La Crónica de Benavente

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miércoles, noviembre 12, 2008

Crónicas galas (1)

CUADERNO DE AQUITANIA
BURDEOS
José Ignacio Martín Benito

Del Órbigo al Garona. En la mitad del camino, el Oria jugó con ellos al escondite, como si quisiera emular al Guadiana. Bajaba bravío e impetuoso, acusando el deshielo de la nieve caída en la semana anterior.
El destino es Burdeos. Han pasado casi treinta años desde la última vez. Entonces era otro el motivo del viaje. Había que vendimiar los viñedos de Monsieur Derruneau, con los que el patrón contribuiría a elaborar los famosos caldos del país. Los viajeros, que eran también otros, durmieron en un barracón; no sin peligro de ser unos nuevos sanlorenzos, compartieron cama al lado de la encendida chimenea y se lavaron en la palangana con el agua fría que había dormido al sereno. De Burdeos sólo recuerdan que llegaron de noche y el gentío de la estación del ferrocarril, donde el patrón les recogió para llevarles al trabajo.
Ahora, los viajeros llegan a la ciudad pasada la media tarde. Han cambiado el ferrocarril por el automóvil particular. El sol aún tardará en ponerse, por lo que tendrán tiempo todavía de entregarse a la ciudad. Así lo harán. Por la avenida del Général de Larminat, encararán la Rue d´Omano y el Cours de Maréchal Juin. Su destino es la catedral y el Hôtel de Ville, pero antes se toparán con el gran contenedor de libros: la Biblioteca Pública, moderno, espacioso y acristalado edificio que no se resisten a evitar; al contrario, se sumergen en él y todavía llegan a apurar su luz y a palpar los hilos que mueven la lectura.
Antes de llegar a la catedral irán descubriendo una ciudad donde se dan la mano la antigüedad y la modernidad. Burdeos ha sabido combinar su tradición arquitectónica con arquitecturas de vanguardia, como puede verse en el entorno de la Escuela de la Magistratura.
A un tiro de piedra está la catedral de San Andrés, con su atronador órgano y las tumbas de algunos de sus ilustres arzobispos, a donde llegan los ecos remotos de Bernini en los sepulcros papales vaticanos. Fuera, una torre exenta, de mediados del siglo XV, sirve de altivo pedestal a una imagen en cobre de Nuestra Señora de Aquitania. Los viajeros se trocarían un momento por la metálica escultura, para poder dominar, desde aquella atalaya de vértigo, el río y la ciudad.
Se tendrán que conformar, empero, con encaramarse al pretil del puente de piedra y contemplar un ancho y caudaloso Garona, recortado por la figura de un buque de guerra varado o, para ser más exactos, fondeado en el puerto. Es Burdeos ciudad de paz, abierta y tranquila y por eso el crucero Colbert resulta un tanto anacrónico. De algún modo el puente, el río y el barco se dan la mano, pues hasta aquí llegan los ecos de la gloriosa historia militar de Francia. El puente lleva el nombre de Napoleón, mientras que el barco, según las guías, es el antiguo buque insignia de la flota francesa en el Mediterráneo, que sirvió al general De Gaulle en sus viajes a América Latina y al Canadá. Muy cerca de allí, en el inicio de la Cours de Víctor Hugo, está la Puerta de Borgoña, auténtico arco de triunfo en una exedra decimonónica que recuerda las construcciones del romano imperio. El barco, dicen, es hoy un Museo, pero los viajeros no tuvieron tiempo de comprobarlo.
Lo que sí comprobaron es el aire cosmopolita de la ciudad. En la plaza de Rohan, junto a la catedral, los viajeros oyeron hablar en español rioplatense a un nutrido grupo de adolescentes que -se ve- estaban de paso. Pero también naturales de aquí y de allí: galos, asiáticos, sirios, libaneses, africanos y magrebríes se dan la mano en la llanura aquitana. A lo largo de la Cours de Víctor Hugo proliferan los negocios orientales, en forma de locutorios, ultramarinos, cibercafés, y otras tiendas de género diverso. Aire cosmopolita, sí, y también muchas bicicletas. En Burdeos parece que sus habitantes se han tomado en serio el “desarrollo sostenible”, pues no sólo están los velocípedos, sino que el transporte urbano ha sustituido los autobuses por los tranvías. Y los viajeros lo celebran.

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lunes, noviembre 10, 2008

El viaje del magistral (y 7)

EL MARAGATO
José I. Martín Benito

El lugar estaba muy concurrido, sobre todo por arrieros maragatos que, con sus reatas de mulas, hacían el camino de la Corte a Galicia y viceversa. Conocí a uno de ellos, natural de Santiago Millas, que es lugar cerca de Astorga, al cual referí mi viaje sentados junto al fuego y dando buena cuenta de unas exquisitas truchas, que aquí, en las aguas cristalinas de estos ríos, se crían sonrosadas y hermosas.
El maragato, que vestía unos calzones muy anchos, de manera que en cada pernil cabría media fanega de trigo, me dio un trato sencillo y me previno acerca de los peligros de los caminos. Él nunca viajaba sólo, sino que lo hacía con tres o cuatro paisanos, que “el andar errante –como lo hacían ellos en buena parte del año- requería la ayuda y la asistencia de otros, pues los recodos y los montes están a veces atestados de bandoleros que, a la menor, le rajan a uno en canal, por quitarle hasta el sombrero”, decía. Y en eso, se tocó el que le cubría la cabeza, que era de elevado pico, de manera que parecía un embudo. Y me contó que, en cierta ocasión, aún yendo él y otros tres compañeros juntos por El Cebreiro, tuvieron que hacer frente a unos tantos bandidos que se le abalanzaron, de lo cual él mismo le había dado de cuchilladas a uno de ellos, de tal guisa que lo dejó malherido y medio muerto.
Y es que estos maragatos venden cara su alma y su cuerpo; que, aunque son temerosos de Dios, no se confiesan –tal vez por estar mucho tiempo fuera de su tierra, de sus deudos y de las obligaciones de la Santa Madre Iglesia; y, aunque son pequeños de cuerpo y, en apariencia gentes dóciles y de mucha verdad e ingenuidad, en defendiendo sus mercadurías no hay vizcaíno ni murciano que con ellos pueda.
Esa tarde determiné quedarme en la venta, que como el día era corto y viajaba sólo, no quería tentar más la suerte.
A la mañana siguiente, temprano, salí para La Bañeza, que está a tres leguas de La Vizana. Pasé por Alija, que es villa de la casa del Infantado, y sin detenerme, atravesé los pueblos de Genestasio, Quintana, La Nora, Laveanos, Villanueva de Jamuz, San Juan y San Martín de Torres y Cebrones, llegando antes del mediodía a La Bañeza. Y en llegando a este lugar, me sentí como en casa, pues me dirigí a la del arcipreste Quintana, al que conocía de mis tiempos del seminario y allí pasé la noche.
Me detuve en esta villa dos días, lo que aproveché para descansar de los sobresaltos del camino, en especial de la mala experiencia de Mosteruelo; así que, con tiempo, pude visitar el convento de carmelitas descalzos y venerar la imagen santísima de Nuestra Señora del Carmen, que es de las más hermosas y devotas que tiene esta religión.

***
Hoy, cuando la parca me ronda, los recuerdos se hacen vivos y descubro, como si fuera ayer, el rostro de Su Majestad en el medallón de la casa de los obispos de Santa Marta; y la humilde cabaña –para mí palacio- del pastor que me acogió la noche de mi infortunio. Y veo también a Alonsillo y a su aguerrida moza en el mesón de Benavente; y todavía siento un escalofrío al cruzar un río, acordándome del tambaleante puente de La Vizana. Distingo asimismo las facciones del beneficiado de Villabrázaro y del arcipreste de la Bañeza; en cambio, no recuerdo el rostro del maragato y sí, en cambio, su sombrero.

En Astorga, 7 días del mes de diciembre del año del Señor de 1575.
Yo, Baltasar de Zúñiga, canónigo magistral de su catedral. Dios me perdone. Amén.

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