La Crónica de Benavente

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miércoles, noviembre 21, 2007

Paisaje con figuras (1)

DESDE LA MERCERÍA[1]
(Sobre una fotografía de enero de 1956)

Hacía frío. Mucho frío. Andrés llevaba dos horas esperando.... "Ahí viene, ya lo oigo, musitaba tiritando. Espero tener valor..." Vaya sí lo tuvo. En los días siguientes fue el asunto de conversación en los cafés, en la botica y en todas las tiendas, sobre todo en las de ultramarinos. Lo había hecho, nadie lo podía imaginar, pero lo había hecho. A la mercería de la señora Engracia llegaban también los comentarios:
-Imagínese, doña Elvira -decía la mercera- un hombrón como él... ¡acabar así!.
Tras los visillos del pequeño escaparate caían mansamente los copos. Llevaba nevando de manera intermitente varios días. Apenas si los vecinos salían a la calle. Cuando lo hacían, la gente buscaba el refugio de los soportales, mientras que un desierto blanco cubría las calles y plazas de una villa ahora en luto. El pobre Andrés...
- Mire, señora Engracia, ahí va la María, se va a cruzar con Fermín, el tío del difunto.... - decía doña Elvira a la mercera.
-Pobrecita, ella sí que tenía motivos y no el pobre Andrés...
-Por Dios, señora Engracia, no diga usted esas cosas -
cortó doña Elvira, al tiempo que se santiguaba.
Difícilmente el humo de la locomotora se divisaba entre la neblina de los copos. El silencio del campo se fue poco a poco rompiendo por el ruido inconfundible de la máquina. Primero, un murmullo, luego más constante... A Andrés se le agolpaban los recuerdos. El mismo sonido en medio de un campo desolado y blanco. Casi veinte años atrás, en aquel vagón de soldados, atravesando las tierras de Guadalajara ¿ ...o era Cuenca?. Y frío, mucho frío. Luego, cuando acabó la guerra, se apuntó voluntario en la División Azul. Iban a conquistar Rusia, ellos, un puñado de valientes. Allí, en la estación, estaba todo el pueblo el día de la despedida. También María, con el pañuelo blanco. Siempre el blanco: el pañuelo, las cartas, los campos nevados... Andrés odiaba aquel color; se volvía melancólico, triste... y una pesadumbre, como de siglos, le atormentaba. Rusia fue un infierno. El teniente, un maestro nacional, fervoroso falangista, le recordaba que otro tanto habían pasado los soldados de Napoleón: se habían estrellado contra el crudo invierno ruso. Ahora les tocaba a ellos, rodeados de blanco y frío por doquier. Fue la primera vez que Andrés oyó hablar de Napoleón y del zar de todas las Rusias. El suponía que sólo había una Rusia, como España. Ahora resulta que no, que había varias y se preguntaba que cuando conquistaran la primera cuántas quedarían todavía. Los rusos y hasta el teniente se podían ir a freír espárragos, se decía, mientras continuaba nevando.
No volvió a saber nada de María hasta que regresó después del armisticio. Herido de metralla y dado por muerto en el campo de batalla, fue recogido por el enemigo. Cuando medió sanó se vio en un campo de prisioneros cerca de Stalingrado; allí había otros camaradas españoles, cada uno con su historia. La guerra les había unido, pero también les había separado de sus casas y de su tierra. Durante su cautiverio alguien le dijo que la División se había retirado de Rusia y había vuelto a España. Sin embargo, él y sus compañeros siguieron todavía allí hasta la capitulación de Alemania. Nunca más volvió a saber nada del teniente, pero cuando Andrés regresó, don Mariano, el párroco, le dejó un libro que hablaba de Napoleón, del mariscal Mortier, de Esmolenco y de la caballería cosaca. En eso ocupaba sus ratos de ocio, que no eran pocos, después que por méritos de guerra le habían dado una plaza en el servicio de Correos. Las pocas veces que veía a María era cuando tenía que entregarle alguna carta que desde Buenos Aires le enviaba su hermano. Andrés no podría reprocharle nada. Era normal que María se hubiera casado con aquel factor de ferrocarriles que siempre la había pretendido.
- Me dijeron que habías muerto, Andrés.
- Eso hubiera querido, María.
Fueron las únicas palabras que intercambiaron desde su regreso. El silencio se fue apoderando de sus encuentros, pero no de sus almas. Cuando le llevaba alguna carta se la entregaba sin más, sin mediar palabra... Aquellas cartas blancas... Un blanco sólo manchado por la tinta de unos rasgos azules o negros donde se consignaba el nombre y la dirección del destinatario. Pero a Andrés todas las cartas le parecían iguales; salvo quizás las que venían de la Argentina, más blancas si cabe.
Nevaba, llevaba dos jornadas nevando. En esos días no hubo correo. Cuando al tercero amainó el temporal y pudieron circular los trenes, Andrés salió al campo, a unos dos kilómetros por encima de la estación, justo donde la vía férrea pasaba por debajo del viaducto. Los níveos cables del tendido telegráfico se mecían tímidamente. Esperó... había vuelto a comenzar a nevar. El ruido era ahora nítido, mecánico, próximo. Cerró los ojos, vio al teniente, a sus camaradas del campo de prisioneros, vio también el pañuelo blanco y los ojos de María, como cuando la metralla le alcanzó en medio de aquel fuego ensordecedor. Silbaban las balas y los proyectiles. Silbó también la locomotora. Sintió frío, mucho frío... El tren siguió su marcha inexorable hasta la estación. El maquinista apenas sintió el golpe: algún trozo de nieve helada desprendida del viaducto, pensó...

Benavente, 17 de abril de 2000
[1] Publicado en el nº 82 de Benavente al día, mayo de 2000

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martes, noviembre 06, 2007

Historias de Villavieja de la Roca (4)

LAS ELECCIONES[1]
Por José I. Martín Benito

Cuando el gobernador de la provincia telegrafió a Villavieja la convocatoria de las elecciones a las cortes del Reino, don Crispín no estaba en el Ayuntamiento. En verdad, desde la ausencia de su amigo y protector Diógenes Carranza, don Crispín no era el mismo. Quienes le conocían advertían en él un desconcierto que se traducía, en ocasiones, en pérdida de reflejos. Si ello fuera sólo en el ámbito privado allá don Crispín, pero últimamente se le veía desconcertado en la toma de decisiones municipales y, encima, las declaraciones urbi et orbi desde el balcón de la Casa Consistorial se volvieron más frecuentes, para sonrojo de propios y extraños.
Por todo, a nadie sorprendía que lo que un día comenzó siendo una posible ausencia del Ayuntamiento, pasara a ser cosa frecuente en el transcurso del tiempo. Sólo el señor Miguel, el conserje, sabía dónde estaba el alcalde, al que iba a buscar cuando la importancia del asunto lo requería. Aquella mañana de otoño entregó el cablegrama a la primera autoridad cuando ésta grababa su nombre en Peñarredonda”, temeroso de que sus ciudadanos terminaran por olvidarle y, con ello, se esfumaran busto, pedestal y epitafio.
De regreso al Ayuntamiento convocó a sus incondicionales camaradas don Néstor Calasparra y don Romualdo del Águila. Enseguida les puso al corriente de la celebración de los próximos comicios. Aquello era volver a empezar. Rápidamente se olvidaron nostalgias y melancolías y, como un solo hombre, se dispusieron a engrasar la maquinaria electoral. De lo que se trataba era de sobrevivir. Claro que la idea de supervivencia que manejaban era la de seguir influyendo en las decisiones políticas. Siempre habían tenido valedores en al Corte y, ahora, no iban a dejar de seguir haciéndolo.
Por eso pensaron en Cándido Narváez como futuro diputado; era éste un joven licenciado en Medicina y cirugía al que don Crispín había recomendado para trabajar como ayudante en el Hospital Provincial. Al cabo de sólo dos años, Cándido era ya director del centro hospitalario, tras la defenestración del anterior, el doctor Horacio Cantalapiedra. El joven Narváez era, además, sobrino de la esposa de don Néstor, con lo que los intereses, no sólo de la saga, sino también del triunvirato, parecían asegurarse.
Desde aquella tarde los tres amigos se multiplicaron. Mantuvieron encuentros –eso sí, en secreto- con otros camaradas y subalternos; enviaron muñidores a cafés, tabernas y reboticas. Don Néstor hizo importantes donativos a la Asociación de Huérfanos de Guerra, a las damas de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y al cuerpo de Bomberos Voluntarios. Al mismo tiempo, contrataba todas las mañanas a decenas de braceros en el corrillo de la Estacada y procuraba, con mesura, que no fueran siempre los mismos, para así llamarlos a todos a lo largo de la temporada. Les pagaba 1,50 pesetas de jornal por desbrozar los montes de su propiedad y les regalaba, de vez en cuando, alguna carga de leña que les ayudaría a sobrepasar los crudos rigores del invierno.
Entre tanto, don Crispín realizó varias visitas a las monjas, a las que compraba cajas y cajas de dulcísimas rosquillas que, no sabiendo qué hacer con ellas, amontonaba en un cuarto de su casa, al que conocían como “de los dulces”, donde se apilaban varias convocatorias electorales, al tiempo que hacían las delicias de los ratones.
Don Romualdo, por su parte, visitaba por las tardes a los ancianos desamparados y les leía toda clase de libros. Desde novelas rosa y de caballería, hasta poesías de Campoamor.
El día de las elecciones no faltó nadie a la cita. El triunvirato podía sentirse satisfecho: la estrategia estaba dando sus frutos. A los votantes se les veía venir en grupo, con el sobre cerrado y previamente distribuido. Primero llegaron los empleados municipales, precedidos de los serenos, luego los maridos de las Damas del Perpetuo Socorro, después los bomberos voluntarios, el clero y las monjitas con los ancianos, los almacenistas, los comerciantes, galenos y boticarios, oficiales del quinto regimiento, los estraperlistas, curtidores y zapateros, joyeros, sastres, harineros, oficiales de Correos y demás funcionarios, albañiles, impresores, aprendices, hortelanos y, finalmente, los jornaleros. En aquella disciplinada procesión estaban todos. Cerraba la comitiva don Crispín, acompañado de sus incondicionales amigos y, tras ellos, los componentes de la banda de música municipal que interpretaban el himno nacional.
El escrutinio arrojó un total de 2.583 votos a favor de Cándido Narváez, frente a los 1.340 del candidato opositor, un primo lejano de Horario Cantalapiedra. Los pronósticos de los tres camaradas casi habían acertado. Se confundieron sólo en un voto. Pensaron y pensaron quién les podía haber fallado. Pero don Crispín Tundidor nunca llegaría a sospechar del señor Miguel, el conserje.

[1] Publicado en el nº 81 de Benavente al día, marzo de 2000.

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