La Crónica de Benavente

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viernes, junio 25, 2010

En la muerte de Saramago

BRAZOS Y LIBROS

José I. Martín Benito
Si hay un miembro del cuerpo humano que ha sido decisivo en la historia de Humanidad, ese ha sido el brazo. Desde que los homínidos se liberaron del caminar a cuatro patas y comenzaron a utilizar las extremidades anteriores para algo más que para llevarse el alimento a la boca, el brazo no ha parado de evolucionar. Lo ha hecho en el manejo de artefactos, en la construcción de edificios, en la ejecución de primorosas obras de arte.
Respecto al manejo de objetos, pacíficos unos y bélicos otros, el brazo ha sostenido cayados de pastor, azadas de labriegos, bordones de caminante, punzones, estilos, cálamos y plumas para escribir, banderas, pendones y estandartes para levantar, espadas y armas de todo tipo para pelear... El hombre ha blandido la espada como una prolongación del brazo, un más allá armado y afilado con el que golpear o herir al enemigo.
El brazo se levanta, armado o no, como amenaza; también como saludo, generalmente militar o paramilitar. Enfundado en un guante, alzando el puño y bajando la cabeza fue un acto reivindicativo de los atletas negros estadounidenses en los juegos olímpicos de México en 1968, que protestaron así contra la tensión racial que se vivía en su país.
Lo que habíamos visto pocas veces es esgrimir un libro en alto. Fuera de las celebraciones litúrgicas, donde el oficiante rinde culto al libro sagrado, resulta nuevo que la gente en la calle levante los libros de un escritor para decirle adiós.
Pero lo que se vivió el pasado fin de semana en Lisboa fue algo más que un homenaje de despedida a José Saramago. Las personas que alzaron sus obras por encima de sus cabezas estaban reconociendo no solo la figura del escritor alentejano; en ese gesto, reafirmaban también el valor de la literatura de un Premio Nobel que hizo del compromiso una actitud ante la vida.
Saramago retornó a Lisboa para dirimir su incruenta y última batalla. Como en «El memorial del Convento», lo hizo en una particular «Passarola», llegada a la isla canaria desde el occidente peninsular para devolver los restos del escritor a la patria portuguesa. Saramago cercó Lisboa con Baltasar Sietesoles, Blimunda, el padre Bartolomé Lourenço de Gusmão, Maximiliano de Austria, Caín, Pedro Orce, Joaquim Sassa, José Anaico, Joana Carda y María Guavaira, acompañados de todos los nombres de sus personajes, lúcidos y ciegos, cuerdos y locos. Hasta el mismo Jesucristo acudió desde su propio Evangelio por más que el «Osservatore» romano intentara impedírselo.
Cerró los ojos Saramago en Lanzarote y un fuego purificador avivó los dormidos volcanes. Fue entonces, en ese último suspiro, cuando la balsa de piedra se varó. Tembló la raíz peninsular; se resquebrajó la utopía de la patria ibérica, mientras desde las Azores, el presidente de la República disfrutaba de una situación anticiclónica.
Saramago, con la «Passarola», levantó el vuelo y se fue a juntar con Camões, Eça de Queirós y Fernando Pessoa. No sé si en el parnaso lusitano los escritores jugarán al mus, pero, como en Os Lusiadas, allí estará Saramago, con «os bravos portugueses incitando».

lunes, junio 21, 2010

Crónica del olivar (3)

EL RÍO NIÑO
Por José I. Martín Benito

Cuenta una leyenda que el Puente de las Herrerías fue levantado en una sola noche. Tamaña empresa sólo está al alcance de los dioses o de los todopoderosos monarcas que en el mundo han sido. Será por eso que los caballeros de la católica reina Isabel pudieron coronar tal fazaña en el camino hacia Baza, para arrebatar la ciudad al moro nazarí. El río bajaba crecido y no había modo de vadearlo. Así que el viaducto batió todos los records de la diligencia de una obra pública. De esto no hablan las crónicas ni los cronistas, pero sí el vulgo, que es más dado a la fantasía y a las portentosas gestas. La antítesis de este puente de Quesada es El Escorial, paradigma de la tardanza de una construcción.
En el Puente de las Herrerías se termina el asfalto y comienza un sendero apto, sí, para vehículos, que remonta el curso del encajado aprendiz de río. Después de ocho kilómetros de aventura, con la tensión impuesta por el precipicio entre la senda y el agua, los viajeros bajan del automóvil y realizan a pie los poco más de trescientos metros hasta encontrarse con un arroyuelo cristalino que, como la serrana de la Vera, salta de peña en peña.
En la Sierra de Cazorla el río Grande (Wad-al-Kívir) es todavía un río Chico. Como Boabdil, tendrá que crecer para recibir los tributos de otros arroyos y, finalmente, perder su reino en el océano. Es el sino de la realeza y también de los ríos que van a dar a la mar. El señorío del rey granadino se perdió un 2 de enero en la Alhambra y el del Guadalquivir se perderá en la mar inmensa de Sanlúcar. Al océano van los ríos caudales, los medianos y más chicos, que todos los allegados se diluyen en la gran llanura acuática de poniente.
Pero para eso falta todavía mucho trecho por recorrer. El Betis, bravío y cantarín, crece aquí como un niño entre algodones, arrullado por el viento, mecido por el aire de los pinos y escoltado por cañones y desfiladeros.
Algún día, no obstante, tendrá que crecer. Lo hará, cuando salga del olivar pare hacerse grande entre naranjos, y lanzarse a la conquista de la Bética, buscando el puente y aparte de Triana. De momento, aquí y ahora, la lunita plateada y la mar océana quedan todavía muy lejos, que estamos en serrano paisaje.
La fortaleza y el vigor de la juventud los irá alcanzando entre vueltas y meandros, entre olivares, viñedos y campos de cereal, hasta llegar a la Itálica famosa.
* * *
En lo alto de la villa de Cazorla, una gran piedra amenaza con desmoronarse y llevarse rodando el blanco caserío que a sus pies se extiende confiado. Los cazorlanos duermen tranquilos, seguros de tan remota posibilidad, bajo la protección de la Virgen de la Cabeza, cuyo santuario se interpone entre el pueblo y la gran roca.
Si la imagen mariana defiende la ciudad de los potenciales peligros de la montaña, el castillo de Yedra vigila los caminos y el curso encabritado del Cazorla, que baja encorsetado buscando el río Grande. Los viajeros han decidido visitarlo. La subida hasta la fortaleza la harán a pie, que son cerca de las 12 del mediodía y hay que desentumecer las piernas. Cuando retornen de la atalaya será la hora del almuerzo.
En la serrana población algunas casas de comidas han agotado la pasada semana de Pasión las reservas de agua embotellada y, por eso, los posaderos no dudan en acudir a una fuente próxima, que data de los tiempos del tercero de los reyes Felipes, para llenar la jarra y ofrecerla a sus clientes. Piensan los viajeros que el agua debe bajar pura y cristalina desde la sierra, pero se equivocan; cristalina, sí, pero un ligero sabor a cloro les indica que el ayuntamiento debe haber contribuido a la pérdida de su virginal pureza; mejor así, más vale prevenir.

Foto: Nacimiento del Guadalquivir. Castillo de Yedra y Cazorla.

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jueves, junio 10, 2010

Crónica del olivar (2)

OLVIDO EPISCOPAL
Por José Ignacio Martín Benito

Si la poesía se quebró en Úbeda, por los alegres campos de Baeza los antiguos leones ibéricos humillan su fiereza ante las aguas de la fuente de la plaza del Pópulo, amansados por Imilce, la esposa de aquel general cartaginés que trajo en jaque a los romanos. Otros leones, más modernos, se han subido a los muros del palacio de los Salcedo en la calle de San Pablo y custodian las armas del linaje con la mirada puesta en los curiosos transeúntes.
Pero, para mirar, el mediodía. Baeza es un balcón abierto al valle del Guadalquivir, que se precipita desde Cazorla escoltado por el frente escénico de las nevadas cumbres de la Sierra de Mágina. El río no se ve, oculto por los cerros y el ejército de olivos.
Lo que, sin embargo, sí se ve, en la antigua ciudad moruna, es el esplendor de un enjambre de edificios civiles y eclesiásticos que pugnan entre sí por hacerse un hueco en la memoria de los visitantes. Y es aquí donde éstos podrán evocar la segoviana Casa de los Picos en el palacio de Jabalquinto y la basílica de Idanha-a-Velha, en las altas naves de la iglesia de la Santa Cruz.
Con todo, la torre de la catedral señorea buena parte de la ciudad. En torno a la seo, unos intrincados recovecos, con elevados pasadizos, sugieren los suspiros de un puente veneciano. Pero aquí el agua no inunda el caserío, sino que, encauzada, alimenta las fuentes; como la que el concejo mandó levantar en la plaza de Santa María, a modo de arco triunfal romano. Del orgullo y prosperidad de la ciudad habla también el antiguo palacio de Justicia, reconvertido en la centuria decimonónica en morada del Consistorio, sujeta ahora a un proceso de renovación.
Rodeada por aceituneros altivos, Baeza huele a almazara y también a olvido episcopal. Y es que por mucho que un tercio de los canónigos jienenses pertenezcan a la antigua diócesis baezana, a la postre la curia emigró, absorbida o fagocitada por urbes más prósperas e influyentes. Lo mismo ocurrió en Coria. Aún así, el esplendor de la catedral resiste, gracias al genio de Vandelvira y, también, a los visitantes que se acercan a la ciudad tras el universal reclamo.
Recuerdan los viajeros que los ecos de Baeza llegan a las lejanas tierras del norte peninsular, en forma de pendón. La Colegiata leonesa guarda orgullosa un estandarte con la efigie ecuestre de San Isidoro, de lo que fue la primera conquista de la ciudad andaluza en tiempos de Alfonso, el Emperador.
Otra figura más belicosa es la de Santiago, desjarretando a la morisma, que entonces no se hablaba de alianza de las civilizaciones. En casullas, capillas y fachadas campean los iconos del Hijo del Trueno trocado en un nuevo Constantino, venciendo en Clavijo y en lo que se terciara.
Aquello, parece, es historia y las gentes de hogaño prefieren cambiar la espada por el bordón y hacer el camino del norte en lugar de conquistar el sur.
El sur y el norte se dan la mano en estas ciudades de La Loma. De Soria llegó don Antonio a Baeza y de aquí marchó a Segovia: fluir de norte a sur y de sur a norte; lo mismo que el camino del poeta de Fontiveros. Ambos, Machado y San Juan de la Cruz, pasaron mil gracias derramando por estos bosques de olivos y espesuras. Y ahora, los viajeros, yéndolos mirando, se llevan en su retina la hermosura de sus vestidos renacientes.

Foto: Caballo en la plaza de Santa María; leones en la fachada de un palacio en Baeza.

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