La Crónica de Benavente

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viernes, diciembre 21, 2007

Paisaje con figuras (3)

EL ANGELUS
Por José Ignacio Martín Benito

Otra vez el agua. El capitán del vapor había informado a los pasajeros que las autoridades del puerto habían prohibido la salida hasta que no amainara el temporal. De nuevo la lluvia arreciando y la mar, gruesa, muy gruesa, con olas de cuatro y cinco metros. Llevaban así ya tres días de retraso. Juan Bautista Aguado se preguntaba si en Buenos Aires llovería tanto como aquí. Apenas había tenido para el pasaje, que costaba 100 pesetas. Entre algo de sus ahorros –muy poco- y un préstamo que le hiciera su padre, Juan Bautista decidió que no podía aguantar así mucho más tiempo y decidió unirse a la cuadrilla del agente de embarque Pedro Merchán.
Su vida de jornalero había dado tumbos por la Tierra de Campos, con un mísero jornal de dos pesetas en Villafáfila en el último verano. Había formado parte activa en las agitaciones campesinas, como cuando, junto con otros segadores, participó en la huelga de 1904. Juan Bautista recordaba aquellos años como un fracaso. Tras el optimismo que en un primer momento despertó en él la Sociedad Obrera y las palabras de esperanza que en Benavente oyera a Pablo Iglesias, su sueño se había ido yendo poco a poco a pique, como aquel carguero inglés, del que se hablaba en esos días en el puerto de La Coruña. Entre los patronos, la guardia civil y el hambre, que alimentaba la legión de esquiroles, le habían minado las fuerzas. Para colmo, las terribles inundaciones de aquel invierno de 1909-1910 se habían llevado su casa y parte de su menguada hacienda.
Viendo llover, Juan Bautista no podía dejar de pensar en lo que dejaba atrás. Tierras anegadas, campos y llanuras con el ganado ahogado, hinchados sus vientres y con las patas hacia arriba, como esperando con anhelo la piedad de las aves de rapiña. Un campo desolado, húmedo y frío, como aquel puerto gallego que ahora le mostraba la soledad, más desnuda e inmensa que nunca. En los muelles, un tropel de gente iba y venía, sin saber muy bien a dónde. Era, por lo general, gente joven, como él, entre veinte y treinta años. En aquellos días de espera, algunas carreras por el puerto y el sonido de silbatos ponían sobre aviso a los menores de edad que intentaban embarcarse. Juan Bautista se preguntaba por la suerte de cuatro mozalbetes de dieciséis años que fueron detenidos por la fuerza pública en la estación de Manganeses, cuando se dirigían, como él, hacia La Coruña. Pensó que a los muchachos los llevarían a Rioseco, de donde venían.
Entre tanta lluvia, Juan Bautista se preguntaba cómo serían las tierras que no podía ver; cómo serían al otro lado del mar los patronos –y sin querer les ponía el rostro de don Leopoldo Tordesillas- y si habría guardia civil y cómo serían los jornales y las casas, y si allí habían oído hablar de Pablo Iglesias.
Cuando días más tarde, pudo por fin embarcarse y la brisa inundaba de lágrimas la proa del navío, Juan Bautista rezó el Angelus, como lo había hecho tantas veces, pegado a la tierra: la mirada baja, húmedo su cuerpo por el sudor en medio de la llanura. El vapor de la compañía inglesa rompía la mar y dejaba atrás una estela, un hilo de agua, como un cordón umbilical que le mantenía todavía unido a aquella tierra a la que había dicho basta.

Benavente, 7 de abril de 2001

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miércoles, diciembre 05, 2007

Paisaje con figuras (2)

EL QUIOSCO [1]
Por José I. Martín Benito
(Sobre una fotografía de octubre de 1954)

Serafín Casariego era uno de aquellos buenos mozos del valle, hasta que dejó de serlo. La mocedad la perdió con Bárbara Santiago aquel otoño del cincuenta y cuatro, después de misa de ocho. Treinta años después todavía no acertaba a comprender cómo pudo pasar. Llovía con ganas o eso parecía desde el refugio de los soportales. Allí esperó un buen rato y con él la mujer del velo que hacía un momento había salido de la iglesia de San Nicolás. El reloj de la torre dio la media. Serafín no lo sabía, pero Bárbara era asidua de la misa vespertina y la beata número uno de la feligresía de don Bernardo Malasaña. Se había ido la luz y en el quiosco la llama de una vela parecía la candela del Santísimo. Mujer madura, había enviudado hacía tres años. Se conocían muy poco. Apenas si habían intercambiado algunas frases de rigor en la botica, en donde Serafín trabajaba de mancebo. De pronto se encontraron en los soportales; cruzaron algunas palabras sobre la lluvia. Ella dijo que días así le producían jaqueca y él se ofreció a llevarle a casa un optalidón. A las doce, cuando bajaba las escaleras, Serafín había perdido la llave de la farmacia y algo más. Fue el principio de su fuga. Dos meses más tarde, la mirada de Bárbara le perseguía. ¡Cómo olvidarla!, cuando al día siguiente la mujer se presentó en la botica y discretamente le entregó la llave con una mirada húmeda como la lluvia y a la vez ígnea como la pasión de su primer y único encuentro.
Perseguido por aquella mirada, que creía adivinar en cualquier rincón de la ciudad, Serafín no lo dudó más y quiso poner tierra de por medio. Don Leoncio, el farmacéutico, era asiduo de La Nueva España. No recuerda si lo leyó allí o fue Vicente el quiosquero el que le habló de las minas de diamantes de Rodesia, de las granjas australianas o de los bosques de abedules y coníferas del Canadá. Lo cierto es que de pronto se vio embarcado en un buque factoría que faenaba en las costas de Terranova. Una tarde, en la taberna de un puerto cualquiera, volvió a tener la pesadilla que ya no le habría de abandonar mientras viviera. Llovía, sonaba bronco el acordeón y una voz profunda de mujer se desgarraba cantando a la débil luz de una vela. El humo y el alcohol debieron hacer el resto, para que Serafín descubriera aquellos ojos negros, abismales y escrutadores y se viera de pronto en la botica, en la complicidad manifiesta al extender la mano y recoger con discreción la llave, aquella llave de su infortunio, por la que quedaría atrapado para siempre en la mirada húmeda e ígnea de Bárbara Santiago.
Con las borrascas atlánticas el sueño de la razón se fue llenando de ojos de azabache. Fue entonces cuando decidió emprender el camino del sur hasta recalar en una hacienda brasileña. Pero los ojos de las mulatas, a ritmo de samba y de ron en el antiguo palenque, inundaban de humedad las madrugadas y en la inconsciencia previa al despertar se encontraba atrapado otra vez por la mirada de Bárbara Santiago.

Brasil fue sólo un paréntesis, uno de tantos en el largo camino de su particular peregrinación. Huyó. De nuevo el sur. En Buenos Aires comprendió que no se libraría de aquellos ojos negros mientras siguiera lloviendo. Anduvo errante. Argelia, Rodesia, Yemen, Australia, la India... Pero incluso en algunas de sus secas regiones, más tarde o más temprano, volvía a llover.
Treinta años después, cuando decidió regresar, dispuesto a hacer frente a la más real de las miradas y consciente de que la huida no le había servido de mucho, no encontró nada de lo que dejó, salvo las casas, las calles, los soportales, la botica y el viejo quiosco. Lo demás se había esfumado. Eran otras las gentes y ya nadie recordaba a don Bernardo Malasaña, a don Leoncio ni a Bárbara Santiago. El reloj de la torre daba la media. Las beatas salían de misa de ocho. Serafín pidió a la quiosquera un periódico. Comenzó a llover...

Benavente, 7 de junio de 2000

Foto: Quiosco de prensa, en Alicante, en el antiguo portal de Elche y puerta de Bab-el-Yemen, en Sana´a (Yemen).

[1] Publicado en el nº 83 de Benavente al día, junio de 2000

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