La Crónica de Benavente

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domingo, diciembre 31, 2006

Cuaderno del Este: Tarragona

VÍA AUGUSTA
Por José I. Martín Benito

Durante la semana de Pasión las calles y las plazas de las ciudades españolas se llenan de capirotes, tambores, cirios, cristos y dolorosas, seguidas de egregias comitivas. Como la primavera, las procesiones semana-santeras son también una explosión de los sentidos. Mientras el olor a cera se confunde con el del incienso, el oído se aturde con el monótono compás del rataplán de los tambores, salpicado ocasionalmente con el toque de cornetas y clarines. Tan sólo queda para el final el cierre de la banda que interpreta las acostumbradas marchas fúnebres. La gente se echa de una manera u otra a la calle, ya para participar activamente en el cortejo, ya para escoltar o presenciar desde las aceras la procesión.
Pero la Semana Santa, que es tiempo de recogimiento para muchos, es también de evasión para otros. Así que, en este caso, los viajeros han decidido cambiar la Vía Dolorosa, en la que se transforman las calles de cualquier ciudad durante estos días, y buscar otro camino. Lo encontrarán en las tierras de Levante, junto al Mare Nostrum, lamiendo la costa, en Via Augusta. Han querido evocar por unos días la romanidad y por eso han llegado a Tarraco; pero claro, ni los medios ni las calzadas son las de entonces y lo que, en otro tiempo, serían varias jornadas de marcha, las acaban de reducir a ocho horas. Antes de que acabe el día, todavía les da tiempo a recorrer las antiguas murallas por el lado de poniente y encontrarse con el basamento ciclópeo y los paramentos almohadillados del primer recinto romano de la ciudad. Entre torres y poternas protegen a los viajeros los baluartes que se construyeron a partir de la decimoquinta centuria para reforzar las defensas. Pero es igual, a pesar de la herencia del tiempo y de la superposición de muros, han venido a buscar Roma en Tarraco y la han hallado. Lejos quedan los versos de Quevedo: “Si buscas a Roma, en Roma, oh! peregrino/ y a Roma misma en Roma no la hallas/ cadáver son las que ostentó murallas...”. En las jornadas siguientes se toparan con el legado romano por doquier y saldrán a buscarlo, incluso, fuera de la ciudad, por el ager circundante.
Es así como encaminaron la Via Augusta, hoy N-340, hacia el nordeste. Roma queda muy lejana; es preciso salvar antes los Pirineos y luego los Alpes, para bajar por la Liguria y la Toscana a la capital del imperio. Roma queda lejos, sí, pero desde el balcón del anfiteatro o desde la torre del Pretorio la distancia parece más pequeña remontando el azul marino. Y es que fue el mar el que unió los caminos de ambas ciudades (madre e hija) o, mejor aún, el mar fue la simiente que engendró Tarraco en el vientre de la gran matrona. Escipión sólo fue el ejecutor, algo así como el enviado de los dioses capitolinos, una especie de caudillo prometeico que comenzó a construir la ciudad en los cerros que dominan la desembocadura del Tulcis (Francolí).
Con estas y otras parecidas ensoñaciones se adentran los viajeros en la antigua calzada. Poca quietud encontrarán en el entorno de Torre de los Escipiones una tarde de Viernes Santo, en el que la vía es un hervidero de cuadrigas motorizadas que, desde Barcino, han aprovechado el día festivo buscando la costa. Si el constructor del sepulcro buscó la brisa marina y la paz de los caminos, es posible que la encontrara durante los pasados siglos, pero no en los nuestros. La tranquilidad del espacio hace tiempo que se ve turbada por el constante ajetreo de los vehículos a motor. Con todo, rendirán homenaje al desconocido huésped y dirán, como reza la inscripción latina: “Enalteced las obras que dejó al morir; olvidándose de él, erigió para los suyos un solo sepulcro donde han de descansar para siempre”.
De un monumento fúnebre a otro honorífico, aunque en ambos casos, la muerte esté presente. En el término de Rodá de Bará, sobre la misma vía, se levanta el arco ordenado construir por la disposición testamentaria de Lucio Licinio Sura. Recuerdan los del lugar cuando la antigua carretera pasaba bajo sus dovelas; hoy, sin embargo, el camino se bifurca, rodeándolo. Sin zona de acceso directo para visitantes, acceder a él puede resultar temerario por el peligro derivado de franquear la barrera de los vehículos que velozmente lo bordean. Hubo un tiempo en que el Arco de Bará fue utilizado como reclamo turístico de un hotel en Tarragona. Debió de ser allá por los años veinte del siglo pasado. Hoy hay frente a él un restaurante que lleva su nombre y que luce un bonito azulejo del monumento y vende alguna reproducción para los turistas.
Con la caída de la tarde, y después de visitar la cantera del Médol, con la imponente aguja y, más tarde, casi entre dos luces, la frondosidad del acueducto de Las Ferreras, llegan los viajeros a Tarragona. En la calle les sorprende una cohorte romana. ¿Los soldados de Escipión?, se preguntan. La realidad puede superar la ficción, pero la respuesta es más sencilla: es el comienzo de la procesión del Santo Entierro, una de las manifestaciones más solemnes que celebra la ciudad.



Fotos: Murallas (Conchi Ciurana Martínez); Arco de Bará, Aguja de Médol y acueducto de Les Ferreres (Susana Calvo).

viernes, diciembre 29, 2006

Cuaderno del Este: Teruel

TORRES GEMELAS
Por José I. Martín Benito

El pasado día 11 de septiembre se cumplía un año de los atentados de Nueva York y Washington*. Ese mismo día llegaba el viajero a la ciudad de las Torres que, en España, no es otra que Teruel. Mira por donde se entera uno que los turolenses tienen también sus torres gemelas, no tan altas como fueron las de Nueva York, pero más gráciles y galanas. En el recorrido nocturno por la ciudad oye el viajero la leyenda que rodea a la construcción de las torres de San Salvador y San Martín, ligada a la rivalidad de dos amigos arquitectos, dos mudéjares: Omar y Abdulah, que competían por construir la torre más hermosa y, a la vez, por conseguir los amores de una bella dama. La construcción se hacía bajos andamios y cortinas que tapaban la obra y así, nadie, ni ellos mismos, sabía que estaba haciendo el otro. Cuando Omar descubrió su obra, los turolenses se quedaron maravillados y Abdulah, desesperado por creer que la joven elegiría entonces a su amigo, subió a la torre de San Martín y se arrojó al vacío. Pero ella, que le amaba en secreto, al saber su muerte, siguió sus pasos. Después que los alarifes descubrieron la torre de Abdulah, la ciudad se quedó atónita, al ver que ambas construcciones, la de San Salvador y la de San Martín, se parecían como una gota de agua; desde entonces se las conoce con el nombre de “las torres gemelas”.
Es Teruel, ciudad ligada al amor. A los pies de la torre de San Pedro, el viajero asiste a una improvisada representación nocturna de la historia de los Amantes, Diego e Isabel, y su trágico destino. Pero si en Teruel se muere de amor, también se puede encontrar. Dicen que quien bebe de los dos caños de la fuente de la plaza de la catedral encuentra en la ciudad el amor de su vida.
Todas y otras historias escucha el viajero, mientras suenan las doce campanadas en la ciudad de Eros y el Torico brama desde su altivo pedestal. ¡El toro y el amor, símbolos tan ligados en la mitología y en los ritos y juegos españoles y mediterráneos! También en Teruel corren un toro ensogado. El viajero ve en un escaparate diversas instantáneas en blanco y negro de la fiesta, algunas de las cuales podrían confundirse con otras de Benavente.
Son los turolenses, los de la ciudad y provincia, muy dados a los juegos del toro. El viajero se los vuelve a encontrar, sin buscarlos, en Rubielos de Mora. La carretera se adentra en la Sierra de Gúdar. El cielo se nubla y amenaza tormenta. Entra el visitante en la villa por el Portal de San Antonio, torre puerta almenada, y se halla de inmediato en la plaza de la fuente de la Negrita, frente a la casa consistorial y al palacio de los marqueses de Villasegura. Más adelante, una placa recuerda que el general Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, acabó a sangre y fuego en 1835 con el reducto liberal que se había refugiado en el convento del Carmen.
Las calles de Rubielos están desiertas, a pesar de lo avanzado de la tarde. Cuelgan de lado a lado cuerdas con banderas de bandas rojas y gualdas aragonesas, que anuncian la fiesta. Pero no se ve prácticamente un alma, como no sea la de algún viejo sentado a la puerta. ¿Dónde está la gente? El viajero se detiene en la confluencia de cuatro calles y lee los versos de un azulejo adosado a la pared:


Estas son las Cuatro Esquinas
y las Cuatro son de acero.
Quiero entrar y no me dejan,
quiero salir y no puedo.


Como una advertencia le llega el sonido lejano de un clarín. Guiado por la música, como si del cuento del flautista se tratara, el viajero acierta a ver entre los árboles la procedencia de la melodía. Allí esta la gente, fuera de la ciudad, a la vera del arroyo, esperando el momento. El recinto tiene forma de anfiteatro, con varias gradas; la orchesta transformada en medio coso taurino, en tanto que los toriles ocupan el lugar del frente escénico. Van llegando unos y otros para sumarse a la fiesta y presenciar el improvisado paseíllo, donde un grotesco mozo, seguido por la charanga, arranca los aplausos del respetable, al desfilar montera en mano y un pañuelo morado por capote.
El viajero ya ha visto bastante y decide volver al silencio de la villa, donde se dan la mano portadas adoveladas, balcones de forja y de madera, escudos nobiliarios, palacios y casonas... En una de las puertas se ha fijado un bando municipal, donde el alcalde apela al comportamiento cívico de los vecinos en las fiestas patronales y anuncia que se correrán toros embolados y ensogados. Una de las placas informativas salpicadas por el recorrido urbano advierte al turista que la tradición de estos toros de fuego y de soga es anterior a 1620, y de nuevo el visitante establece relación con Benavente, donde el toro enmaromado se documenta también en el siglo XVII.
Apenas si tiene tiempo el viajero de abandonar la villa y dirigirse a Mora de Rubielos, antes de que la tarde caiga y las tinieblas se mezclen con las atormentadas nubes, que ponen neblina en las sierras de Gúdar y el Maestrazgo.

Foto: Torre mudéjar de San Martín (Teruel) y Sierra de Gúdar.
* Escrito en septiembre de 2002

lunes, diciembre 18, 2006

Cuaderno del Este: Del Órbigo al Henares (y 4)

EL PATIO DE LOS CISNES
Por José I. Martín Benito

El postrero día de marzo retornan los viajeros a las tierras orbicurenses, después de su periplo por los valles del Tajo, del Tajuña y del Henares. Casi en un decir ¡Jesús! se plantan en Alcalá. Será su última parada antes de tomar la nacional VI y, con ello, el camino de Benavente. Apenas hay movimiento en las calles, a pesar de ser las diez de la mañana. Será que este domingo de Pascua ha sorprendido a más de uno y los cuerpos todavía no se han acostumbrado al cambio de la hora.
Buscan los viajeros un lugar para desayunar y lo encuentran en la esquina de la plaza de Cervantes. Hay allí otro grupo que también se dispone a enfilar la mañana, previo acomodo de la humana naturaleza. El interior del café cuenta con un pequeño reservado de varias mesas. No sabrían decir ahora los viajeros si son de madera o hierro –lo que no se escribe pronto se olvida-. En la pared hay una placa metálica de color azul, donde se lee “Plaza de Cervantes”, similar a la de la esquina del edificio. Cuelgan también fotografías antiguas de Alcalá, tanto de la plaza como de la calle Mayor, pobladas de guerreras y paradas militares.
Aplacado el cuerpo, es preciso llenar el espíritu. Por la calle Bustamante llegan muy pronto a la Plaza de San Diego, donde se le abre al contraluz la fachada de la Universidad. Los viajeros la han visto muchas veces, pero siempre en soporte fotográfico. Es la primera vez que sus ojos la palpan y sus manos la contemplan, como queriendo descubrir de un plumazo su complejo programa iconográfico. Pero eso lo dejarán para el momento más pausado del estudio.
Al cruzar el umbral se encuentran, junto a otros visitantes, en el patio de Santo Tomás de Villanueva. Es este un patio al que llaman, asimismo, “Mayor de Escuelas”, pero que también podrían denominarle como “de los Cisnes”, por estar este animal representado desde el brocal del pozo hasta los pedestales de las columnas, como recurso parlante de una heráldica no oficial que recuerda al fundador del estudio complutense, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. De aquí pasan los viajeros a otro espacio abierto, que dicen de Filósofos, donde escuchan en palabras del guía, el origen de la palabra “gorrón”, en alusión a aquellos criados o estudiantes que calaban un sombrero o gorra grande, diferente al resto, y que desempeñaban algunos trabajos a cambio de ropa y alimentos. Los viajeros son sorprendidos, de pronto, por el riego automático. -“Es que el césped tiene que estar dispuesto para dentro de tres semanas, cuando venga el rey a entregar el Cervantes”- se justifica el guía. Y, como antesala, de la venidera jornada, les hace pasar al Paraninfo y les ilustra sobre la puesta en escena de pretéritos exámenes de doctorado: -“Allí la cátedra, donde subía el examinando.., alrededor los profesores que le hacían preguntas...”. Ahora el guía dirige el índice al techo, para señalar la armadura, y luego al suelo, con trazado geométrico de azulejo.
Desde el Paraninfo se dirigen los viajeros a la capilla. En el presbiterio se levanta el marmóreo túmulo de Cisneros, ostentoso sepulcro vacío, más para la gloria de sus artífices que para albergar los restos del egregio franciscano.
A la salida de la vieja Universidad son obsequiados con unos pastelillos de chocolate. Es Domingo de Pascua, claro, ya se ha dicho... Ahora sí, ahora la calle Mayor está rebosante. Los viajeros se pierden por la ciudad y se inmortalizan delante de la fachada del palacio arzobispal. Casas, conventos, antiguos edificios... reconvertidos en establecimientos más mundanos, les sorprenden en la calle de Santiago.
Poco después del mediodía dicen adiós a Alcalá y, bordeando Madrid por la M-40, toman la carretera de La Coruña. Se cruzan con los que regresan a casa. La mañana está, a ratos, nublada. Hay miles de vehículos retenidos. Los usuarios, pacientemente, esperarán que la cola se ponga en marcha. Pero es inútil, nada se mueve. Los viajeros pasan Villalba y el túnel de Guadarrama; todo sigue igual. Miles de coches y personas atrapados. ¡Un largo vía crucis en el día de Pascua! Sólo cerca de Villacastín la cola desaparece y se abre el cielo.
Los viajeros deciden hacer escala en Mota del Marqués para comer. Todo está saturado, pero, finalmente, encuentran mesa y mantel. Mientras esperan se entretienen observando el ajetreo, la salida y entrada de comensales, las discusiones de las camareras, el ir y venir de carnes a la parrilla. Un lugar para repostar y llenar el vientre, no para disfrutar del sosegado placer de la comida.
A las cinco de la tarde están los viajeros cruzando el Esla en Castrogonzalo. Vuelven fatigados del Henares y lo que menos han pensado es ordenar sus impresiones. Eso vendrá después. Antes, deben pasar el Órbigo y buscar el Tera para ver a “Linda” en Mózar de Valverde.


Fotos: Detalle de la fachada de la Universidad de Alcalá. Sepulcro de Cisneros (R. Jiménez) y Mota del Marqués desde el castillo.

jueves, diciembre 14, 2006

Cuaderno del Este: Del Órbigo al Henares (3)

LOS HUESOS DEL ARCIPRESTE
Por José I. Martín Benito
Se han detenido los viajeros en Torija, camino de Hita. Quieren admirar el castillo que descubrieron el Viernes Santo desde la autovía camino de Sigüenza. De nuevo los Mendoza salen a su encuentro. Lo que menos esperaban encontrar allí es un museo dedicado al “Viaje a la Alcarria”, ubicado en la torre del homenaje, con recuerdos, aperos y fotografías del periplo que Cela hizo por estas tierras. Por allí andan pues el Félix, don Mónico, las Tetas de Viana y la señorita Julia, la maestra de Casasana, “una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad”. Ya de regreso a Benavente, los viajeros comprobarán que Torija tiene su propia página en la red, desde donde se accede a otra dedicada monográficamente al viaje del escritor de Padrón. Andar caminando por la red debe resultar menos cansado que hollar las tierras alcarreñas en la dura posguerra.
Los viajeros se despiden de Torija y del espíritu de “El Empecinado”, que anduvo por estos lares destripando gabachos y volando los muros del castillo para que éste no cayera en manos enemigas. Por carreteras ya familiares, bajan a Torre del Burgo. A lo lejos divisan una población, arropada en torno a un empinado cerro, que se les antojaría un volcán, de no conocer ligeramente la geología de estas tierras. Intuyen que, por la distancia, debe ser Hita, lo que comprueban una vez que enlazan con la carretera que une Jadraque con Guadalajara. Los viajeros han entrado en la villa por la puerta de Santa María preguntándose por el recuerdo de Juan Ruiz. Y allí está, sólo doblar el arco que se abre en la antigua muralla, la plaza del Arcipreste, con su café homónimo. Tras la plaza, les salen al paso las ruinas de San Pedro y muchos solares abandonados, sin construir, ecos de una guerra civil (la del 36) que dejó prácticamente arruinada la villa. Por la calle de la Cerería buscan la iglesia de San Juan. En su interior, un grupo de mujeres entona cánticos de ensayo. El zócalo está compuesto por laudas sepulcrales en caracteres góticos. Preguntan los viajeros por los huesos del Arcipreste, pero una de las mujeres les responde que no sabría decirles dónde fue enterrado. De regreso al punto de partida, se imaginan a doña Endrina paseando por la plaza con donaire, figura y alto cuello de garza; al mismo tiempo se preguntan si la Hita de entonces fue capaz de inspirar el “Libro de Buen Amor”, adobado con el “Panfilus de Amore”.
La tarde se ha ido echando encima cuando ponen dirección a Cogolludo. La carretera es similar a la que corrieron en busca de Brihuega. Los viajeros se preguntan si podrán llegar a ver el palacio, dado lo avanzado de la hora. Cuando llegan, apenas queda luz para hacer unas instantáneas. El palacio está cerrado. Un grupo está parado delante de la fachada. Se acercan. Hay una mujer explicándola, con un libro y una gran llave en la mano. Se disponen a entrar. Los viajeros piden permiso para unirse a ellos. Es así como consiguen entrar en el recinto palaciego. El interior casi no existe. Visto así, la fachada parece un decorado. Esa misma impresión tuvo nuestra impetuosa guía Inés, cuando llegó a Cogolludo hace catorce años, después de haber estado de emigrante en Alemania. Inés Martín es de Aldeadávila de la Rivera, en los Arribes. Su vinculación salmantina la delatan los adornos charros que luce. Inés tiene una hija de alguacila en Torresmenudas, que antes estuvo en Benavente. Pero eso es otra historia que nos aleja del palacio. Dice nuestra guía que quieren reconstruirlo y devolverle buena parte de su integridad. Hace unos pocos años empezaron por el patio, pero el asunto va para largo. Cita Inés, de memoria, la valoración que Antoine de Lalaing hizo cuando en 1502 acompañó a su señor Felipe, el Hermoso, y a Juana de Castilla, quienes, desde Jadraque, se acercaron a admirar el palacio que don Luis de la Cerda se había hecho en la villa de Cogolludo. Escribía el de Montigny que el palacio “...vale siete de los nuestros... y es él más rrico aloxamiento que ay en Espanna”. Por esas mismas fechas, a propósito de la visita que hizo a Benavente, el mismo cronista dejó escrita una larga relación del castillo de los Pimentel, al que consideró “uno de los más exquisitos de España”. Aquella mansión, perdida la residencia de los duques de Medinaceli, comenzó su decadencia y deterioro, y corrió una suerte muy dispar. Fue cuartel general de “El Empecinado”, vaquería, lechería, cuartel de la benemérita, horno de asar, pastelería, almacén de maquinaría agrícola, salón del cine parroquial y toril en las fiestas patronales. Cuentan que también allí, como aquí, un anticuario norteamericano pretendió llevárselo a los Estados Unidos. Pero el de Benavente, sabido es, corrió peor suerte que el de Cogolludo, pues después de la venta al testaferro de Hearts, sus paredes, voladas con dinamita, fueron a parar, triturada la piedra, al firme de caminos y carreteras. Finis gloriae mundi.


Fotos: Las Tetas de Viana. El castillo de Torija. Palacio de Cogolludo (Luis Monje).

lunes, diciembre 11, 2006

Cuaderno del Este: Del Órbigo al Henares (2)

DE CASTILLOS Y JINETES
José I. Martín Benito

Al bajar al valle, los viajeros hacen un alto en el camino para contemplar la villa de Atienza y quedarla registrada en la retina de su cámara fotográfica. Buscan el castillo, enclavado en la peña fuerte, y rodean el cerro. A media altura dejan sus mecánicas cabalgaduras y encaran la que fuera, en otro tiempo, inexpugnable peña. Ya no hay guardias, ni sarracenos, ni cristianos, ni soldados napoleónicos. Los franceses se llevaron muchas alhajas y no sé cuantas arrobas de plata, pero otras tantas dejaron. Por allí andan, entre los museos de San Gil y de San Bartolomé, para deleite de visitantes. Pero estábamos subiendo al castillo... Romería impenitente ésta de Viernes Santo, aunque cerca de la iglesia de Santa María del Rey se conserven los restos de un antiguo Vía Crucis. En la peña, dos aljibes y el torreón, todo franqueable y ruinoso, pues las cicatrices del tiempo son más profundas que las de las lombardas y otros ingenios militares. En la azotea de la torre del homenaje se escuchan varias lenguas, todas ibéricas, mientras el panorama se pierde camino de no se sabe dónde.
Los viajeros cruzan y salen de Atienza con la rapidez de una puesta de sol. Atrás quedaron los fósiles, las tiendas de artesanía no visitadas y las iglesias, unas abiertas al culto y otras reconvertidas en muestras de arte sacro. De regreso a Guadalajara, por carreteras con mil y una curvas, pasan por Jadraque, en cuyas alturas se yergue imponente y luminoso el castillo de los Mendoza. Poco después, entre tinieblas, descubren Hita y deciden volver al día siguiente.
La mañana del Sábado de Gloria marchan los viajeros hacia Pastrana por la sinuosa carretera de Hueva. Andan los mercaderes en el templo: la iglesia del extinguido convento de San Francisco (antigua casa de oración) acoge una Feria de Miel de la Alcarria. Mientras, en la plaza del Deán, una jauría de perros enjaulados y las furgonetas que los transportan ocultan la oficina de turismo, todavía cerrada a pesar del horario de apertura que se anuncia en la puerta. Abajo, en la plaza de la Hora, han aposentado sus reales una churrería y una pista de coches de choque con su carpa. Así que no tienen los viajeros la impresión de encontrarse en una ciudad medieval, como la tuvo C. J. Cela en 1946, ni mucho menos estar en una plaza despejada, sino con falta de aire. Por lo demás, el palacio de la de Éboli está cerrado, en restauración; arena, andamios y vallas acaban por estrangular el espacio.
El suelo de las calles de Pastrana está sucio. Los viajeros no pueden por menos de hacer una comparación odiosa con la pulcritud de Sigüenza. En la plaza de la Fuente de los Cuatro Caños hay una antigua pescadería trocada ahora en tienda de ultramarinos. Sus pasos les han guiado hacia la Colegiata, donde pretender admirar los tapices de la toma portuguesa de Arzila. Cruzan la verja y entran. Preguntan por el museo, pero les dicen que vuelvan más tarde, hacia las 11,30 h., a ver si se va formando un grupo. Salen. En la calle de la Palma, unas yeserías medio ocultas y un rótulo anuncian una primitiva sinagoga. Hay un gato en la ventana y un hombre a la puerta. De regreso a la iglesia, leen los barrocos epitafios y, tras esperar que la guía terminara de colocar las flores en los altares, pueden pasar, por fin, a admirar los tapices, imágenes y ricos ornamentos litúrgicos. Anda por allí una talla del profeta Elías atribuida a Salzillo, gemela de otra vista en Sigüenza. Luego, bajan a la cripta de los duques y escuchan la historia de cómo doña Ana de Mendoza perdió el ojo y cómo, siendo aún una niña, la casaron con Rui Gómez de Silva, veintitrés años mayor que ella. Salen por segunda vez de la Colegiata. Poco más les entretiene Pastrana, si no es una caótica circulación del tráfico; así que, como pidiendo auxilio, buscan ansiosos el Tajo en Zorita de los Canes para escaparse a las ruinas de la despejada Recópolis.
Del Tajo al Tajuña. Bordean el pantano de Borlaque, después de haber dejado atrás la nuclear de Zorita y por Sayatón y Anguix buscan la general en Sacedón. De allí a Tendilla. Al comenzar la tarde están los viajeros en Brihuega, la que coronan, dejando atrás unos últimos kilómetros de carretera estrecha, plagada de curvas, baches e irregular asfalto. Después de comer, bordean la muralla. Una placa en el Hostal “El Torreón”, al lado de la puerta de La Cadena, recuerda que Cela pernoctó allí en sus dos viajes a La Alcarria. Tres jinetes a caballo parecen saludar a los transeúntes antes de llegar a la plaza de toros, construcción de los años sesenta, perfectamente integrada en el caserío. Cerca está el castillo de la Peña Bermeja y la iglesia de Santa María, que permanece cerrada. Brihuega está limpia y, en parte, restaurada. Apenas si se reconocen las cicatrices de la guerra civil, como no sea en los viejos álbumes de fotografías. ¡Lástima el estado de la Real Fábrica de Paños, arquitectura que perece, en contraste con la savia que fluye en su jardín romántico! Es éste “un jardín para morir, en la adolescencia, de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia”, como dejó escrito don Camilo.
Desde Brihuega se dirigen los viajeros a Hita, en busca de Trotaconventos, pero se topan en medio con Torija y deciden entrar.


Fotos: Vista desde el castillo de Atienza (Luis Monje). Castillo de Atienza. Ana de Mendoza, condesa de Éboli y ruinas de Recópolis en Zorita de los Canes.

martes, diciembre 05, 2006

Cuaderno del Este: Del Órbigo al Henares (1)

ECOS JERÓNIMOS
José I. Martín Benito


Por la Alcarria, el recuerdo de C. J. Cela asalta a los viajeros a cada paso del camino. En Guadalajara, en la calle Mayor Baja, cerca de la plaza del Ayuntamiento, la librería “La Alcarreña” luce una placa en su fachada, recordando que allí estuvo don Camilo por los años cuarenta. Es Jueves Santo y el comercio está cerrado. Apenas hay gente. Parece que hollan una ciudad fantasma, venida a menos. Sólo el palacio del Infantado, presidido por una reciente y monumental escultura del Gran Cardenal Mendoza, parece proclamar sus antiguas grandezas. El interior alberga la biblioteca pública y el archivo histórico provincial. Las paredes altas están llenas de “graffiti” y de huellas de oso (estas últimas sobre papel pegado indican un itinerario infantil) todo en consonancia con el abandono de los muros y accesos exteriores que dan hacia los jardines. En las grietas crecen algunas plantas que amenazan con destripar los paramentos. Los viajeros visitan también la con-catedral de Santa María y el convento de la Piedad, antiguo palacio de otro Mendoza, don Antonio, y reconvertido, desde los tiempos de Isabel II, en Instituto de Enseñanza Media con el nombre de Liceo caracense.
Pero quieren encontrar pronto los ecos jerónimos y, por eso, salen para Lupiana. Las ruinas de San Bartolomé están arriba, en las altas colinas que dominan el pueblo. Un cartel advierte que el monasterio es propiedad particular y que sólo se enseña los lunes. Apenas si pueden subir un terraplén y por la maltrecha cerca asomar la curiosidad. Aquí se celebraron los capítulos generales de la orden. Ahora los viajeros han venido desde el Órbigo, acaso por evocar las llegadas que en otro tiempo hicieron los priores desde la casa de Benavente. Tras los muros, sólo podemos imaginar, por el recuerdo de una fotografía, el claustro de Covarrubias y la búsqueda afanosa de Fray José de Sigüenza para escribir su Historia de la Orden de San Jerónimo. La paz de estos parajes es alterada por la machacona y ruidosa música que sale de un automóvil, en torno a la cual se congregan más de media docena de jóvenes llegados desde Madrid. No tienen aspecto de querer visitar el monasterio...
Los viajeros bajan al pueblo, toman un café y suben hasta la iglesia. Se cruzan con varias mujeres que bajan de los Oficios. Desde su explanada elevan la mirada al altivo y lejano San Bartolomé. En el interior del templo ya casi no queda nadie. Al bajar, pasan por el solitario lavadero público y, preguntando, conocen que todavía no es una reliquia del pasado, sino que, de vez en cuando, las mujeres lo utilizan.
Cuando regresan a Guadalajara, al ponerse el sol, la ciudad ha cambiado. Las calles se han llenado de gente para ver o asistir a la procesión. Sale el Nazareno de San Nicolás el Real cubierto por un manto ricamente bordado y se encuentra de frente en la plaza del Jardinillo con una estatua desnuda de Neptuno. Pero los cofrades y los fieles parecen ignorarlo. Sólo los viajeros advierten la disparidad de atributos: la cruz frente al tridente. Uno camino del Calvario –mañana será crucificado; otro, reclamando su reino en las aguas del Henares.
Al día siguiente los viajeros toman la ruta para Sigüenza. La mañana es fría, gris. Cuando divisan la ciudad, evocan tímidamente Albarracín –no sabrían muy bien por qué. Tras desayunar en el Hostal “El Motor”, plagado de fotografías de celebridades que han pasado a degustar sus platos, se dirigen a la recia y almenada catedral. Tienen la impresión de qué está cerrada, pero se equivocan, hay culto y visitas en el interior. Penetran tras la huella del Doncel y preguntan a un cura por don José, el obispo guinaldés: “Acaba de salir, debe haber ido a palacio”, les responde. Allí se dirigen, pero en vano, nadie contesta. La mañana huele a procesión y por las calles comienzan a aparecer caballeros andantes –sin caballo-, con coraza y yelmo, que portearán los pasos por una improvisada Vía Dolorosa. Los viajeros suben zigzagueando por varios rincones al Castillo de los Obispos, ahora reconvertido en lujoso parador de turismo. Sigüenza es una ciudad cuidada, limpia, con una marcada impronta episcopal en sus calles, plazas y edificios. Tras la visita al castillo, bajan por la calle del Portal Mayor, en busca del Arco y, desde aquí, por la Bajada de San Jerónimo se topan con la procesión, que ha ido incrementando los pasos desde que salió de la catedral. Encuentran a don José en palacio, que agradece la visita. En animada plática el tiempo pasa y con él, Ciudad Rodrigo, Fuenteguinaldo, Sajeras, amigos y conocidos comunes, el devenir de las diócesis pequeñas y el incrontolado crecimiento de las cercanas a Madrid. Cuando se despiden, quedan en verse el día 28 de abril en León, en la toma de posesión de don Julián, electo legionense.
Al mediodía la ciudad es un hervidero. Las casas de comida están llenas, repletas. Turistas semanasanteros que salen y entran. Les dan mesa para dentro de una hora. Los viajeros toman la carretera para Atienza, descubren el castillo y las murallas de Palazuelos y suben a comer, tranquilamente, a Pozancos. Atienza, la “peña muy fort” del Cantar del Mío Cid, les espera.

Fotos: Monasterio de San Bartolomé de Lupiana (Ilustración Española y Americana); Fray José de Sigüenza, por Zurbarán y catedral de Sigüenza (fotografía de J. M. Fontecha).

lunes, diciembre 04, 2006

A partir de mañana

CUADERNO DEL ESTE
José I. Martín Benito

El "Cuaderno del Este" no es más que un recorrido por las tierras de levante, ya sean ibéricas o itálicas. Son, y así hay que verlo, crónicas de viajes. De algún modo obedece al mismo planteamiento que "La Torre de Babel", aunque en este el viajero recorría y evocaba paisajes de la frontera occidental. No obstante, por buscar un cordón umbilical que una a ambas (tanto a La Torre... como al Cuaderno...) he introducido al final el capítulo del Contrapunto: por la Raya de Portugal.
Por este Cuaderno desfilan las tierras de Guadalajara, de Huesca, de Cuenca, de Cataluña... pero también de Roma y Nápoles.
La extensión o dispersión de las crónicas depende también del interés, motivación o capacidad del viajero en el momento de tomar sus notas "in situ". Estas notas han condicionado después la reelaboración y confección del texto final. En otras ocasiones, el viaje ha sido más pausado y lento, hollando más la tierra, por lo que pudiera parecer, en efecto, que esos espacios se dilatan. Esa es la intención: ampliar y extender la reflexiva mirada, el saltar del presente al pasado en un ir y venir constantemente recurrente. En eso consiste la evocación: en traer los paisajes y los hombres de ayer a los espacios de hoy. Curiosamente cambian los hombres, pero la tierra y el lugar, permanecen.
Por otro lado, la aparente dispersión geográfica está intencionadamente reivindicando la idea de "plus ultra", no precisamente hacia el oeste, sino, en este caso, hacia la luz de oriente. Hay, por tanto, una vindicación de las raíces ibéricas, sí, pero también de lo mediterráneo -de sus islas puente- y del mundo clásico. Por eso, los dos cuadernos italianos que contienen estas crónicas no podían dejar de estar aquí. Son algo así como la piedra angular del corazón que late en el levante hispánico. El viajero fue a buscarlos para hacer más cercanos y sentidos el resto de los espacios. Y es que la cercanía, o mejor la proximidad, no dependen sólo de la distancia, sino también del rescate de la memoria y del recuerdo.
A partir de mañana comenzaremos a subir a este blog las crónicas que componen el Cuaderno del Este.
Foto: Cruz en el camposanto de Valeria (Cuenca), diciembre de 2005.

domingo, diciembre 03, 2006

De mis papeles (11)

A MIS DIECINUEVE
Por J. I. Martín Benito




Te escribo desde un puerto.
La mar salvaje llora...

(Gabriel Celaya)


Estos versos nacieron con espuma de ausencia.
Cuando la fuerza del mar golpeaba otras puertas
la paloma del norte me sopló con su viento.

Ven a verme en silencio al coro de los astros.
Subido en el planeta sin fondo de inconsciencia
te llamo y te recuerdo, lentamente, en la sombra.

Descubro tu mirada de alondra, fugitiva;
tus lianas de seda, tu cabello enredado,
tus diminutos ojos que salpican estrellas,
tu sonrisa de virgen, de ninfa primavera.

Te reclamo gozoso, mártir de entresueños,
al planeta terrible que no has buscado nunca,
de volcanes cansados que vomitan salvajes,
que escupen las canciones más bellas de la tierra.

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