La Crónica de Benavente

vallesbenavente@terra.es

jueves, enero 24, 2008

Paisaje con figuras (5)

LAS COMADRES [1]
Por José I. Martín Benito

A las ocho de la mañana comenzaban a llegar las más madrugadoras. A eso de las nueve el río estaba repleto de lavaderos y tajuelas, de jabón de sosa y de baldes de cinc. Como un ejército de arqueros agazapados, en formación de media luna, las lavanderas permanecían largo tiempo arrodilladas sobre la banqueta esperando el momento del asalto. Pero cuando uno se acercaba, comprendía que aquel ejército no hubiera podido sorprender a ninguna guarnición, pues no era el silencio precisamente lo que caracterizaba a tan disciplinada formación genuflexa. Ni tan siquiera los enormes cantos rodados esparcidos por la orilla del río podrían servir de proyectiles a catapulta alguna, ante la imposibilidad de cruzar la anchura de la madre vieja del río. Un sin fin de voces se mezclaba con el rítmico chapoteo de las conchas de jabón que buscaban en el agua el bálsamo para cubrir la ropa húmeda. Las comadres golpeaban la ropa con la concha, frotándola una y otra vez sobre la superficie ondulada del lavadero y su sonido se extendía por el río como si fuera el de unas cajas de guerra o atambores llamando a la batalla. Pero en esta guerra incruenta no había sangre. El rojo se trocaba por el blanco. La orilla se llenaba de bálago y, cuando este se esfumaba, el agua incolora e inodora perdía sus propiedades y se tornaba en un gris claro y espeso.
Luego, el disciplinado ejército desplegaba sus estandartes. Iban las mujeres y las mozas extendiendo las sábanas y camisas enjabonadas en la pradera y, con los calderos de agua por hisopo, le hacían reverencias, rodeándola y salpicándola para que el sol hiciera el resto y sacara el blanco inmaculado tras el ritual. Pero la ceremonia precisaba volver otra vez al agua para aclararla y quitarle los restos de jabón. Otra vez la espuma crasa se esparcía por el pequeño dominio acuático bajo el empinado lavadero. Finalmente, desprovista de todas sus impurezas, volvía la ropa de nuevo a la pradera, limpia, refulgente, como una virgen recompuesta.
Aquella mañana de julio el corro de comadres comentaba los sucesos acaecidos en la pasada noche de San Juan. De vez en cuando dejaban el jabón entre los cantos para persignarse y rezar un avemaría por la desgraciada Micaela San Juan. ¡Quién lo iba a decir! La muchacha más lozana del valle aparecida ahogada en el remanso del molino. ¡Jesús! Y otro avemaría... ¡Cuántas veces había estado allí mismo con ellas, comentando los rumores y cuchicheos acerca de los amores ocultos de Ángela Villaquirán con don Generoso, el boticario de la ciudad, al que se le veía últimamente por el pueblo al caer la tarde, con la disculpa de llevar algunas medicinas! La última vez que la joven Micaela había estado torciendo la ropa en la ribera habían hablado de la feria y de los abalorios que lucirían el día de la fiesta, el 24 de junio.
-La cosa no podía acabar bien-, se oía a la comadre más vieja. Viene de familia. Y entonces todas escuchaban, una vez más, la conocida historia de Dolores Sarmiento, la tía-abuela de la joven, que también apareció ahogada en el molino muchos años atrás. –Es como una maldición-, decía santiguándose y, como por inercia, el corro de comadres se llevaba también el índice a la frente.
-Dicen que si la Guardia Civil anda buscando aquel forastero que bailó con ella antes de encender la hoguera; dicen también que si Miguel, el del molino...
Quién sabe!-, terció otra vez la vieja comadre. – Nunca se esclareció el asunto de Dolores Sarmiento y, me temo, que éste lleva el mismo camino. El mismo lugar, la misma noche... Yo creo que hay algo diabólico en todo esto. -¡Jesús!-, se oyó al corro y luego: -“Dios te salve, María...”.
A eso de las doce, cuando el calor apretaba, el río estaba vacío. Sólo los estandartes desplegados en la pradera hacían guardia, como testigos mudos de las conversaciones matutinas, esperando quizás que el viento, que soplaba desde el molino, susurrara los secretos que guardaba. Cuando por la tarde las comadres volvían al campo de batalla y recogían y doblaban en silencio la ropa seca, ya hacía horas que el viento no soplaba y el molino se ocultaba en la sombra, casi penumbra, de los álamos.

Benavente, 30 de junio de 2001

Imágenes: Arriba, derecha: Las lavanderas, de Juan Francés. Abajo, izquierda, Las Lavanderas, S.F.P. Billet (dibujó y grabó); A. Cadart (imprimió); Aguafuerte, 16 x 12.2 cm. Colección MNSC.

[1] Publicado en el nº 88 de Benavente al día, agosto de 2001.

Etiquetas:

miércoles, enero 09, 2008

Paisaje con figuras (4)

EL COLECCIONISTA [1]
Por José I. Martín Benito

Cuando Raimundo Bocanegra guardó meticulosamente el mechón en una cajita de cerillas, cuya tapa marcó con las iniciales A.C., el ingenuo propietario estaba jugando la partida de dominó en el casino, como solía hacer todos los sábados por la tarde. Bocanegra, con aquel trofeo, había añadido un nuevo objeto a su colección.
La afición le venía de niño, cuando su padre le llevaba a la feria de Botijeros. Recordaba como la primera vez que vio tantos cuernos juntos, un escalofrío le recorrió la piel. Aquella noche soñó con toros, vacas y bueyes, con cornamentas largas y cortas y se sobresaltó. Sin embargo, sólo seis meses más tarde, cuando su tío Marcelino, el matarife, le regaló dos astas de vaca para sus juegos infantiles, “Mundín” trocó sus miedos por una inexplicable atracción. Desde entonces comenzó a visitar el matadero y le pedía a su tío que le guardara cuernos de toro, de cabra, de carnero... Así comenzó su colección, que al principio guardaba celosamente, como si fuera un secreto. Pronto descubrió que era mejor salir del anonimato. Los cazadores le surtieron de colmillos de jabalí, de cuernos de corzo y de venado, y hasta de muflón. Se jactaba de tener también un pico córneo del buitre orejudo, pero nunca reveló su origen. Consiguió también que Paco, el pastor, le labrara un cuerno de vaca a navaja y que el carretero le regalara uno viejo que utilizaba de recipiente para engrasar los ejes.
Así, poco a poco, llegó a tener una variada representación de todos los cornúpetas de la Península Ibérica. Pero, al poco tiempo, la creyó insuficiente. Faltaban ejemplares de los animales africanos y asiáticos y eso era mucho más difícil. Así que Bocanegra comenzó a coleccionar fotografías. Algunas procedían de los cromos de la colección “Fauna salvaje” que distribuía una conocida marca de chocolate. “Mundín” devoraba las tabletas en busca del tesoro. De este modo pudo conseguir ejemplares gráficos de colmillos de elefantes, de cabezas de cebúes, antílopes, ñúes, rinocerontes y búfalos. Su obsesión le llevó a sustraer libros de la biblioteca pública para recortar dibujos de animales prehistóricos, tales como mamuts y bisontes. Fue su amigo Marco Antonio el que le dio un nuevo horizonte: los bisontes, que aparecían pintados en el techo de Altamira, existían aún en América; eran a los que, en las películas del oeste, se les llamaban búfalos. Marco Antonio ejercía de censor. Por él pasaban todas las películas que se proyectaban en el único cine de la villa y todas las impresiones (semanarios, boletines, hojas parroquiales...). Fue así como Raimundo Bocanegra amplió su colección, reuniendo ahora fotogramas de películas que, cuidadosamente, cortaba y le suministraba el censor.
Su repertorio de cuernos era tal que un buen día decidió exponerlos, azuzado por Marco Antonio. El eco de la muestra llegó hasta la capital de la provincia, de lo que dieron cuenta los diarios y hasta se fletaron autobuses para acercarse a verla. Pronto la fama se extendió por todo el país. Conocidos pintores le remitieron algunos grabados que tenían como tema la fiesta nacional. Hasta Ramiro de Triana le envío disecada la testuz de un toro lidiado en La Maestranza. Lejos de entender que había tocado techo, Bocanegra siguió dedicándose afanosamente a ampliar su tesoro. Pero se sentía insatisfecho. Aunque consiguió representaciones fantásticas de diablos, faunos y unicornios y también una copia romana en terracota del dios Pan u otras de Venus con el cuerno de la abundancia, algo le faltaba, se decía. La pista se la dio el distinguido don Aniceto Calasparra una tarde en el casino:
-¡Después de este éxito, sólo le falta culminar la colección con el cuerno de un marido burlado, amigo mío!
Bocanegra recordó haber leído algo de Quevedo sobre el asunto. En la biblioteca encontró las obras completas de don Francisco. Buscó y leyó:

Cornudo eres, fulano, hasta los codos
y puedes rastrillar con las dos sienes...”.


Don Aniceto tenía razón, qué carajo. Su colección quedaría inconclusa si no le añadía ese nuevo objeto, lo que acabó por obsesionarle. Decidido a conseguirlo, Bocanegra eligió la víctima y su cómplice. Muy discretamente comenzó a lisonjear a Brígida del Corral, hermosa y bien casada mujer, pero no obtuvo correspondencia.
A los pocos meses, la fama de la colección había traspasado las fronteras y a la estafeta llegó un paquete alargado remitido desde el extranjero. Temblorosas, las manos del coleccionista apenas si acertaron a abrirlo. La noticia sobre el misterioso envío corrió por la villa, pero “Mundín” guardó celosamente el secreto. Sólo cuando Brígida del Corral se interesó por el regalo, Bocanegra se prestó a mostrárselo, eso sí, con el máximo sigilo y discreción y con la condición de que la mujer acudiera a la cita con un mechón de la cabeza de su distinguido esposo.
Aquella tarde, Bocanegra mostró a Brígida el hermoso colmillo de elefante que acababa de recibir de Kenia. Poco a poco, al tiempo que le mostraba y explicaba su colección, la fue seduciendo. Cuando le enseñó dos enroscadas cornamentas, le explicó que, en ocasiones, durante la berrea, la época de celo de los ciervos, los machos entablan feroces combates, cruzando y chocando con estruendo sus astas por hacerse los dueños del harem.
-A veces, como en este caso, la batalla ha sido tan dura que los animales no son capaces de separarse y mueren por amor- le susurro al oído, mientras advertía un ligero sofoco en la mujer.
Fue al final de la velada. Afuera, las gotas golpeaban con dureza los cristales y el cielo se estremecía. No fue el único estremecimiento. Cuando los brazos de Bocanegra rodearon complacientes la cintura de Brígida del Corral, el coleccionista esbozó una sonrisa interior. Al terminar la tormenta y mientras en el casino se jugaba al dominó, la mujer bajó las escaleras. Fue entonces cuando Raimundo Bocanegra introdujo cuidadosamente el mechón en la cajita de cerillas, en cuya tapa dibujó las iniciales del burlado marido: A.C.
Benavente, 28 de mayo de 2001

[1] Publicado en el nº 87 de Benavente al día, junio de 2001

Etiquetas:

relojes web gratis