado en la cornisa del tejado observa el edificio contrapuesto, como si quisiera saltar y escapar así del peligro aletargado; allí sigue todavía esperando el crepúsculo, cuando los viajeros vuelven sobre sus vespertinos pasos.
En Úbeda los viajeros se topan con siete brocales y siete pozos y un candelabro de siete brazos. Sólo falta la torah en aquel espacio otrora salpicado de rezos y de salmos. Los pozos, unos secos y otros con agua, continúan estando allí después de varios siglos; como espíritus vivos, su contenido cambia según fluyan las subterráneas corrientes dependiendo de las estaciones. Unas escalerillas, que acceden a un baño ritual, nos devuelven los espacios ignotos de la Sefarad soñada.
Así cambia también el tiempo, recuperando lo que se perdió en el olvido. La memoria se recobra a golpe de espuertas y desescombro. Ahora emerge de nuevo con el reclamo de “Sinagoga del agua”, extraída de las entrañas de la Úbeda sepulta.
Pero si el tiempo cambia, también lo hacen los artilugios para medirlo. En las antiguas Casas Consistoriales, un reloj de sol fechado en 1604 señala las once de la mañana. Aunque el moderno horario europeo haya establecido oficialmente dos horas más, el sol no cambia ni se detiene; porque una cosa es la hora solar y otra muy distinta la humana aspiración al ahorro energético.
Pero la quietud y el silencio ha mucho que abandonaron la ciudad, sobre todo desde que las unidas naciones decidieron otorgarle el galardón universal.
Parece que Úbeda logró lo que quiso, pero que hace poco por mantenerlo. Las calles de la ciudad están sucias, mientras que las venerables y renacientes fábricas parecen sucumbir lentamente por las amenazantes manchas de humedad que, como una plaga, se extienden por San Pedro, San Pablo, Santo Domingo y otros edificios, incluida la muralla.
En las cercanías de una céntrica plaza, la policía local ha acordonado un edificio que amenaza con desplomarse. A primera hora de la tarde un gato encaramado en la cornisa del tejado observa el edificio contrapuesto, como si quisiera saltar y escapar así del peligro aletargado; allí sigue todavía esperando el crepúsculo, cuando los viajeros vuelven sobre sus vespertinos pasos.
En Úbeda los viajeros se topan con siete brocales y siete pozos y un candelabro de siete brazos. Sólo falta la torah en aquel espacio otrora salpicado de rezos y de salmos. Los pozos, unos secos y otros con agua, continúan estando allí después de varios siglos; como espíritus vivos, su contenido cambia según fluyan las subterráneas corrientes dependiendo de las estaciones. Unas escalerillas, que acceden a un baño ritual, nos devuelven los espacios ignotos de la Sefarad soñada.
Así cambia también el tiempo, recuperando lo que se perdió en el olvido. La memoria se recobra a golpe de espuertas y desescombro. Ahora emerge de nuevo con el reclamo de “Sinagoga del agua”, extraída de las entrañas de la Úbeda sepulta.
Pero si el tiempo cambia, también lo hacen los artilugios para medirlo. En las antiguas Casas Consistoriales, un reloj de sol fechado en 1604 señala las once de la mañana. Aunque el moderno horario europeo haya establecido oficialmente dos horas más, el sol no cambia ni se detiene; porque una cosa es la hora solar y otra muy distinta la humana aspiración al ahorro energético.
Foto: Fuente en la "Sinagoga del Agua" y monumento al arquitecto Andrés de Valdelvira.
Etiquetas: Crónica del olivar
martes, diciembre 01, 2009
La estela de Robleda
UNA ESTELA DE LA EDAD DEL BRONCE EN ROBLEDA (SALAMANCA)
José Ignacio Martín Benito *
Introducción
El hallazgo de una estela decorada de la Edad del Bronce al norte del Sistema Central, concretamente en Robleda (Salamanca), perteneciente al grupo de las llamadas “estelas extremeñas”, debe hacernos replantear el ámbito geográfico de este tipo de representaciones.
En efecto, si el área geográfica de las mismas se situaba al sur del Sistema Central, a partir del hallazgo del Rebollar, que viene a sumarse a los de Baraçal y Foios, en Sabugal (Beira Alta) [1], al norte de la cordillera, habrá que reconsiderar el área de extensión.
Hasta la aparición de la estela robledana, otro de los hallazgos más septentrionales del área las estelas extremeñas era el de San Martín de Trevejo (Cáceres)[2], situado en las faldas meridionales de la Sierra de Gata.
Las estelas decoradas del occidente peninsular
Con el nombre de estelas decoradas o estelas extremeñas conocemos un tipo de representaciones que llevan una serie de grabados, donde, por lo general, el elemento común es siempre un escudo redondo, a veces con escotadura. A esta pieza suelen acompañarle representaciones de armas, sobre todo espadas y lanzas. Las hay, también, que llevan una representación antropomórfica, como los ejemplares de Solana de las Cabañas (Cáceres), Cabeza de Buey, Magacela o Fuente de Cantos (Badajoz)[3]. En otras estelas son también comunes las representaciones de carros con dos ruedas (Fuente e Cantos) y con cuatro (Solana de las Cabañas y Cabeza de Buey, entre otras).
Los hallazgos de estas piezas han revelado hasta el momento, que el área de dispersión se extiende por la alta Extremadura -cuenca del Tajo- por la cuenca del Guadiana y por el valle del Guadalquivir[4]; en concreto, por las provincias de Cáceres, Badajoz, Ciudad Real, Córdoba, Sevilla y este de Portugal (Sierra de la Estrella y el Algarve), El carácter funerario de estas piezas parece evidente y, como estelas sepulcrales pondrían de relieve el carácter guerrero o militar de los individuos a los cuales estarían dedicadas. El profesor M. Almagro señaló que habrían sido fabricadas en honor de aquellos personales importantes, reyes o caudillos de un pueblo guerrero, jerárquico y aristocráticamente organizado[5].
La forma de las estelas es indicativa de la posición que pudo tener en relación con la tumba del difunto: las alargadas en la base indican que pudieran haber estado destinadas a estar clavadas en el suelo, señalizando quizá un túmulo, probablemente de incineración, si bien las hay casi rectangulares, no preparadas en su parte inferior para ser hincadas en tierra; en este caso, la propia losa representaría al guerrero con sus armas y la función de estas losas casi rectangulares irían depositadas sobre enterramientos de inhumación en cistas.
José Ignacio Martín Benito *
Introducción
El hallazgo de una estela decorada de la Edad del Bronce al norte del Sistema Central, concretamente en Robleda (Salamanca), perteneciente al grupo de las llamadas “estelas extremeñas”, debe hacernos replantear el ámbito geográfico de este tipo de representaciones.
En efecto, si el área geográfica de las mismas se situaba al sur del Sistema Central, a partir del hallazgo del Rebollar, que viene a sumarse a los de Baraçal y Foios, en Sabugal (Beira Alta) [1], al norte de la cordillera, habrá que reconsiderar el área de extensión.
Hasta la aparición de la estela robledana, otro de los hallazgos más septentrionales del área las estelas extremeñas era el de San Martín de Trevejo (Cáceres)[2], situado en las faldas meridionales de la Sierra de Gata.
Las estelas decoradas del occidente peninsular
Con el nombre de estelas decoradas o estelas extremeñas conocemos un tipo de representaciones que llevan una serie de grabados, donde, por lo general, el elemento común es siempre un escudo redondo, a veces con escotadura. A esta pieza suelen acompañarle representaciones de armas, sobre todo espadas y lanzas. Las hay, también, que llevan una representación antropomórfica, como los ejemplares de Solana de las Cabañas (Cáceres), Cabeza de Buey, Magacela o Fuente de Cantos (Badajoz)[3]. En otras estelas son también comunes las representaciones de carros con dos ruedas (Fuente e Cantos) y con cuatro (Solana de las Cabañas y Cabeza de Buey, entre otras).
Los hallazgos de estas piezas han revelado hasta el momento, que el área de dispersión se extiende por la alta Extremadura -cuenca del Tajo- por la cuenca del Guadiana y por el valle del Guadalquivir[4]; en concreto, por las provincias de Cáceres, Badajoz, Ciudad Real, Córdoba, Sevilla y este de Portugal (Sierra de la Estrella y el Algarve), El carácter funerario de estas piezas parece evidente y, como estelas sepulcrales pondrían de relieve el carácter guerrero o militar de los individuos a los cuales estarían dedicadas. El profesor M. Almagro señaló que habrían sido fabricadas en honor de aquellos personales importantes, reyes o caudillos de un pueblo guerrero, jerárquico y aristocráticamente organizado[5].
La forma de las estelas es indicativa de la posición que pudo tener en relación con la tumba del difunto: las alargadas en la base indican que pudieran haber estado destinadas a estar clavadas en el suelo, señalizando quizá un túmulo, probablemente de incineración, si bien las hay casi rectangulares, no preparadas en su parte inferior para ser hincadas en tierra; en este caso, la propia losa representaría al guerrero con sus armas y la función de estas losas casi rectangulares irían depositadas sobre enterramientos de inhumación en cistas.
No obstante, se han esgrimido también otras teorías, como la que, sin negarle un posible significado funerario-conmemorativo, sostiene que se trata de hitos de referencia, visibles en el paisaje y que marcarían el paso en las vías ganaderas o rutas comerciales[6].
La cronología de estas estelas funerarias se situaría con posterioridad al 800 a. C., es decir, desde el Bronce Final, perdurando hasta el 600 a. C., e, incluso, hasta el siglo IV a. C. esto es, hasta la cultura de los castros de la Edad del Hierro[7].
La cronología de estas estelas funerarias se situaría con posterioridad al 800 a. C., es decir, desde el Bronce Final, perdurando hasta el 600 a. C., e, incluso, hasta el siglo IV a. C. esto es, hasta la cultura de los castros de la Edad del Hierro[7].
La estela de Robleda
La pieza fue localizada por un vecino de Robleda, Juan Sánchez Calvo, en el pago conocido como “La choza del fraile”, en el “Pinar de Descargarmaría”, término municipal de Robleda, localidad de la que dista unos 8 km. Las coordenadas del hallazgo conforme al SIGPAC Visor son: UTM-X: 707955.07 Y: 4469255.69, GEO Lat: 40º 20·50.14 N Long: 6º 33 ·5.62 W. Según informa su descubridor, la estela se encontraba tumbada en el suelo, en dirección este-oeste, a unos 100 metros de un regato al lado de un camino, convertido ahora en pista forestal. Al parecer, habría sido movida por las máquinas al reparar la vía.
El pinar está alterado pues se repobló con pino resinero en el siglo XX. El soporte en la que está fabricada es de pizarra. Sus dimensiones son: 150 cm. de largo, 49 cm. de ancho y 18 cm. de grosor.
La pieza fue localizada por un vecino de Robleda, Juan Sánchez Calvo, en el pago conocido como “La choza del fraile”, en el “Pinar de Descargarmaría”, término municipal de Robleda, localidad de la que dista unos 8 km. Las coordenadas del hallazgo conforme al SIGPAC Visor son: UTM-X: 707955.07 Y: 4469255.69, GEO Lat: 40º 20·50.14 N Long: 6º 33 ·5.62 W. Según informa su descubridor, la estela se encontraba tumbada en el suelo, en dirección este-oeste, a unos 100 metros de un regato al lado de un camino, convertido ahora en pista forestal. Al parecer, habría sido movida por las máquinas al reparar la vía.
El pinar está alterado pues se repobló con pino resinero en el siglo XX. El soporte en la que está fabricada es de pizarra. Sus dimensiones son: 150 cm. de largo, 49 cm. de ancho y 18 cm. de grosor.
Se trata de una estela decorada de la Edad del Bronce Final, de las llamadas del grupo del Sudoeste o "estelas extremeñas". Ya se ha indicado que se sitúan en Extremadura, llegan a Portugal y se extienden también por Andalucía occidental.
La decoración se centra, como es costumbre, en una sola cara. El dibujo se ha realizado mediante grabado en surco, fuerte e intenso. La distribución de los objetos es la siguiente: el escudo ocupa el lugar central; bajo este se dispone la espada. En la parte superior se ha representado un objeto con tendencia ligeramente ovalada con mango–presumiblemente un espejo- y bajo él y encima del escudo, una lanza.
El escudo presenta tres círculos concéntricos, con clavos entre las bandas y una escotadura en "V"; los clavos van dispuestos en grupos de tres. En el centro se ha representado la abrazadera horizontal. El tipo de escudo es similar al de la estela cacereña de Brozas.
Estela de BrozasLa decoración se centra, como es costumbre, en una sola cara. El dibujo se ha realizado mediante grabado en surco, fuerte e intenso. La distribución de los objetos es la siguiente: el escudo ocupa el lugar central; bajo este se dispone la espada. En la parte superior se ha representado un objeto con tendencia ligeramente ovalada con mango–presumiblemente un espejo- y bajo él y encima del escudo, una lanza.
El escudo presenta tres círculos concéntricos, con clavos entre las bandas y una escotadura en "V"; los clavos van dispuestos en grupos de tres. En el centro se ha representado la abrazadera horizontal. El tipo de escudo es similar al de la estela cacereña de Brozas.
Se ha señalado que este tipo de escudo pudiera proceder del Mediterráneo oriental y, en concreto, en los hallados en Creta, Chipre, Samos y Tirinto, por su vinculación tanto con las formas como con la escotadura en “V”. En esta circunstancia ha llevado a suponer que estas estelas funerarias sean el resultado de la influencia del mundo geométrico y orientalizante que se extiende por la península Ibérica a partir de los últimos tiempos del Bronce Final; si bien hay quienes han señalado una influencia atlántica, concretamente irlandesa en lo referente a los escudos[8].
La espada es de las de hoja ancha y no muy puntiaguda, como suele ser habitual en el grupo de las estelas de la Sierra de Gata y Montánchez.
Así pues, los motivos decorativos formarían parte de la panoplia o conjunto de armas del difunto: escudo, espada, lanza y espejo. Se trataría, por tanto, de la estela que marcaría la tumba de un personaje de cierto rango militar. El espejo tiene un significado funerario, puesto está de manifiesto en varias culturas mediterráneas en las que forma parte del ajuar como símbolo de la muerte. Su cronología sería posterior al 800 a.C. y perduraría hasta el 600. a.C. Desde el punto de vista espacial, el paralelo más próximo a esta de Robleda es la estela procedente de San Martín de Trevejo.
Celestino Pérez, en su estudio sobre las estelas extremeñas[9], agrupa una serie de ellas dentro de la Zona de la Sierra de Gata, que estaría caracterizada por estelas básicas, esto es aquellas que muestran tan sólo los tres elementos: el escudo, la espada y la lanza, precisando que sólo en la de San Martín de Trevejo, aparece un espejo.
La espada es de las de hoja ancha y no muy puntiaguda, como suele ser habitual en el grupo de las estelas de la Sierra de Gata y Montánchez.
Así pues, los motivos decorativos formarían parte de la panoplia o conjunto de armas del difunto: escudo, espada, lanza y espejo. Se trataría, por tanto, de la estela que marcaría la tumba de un personaje de cierto rango militar. El espejo tiene un significado funerario, puesto está de manifiesto en varias culturas mediterráneas en las que forma parte del ajuar como símbolo de la muerte. Su cronología sería posterior al 800 a.C. y perduraría hasta el 600. a.C. Desde el punto de vista espacial, el paralelo más próximo a esta de Robleda es la estela procedente de San Martín de Trevejo.
Celestino Pérez, en su estudio sobre las estelas extremeñas[9], agrupa una serie de ellas dentro de la Zona de la Sierra de Gata, que estaría caracterizada por estelas básicas, esto es aquellas que muestran tan sólo los tres elementos: el escudo, la espada y la lanza, precisando que sólo en la de San Martín de Trevejo, aparece un espejo.
Las estelas de guerrero situadas al norte del Sistema Central
La pieza de Robleda, junto con las de Baraçal y Foios –ambas en el concejo portugués de Sabugal- son por ahora las estelas “extremeñas” localizadas al norte del Sistema Central.
Como la de San Martín de Trevejo, en la vertiente sur de la Sierra de Gata, la de Robleda presenta cuatro elementos: escudo, lanza, espada y espejo.
Comparte la pieza del Rebollar con las portuguesas el lugar central del escudo y la disposición de la espada en la parte baja; difiere, no obstante, de la de Baraçal, no sólo porque esta está realizada en relieve, en lugar de grabada, sino también por el tipo de espada, pistiliforme en el caso de la estela portuguesa, mientras que en la de Robleda la hoja es más ancha y más corta. El ejemplar de Robleda se asemeja más al localizado en Fóios.
También, como en San Martín de Trevejo y otras estelas del grupo de la Sierra de Gata, en la de Robleda el escudo ocupa el centro de la composición y se convierte, así en el elemento protagonista de la estela, en torno al cual se disponen el resto de los objetos. Es precisamente con la de San Martín con la que más paralelos presenta la estela robledana, pues además de incluir los tres elementos que caracterizan al grupo: escudo, lanza y espada, ambas portan un cuarto objeto: el espejo.
Habrá que esperar el hallazgo de nuevos ejemplares en este espacio serrano para tener un mejor conocimiento del grupo de las estelas decoradas de la Sierra de Gata en particular y del Bronce Final en general.
NOTAS AL PIE
* Centro de Estudios Mirobrigenses. Doctor en Historia por la Universidad de Salamanca. Catedrático de Geografía e Historia en el IES "León Felipe" (Benavente, Zamora).
[1] CURADO, f. p. (1980): “Una estela del Bronze Final na Beira Alta”. IV Congreso Nacional de Arqueología, Faro; (1984): “Uma nova estela do Bronze Final na Beira Alta (Baraçal, Sabugal, Guarda)”. Arqueología (GEAP), vol. 9, pp. 81-84 y (1986): “Mais uma estela do Bronze Final na Beira Alta (Foios, Sabugal, Guarda)” Arqueología (GEAP), vol. 14, pp. 103-109.
[2] M. FIGUEROLA (1982): Nueva estela decorada del tipo II en San Martín de Trevejo (Cáceres). Zephyrus, XXXIV-XXXV. Salamanca, pp. 173-180.
[3] M. ALMAGRO BASCH (1966): Las estelas decoradas del suroeste peninsular. B.P.H. 8. Madrid. Véase también J. I. MARTÍN BENITO y J.C. MARTÍN BENITO: Prehistoria y romanización de la Tierra de Ciudad Rodrigo. Salamanca, 1994, pp. 114-117.
[4] T. CHAPA y G. DELIBES: “El Bronce Final”. En Manuel de Historia Universal. Vol. I. Prehistoria, pág. 543. Madrid 1983.
[5] Ibidem, pág. 200.
La pieza de Robleda, junto con las de Baraçal y Foios –ambas en el concejo portugués de Sabugal- son por ahora las estelas “extremeñas” localizadas al norte del Sistema Central.
Como la de San Martín de Trevejo, en la vertiente sur de la Sierra de Gata, la de Robleda presenta cuatro elementos: escudo, lanza, espada y espejo.
Comparte la pieza del Rebollar con las portuguesas el lugar central del escudo y la disposición de la espada en la parte baja; difiere, no obstante, de la de Baraçal, no sólo porque esta está realizada en relieve, en lugar de grabada, sino también por el tipo de espada, pistiliforme en el caso de la estela portuguesa, mientras que en la de Robleda la hoja es más ancha y más corta. El ejemplar de Robleda se asemeja más al localizado en Fóios.
También, como en San Martín de Trevejo y otras estelas del grupo de la Sierra de Gata, en la de Robleda el escudo ocupa el centro de la composición y se convierte, así en el elemento protagonista de la estela, en torno al cual se disponen el resto de los objetos. Es precisamente con la de San Martín con la que más paralelos presenta la estela robledana, pues además de incluir los tres elementos que caracterizan al grupo: escudo, lanza y espada, ambas portan un cuarto objeto: el espejo.
Habrá que esperar el hallazgo de nuevos ejemplares en este espacio serrano para tener un mejor conocimiento del grupo de las estelas decoradas de la Sierra de Gata en particular y del Bronce Final en general.
NOTAS AL PIE
* Centro de Estudios Mirobrigenses. Doctor en Historia por la Universidad de Salamanca. Catedrático de Geografía e Historia en el IES "León Felipe" (Benavente, Zamora).
[1] CURADO, f. p. (1980): “Una estela del Bronze Final na Beira Alta”. IV Congreso Nacional de Arqueología, Faro; (1984): “Uma nova estela do Bronze Final na Beira Alta (Baraçal, Sabugal, Guarda)”. Arqueología (GEAP), vol. 9, pp. 81-84 y (1986): “Mais uma estela do Bronze Final na Beira Alta (Foios, Sabugal, Guarda)” Arqueología (GEAP), vol. 14, pp. 103-109.
[2] M. FIGUEROLA (1982): Nueva estela decorada del tipo II en San Martín de Trevejo (Cáceres). Zephyrus, XXXIV-XXXV. Salamanca, pp. 173-180.
[3] M. ALMAGRO BASCH (1966): Las estelas decoradas del suroeste peninsular. B.P.H. 8. Madrid. Véase también J. I. MARTÍN BENITO y J.C. MARTÍN BENITO: Prehistoria y romanización de la Tierra de Ciudad Rodrigo. Salamanca, 1994, pp. 114-117.
[4] T. CHAPA y G. DELIBES: “El Bronce Final”. En Manuel de Historia Universal. Vol. I. Prehistoria, pág. 543. Madrid 1983.
[5] Ibidem, pág. 200.
[6] M. RUIZ-GÁLVEZ PRIEGO y E. GALÁN DOMINGO: “Las estelas del suroeste como hitos de vías ganaderas y rutas comerciales”. Trabajos de Prehistoria, 48 (1991) p.257-273.
[7] F. JORDÁ y J. Mª BLÁZQUEZ: Historia del Arte Hispánico. I. La Antigüedad, pág. 153. Madrid, 1978.
[8] Un estado de la cuestión puede verse en el trabajo de S. CELESTINO PÉREZ: “Las estelas decoradas del SW peninsular”, en La cultura tartésica y Extremadura. Cuadernos Emeritenses, 2. Mérida 1990, pp. 45-62. Véase también VARELA GOMES, MARIO y J. PINHO MONTEIRO: Las estelas decoradas Do Pomar (Beja-Portugal). Estudio comparado, Trabajos de Prehistoria, 34 (1977) p.165. Para un catálogo exhaustivo de las estelas ver la página web:
http://www.tornera.com/cgl/estelas_ext/paginas/almoharin.htm
[9] S. CELESTINO PÉREZ: “Las estelas decoradas del SW peninsular”, op. cit., pp. 8 y 9
[7] F. JORDÁ y J. Mª BLÁZQUEZ: Historia del Arte Hispánico. I. La Antigüedad, pág. 153. Madrid, 1978.
[8] Un estado de la cuestión puede verse en el trabajo de S. CELESTINO PÉREZ: “Las estelas decoradas del SW peninsular”, en La cultura tartésica y Extremadura. Cuadernos Emeritenses, 2. Mérida 1990, pp. 45-62. Véase también VARELA GOMES, MARIO y J. PINHO MONTEIRO: Las estelas decoradas Do Pomar (Beja-Portugal). Estudio comparado, Trabajos de Prehistoria, 34 (1977) p.165. Para un catálogo exhaustivo de las estelas ver la página web:
http://www.tornera.com/cgl/estelas_ext/paginas/almoharin.htm
[9] S. CELESTINO PÉREZ: “Las estelas decoradas del SW peninsular”, op. cit., pp. 8 y 9
Fotos: Estelas de Robleda (Kike Martín Panoramio), Baraçal y Foios (Sabugal), San Martín de Trevejo, Solana de las Cabañas y Brozas (Cáceres).
Copyright © J. I. Martín Benito, 2009.
Etiquetas: Crónicas civitatenses, Estudios