La Crónica de Benavente

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martes, julio 24, 2007

Por la Raya (3)

REY WAMBA
Por José Ignacio Martín Benito

Los viajeros han almorzado en Sabugal, después de haber visitado el exterior del castillo de la altiva torre. Por instantes, les vino a la memoria la gran cucaña de Beja, en las tierras alemtejanas. Hay momentos en que el aire sopla fuerte y frío, por lo que buscan el amparo entre las paredes de la estrecha calle de Aljubarrota. Buena abrigada para tan magnífico desastre. Pero no es tiempo de sacar aquí las viejas cuitas, que hace mucho se saldaron. Así que, lo mejor, se dicen, es ir en busca de un buen bacalhao o de un bistec de vitela, con la acostumbrada guarnición del país.
Sosegado el cuerpo, parten hacia Penamacor, atravesando la reserva de la sierra de Malcata, entre helechos y robles. Es éste el dominio del lince ibérico, el último bastión que disfruta el felino en Portugal.
Al otro lado, en la vertiente sur de la sierra, está Penamacor; su posición es parecida a la de Alfaiates. También aquí se conserva parte del recinto murado y la torre del castelo. Pero los viajeros no se detendrán, pues la tarde apremia y su deseo es entrar en Idanha-a-Velha y, luego, en Monsanto. La carretera se dirige hacia la Aldeia de Joâo Pires. Varias cartelas tientan a hacer un alto y visitar el museo y otros lugares que se anuncian. Pero no, lo dejarán para otra ocasión, quién sabe cuándo.
Medelim es el cruce donde se bifurca la carretera y, según las guías, la aldea de los balcones. Los viajeros, con prisa, la cruzaron, por lo que no pudieron ver ni subirse a las barandas. La villa, se dicen, tiene nombre de cárter colombiano, sí, pero también de ciudad extremeña. En cualquier caso, la portuguesa es mucho más pequeña que sus homónimas y, como una exhalación, la pasan camino de Egitania.
A eso de las cinco de la tarde, la vieja Idanha se entrevé entre las colinas del Ponsul, salpicadas de olivos. Antigüedad y modernidad se dan la mano. Recias murallas con sillares de granito salen al encuentro de los viajeros. Los fondos FEDER han habilitado aquí un paseo de ronda metálico y han rescatado derruidos paramentos. Pero no será el único milagro. Los viajeros se dirigen hacia la pequeña oficina de turismo, con suelo transparente, que deja ver muros y cimientos de una antigua construcción. Allí les aconsejan visitar la catedral, antiguo edificio paleocristiano, luego baptisterio visigótico y, finalmente, basílica altomedieval. Antes de entrar en su interior, los viajeros la rodean y salen de la ciudad por la puerta sur. Un lugareño les llama la atención sobre la poterna bajo la muralla y les habla de las entradas y salidas de los “mouros” en un tiempo impreciso, que se le debe antojar mítico y somnoliento.
Quién sabe si por aquella puerta no entraría también en repetidas ocasiones aquel labriego llamado Wamba, con su yunta de bueyes, antes de recibir a los emisarios que le hicieron llegar la oferta del reino visigodo. En algún lugar de Idanha –los viajeros no lo vieron- está un viejo fresno en las márgenes del río, heredero del cayado que floreció y que obligó al labrador a reconsiderar su primera negativa. Todavía, a finales del siglo XV, Duarte Darmas pintaba el “velho freixo” emergiendo de una grieta de la maltrecha y arruinada cerca primitiva. “Wamba egitaniense” reza una inscripción moderna en el muro de cantería que le rodea. Los viajeros lo comprobarían después, en el librito que adquirieron en Monsanto y que reproduce en la portada el dibujo del autor del “Livro das Fortalezas”. La imaginación les hace soñar y se imaginan que el paisano que les advirtió de las leyendas morunas es el mismo Wamba redivivo, que guarda su ciudad al declinar la tarde. De nuevo lo encontrarán en el horno comunal, mostrando a los visitantes otro de los diversos lugares rescatados por los fondos europeos.
Pero en la pequeña y vieja Idanha las sorpresas se multiplican: un lagar de aceite, recuperado y musealizado, es el exponente de una actividad agrícola secular. Cerca está también el arquivo epigráfico, y a menos de un tiro de ballesta se levanta la torre del homenaje de los templarios sobre el basamento de un templo romano. Idanha irradia romanidad por doquier. La antigua ciudad de Egitania colaboró en la construcción del puente de Alcántara sobre el Tajo y, siglos más tarde, sirvió de justificación para erigir la diócesis de Guarda. Ahora, rescatada del paso del tiempo, sus moradores asisten al rosario de visitantes, que un primero de noviembre hollan sus calles empedradas y descubren, en las paredes de granito, funcionales artilugios para tender cómodamente la ropa, que espera secarse al sol y al aire del Ponsul.


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domingo, julio 01, 2007

Por la Raya (2)

SERRAS DE MAROFA E MALCATA
Por José I. Martín Benito

En la Riba Côa hace mucho ya que dejó de hablarse el dialecto leonés, pues D. Dinis y sus sucesores se encargaron de estampar bien las quinas en los castillos de la Raya. Aún así, todavía en lo alto de la Marofa, promontorio cercano a Castelo Rodrigo, los lugareños dicen ver desde allí “todo Leâo” (todo León) y eso que hace ya más de setecientos años que se firmó el tratado de Alcañices. Se refieren, claro está, al sur del viejo reino, esto es, a las antiguas tierras del concejo de Ciudad Rodrigo, que se extendía desde la Sierra de Malcata al mismo Duero y desde el sur de la de Gata hasta el Yeltes y el Huebra.
Por allí debe andar todavía el espíritu de Alfonso IX, que dio fuero a la villa en 1209. En eso debían estar pensando los viajeros aquel día lluvioso de noviembre de 2002, cuando el viento soplaba con fuerza desde la Marofa. El aguacero les persiguió hasta la vecina Figueira, donde tuvieron cálido recibimiento de la cámara municipal y donde se dieron los mutuos parabienes. Después visitarían el monasterio de Santa María de Aguiar, tan regalado de Fernando II, en cuyo libro de visitas estamparían su firma, recordando el paso del congreso sobre la raya hispano-lusa.
En eso estaban hace un año, pero hoy, día de Todos los Santos, han venido al alto Côa y aquí están, en Sabugal, contemplando bajo los árboles la panorámica del gallardo castelo en restauración, cuya esbelta torre del homenaje domina el caserío. Tiempo tendrán de tomarlo, si es que pueden, o al menos acercarse a sus muros, pero ahora han decidido buscar Portugal en Sortelha.
Tras atravesar roquedales graníticos de formas caprichosas, por una carretera serpenteante se plantan, al mediodía, delante de la villa, que se esparce sobre las faldas de un cerro coronado por torres y cerca medieval. Los viajeros detienen el automóvil para registrar la panorámica en su cámara fotográfica y descubren algunos olivos que parecen saludar su llegada. Empinadas cuestas les llevan a la entrada de la ciudadela intramuros. La torre del homenaje se aferra a la roca dominando el precipicio y la serranía de Malcata. Restaurados paramentos cobijan las casas que emergen también del granito, en cuestas y pendientes continuas. Casi no haría falta el empedrado, pues allí está natural, plagado de escalones excavados para facilitar el trasiego.
La buena administración que los portugueses han hecho de los fondos europeos ha hecho posible el milagro que aquí, como en Castelo Rodrigo y, después en Idanha-a-Velha y Monsanto, se llama “aldeas históricas de Portugal”. Los viajeros lo comprueban y no sólo por la ingente restauración, sino porque comienzan a ver sus frutos. No son los únicos visitantes. A la entrada del castillo hay aparcados otros vehículos venidos del país vecino, esto es del nuestro, pues a su alrededor al menos una docena de personas platica en español. Algún negocio está empezando a florecer también frente a la iglesia. Los viajeros entran en una pequeña tienda que exhibe bordados al estilo “Castelo Branco”, objetos antiguos y algún que otro “souvenir”, como los famosos “pandeiros” cuadrados. El dueño es empleado del servicio portugués de Correios, pero en su tiempo libre ayuda a su mujer en el negocio.
En esto estaban cuando desde la iglesia, distante apenas diez metros, sale una silenciosa y devota procesión, precedida por estandarte mariano, al que siguen los fieles y el oficiante ataviado con blanca casulla. Cuando pasa, deciden entrar en el templo, luminoso, de una sola nave. Hay allí dos niveles diferentes, pues el edificio se adapta al terreno, al que permanece anclado en sus cimientos visibles. Por un momento les viene a la memoria la iglesia de San Pelayo de Guareña, mucho más al norte, en la ribera de un Cañedo que busca el Tormes a la altura de Ledesma. Cuando se dejan de recuerdos y salen al exterior, deciden poner rumbo a la torre campanario, que aquí está exenta, buscando una atalaya desde donde mirar el castillo y añadirlo a su colección fotográfica. Pero el riesgo de encaramarse al hueco de las campanas les hace desistir, por lo que deberán buscar otro punto de vista desde el paseo de ronda.
Cuando media hora después vuelvan sobre sus pasos, habrán comprendido mejor la geopolítica de la repoblación de los Alfonsos, Fernandos y Sanchos. En la plaza del castillo de Sabugal, una cruz con las armas lusitanas fija ahora bien la filiación. Por si no fuera suficiente, dos de las calles que parten o llegan a la plaza llevan los nombres de Aljubarrota y Alcañices, los dos hitos nacionales en la afirmación de la independencia portuguesa frente a las pretensiones anexionistas del vecino reino. El Côa hace mucho que dejó de ser fronterizo; hoy, portugués en todo su tramo, bajará de Malcata y recogiendo diversas aguas, buscará el Duero en las cercanías del monte Calabre, donde se alzó la antigua sede visigótica de los concilios toledanos. Atrás quedarán Vila Mayor, Castelo Mendo, Castelo Bom, Pinhel y Almeida. Atrás quedará también la Marofa, en las cercanías de Castelo Rodrigo, desde donde dicen que se ve “todo Leâo”.

Fotos: Castelo Rodrigo (panorámica desde la Marofa y parcial); Castelo de Sabugal y Sortelha.

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