La Crónica de Benavente

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jueves, julio 20, 2006

Crónicas mallorquinas (IV)

Celdas, gatos y ciclistas
Por José I. Martín Benito

De Mallorca a Valdemosa por una carretera en obras, con desvíos y rotondas, en busca de la Sierra de la Tramontana. Los viajeros intentarán visitar la Cartuja, tras la huella de un músico polaco. Pero allí no está la huella, sino el músico mismo. Diríase que se fueron los cartujos y el monasterio se convirtió en nuevo santuario, donde se veneran imágenes, objetos y recuerdos tocados por los dioses. Los dioses son aquí Frederic Chopin y la escritora francesa George Sand, que vivieron en las celdas de la Cartuja durante el invierno mallorquín de 1838-1839.
Las calles de la villa están llenas de gente y eso que todavía no son las 11 de la mañana. Tiendas, bares y terrazas se abren a la calle, a la espera, caza y captura de los turistas que se acercan al monasterio. Son muchos los visitantes, la mayoría de allende el Pirineo. Españoles, si acaso, los tenderos y poco más.
Quién le iba a decir a Valdemosa que iba a vivir de la explotación del recuerdo de aquellos extranjeros que un invierno se instalaron allí y a los que sus gentes rechazaron. Empero, de aquello hace más de un siglo y sus protagonistas no están ya aquí para presenciarlo. Ahora los extranjeros son bien recibidos, pues traen la prosperidad y los euros que vigorizan esta parte de la Tramontana. Cambian los tiempos y también las gentes, aunque no la geografía.
En el interior, buena parte de las dependencias están habilitadas para la visita, desde la iglesia y sacristía hasta la celda prioral y la botica. Pero, por todas partes, hay pequeños tiendas que venden recuerdos de la cartuja, de Chopin y de G. Sand. Los viajeros adquieren “Un invierno en Mallorca”, donde descubrirán las impresiones de la escritora francesa sobre la isla y la descripción de sus paisajes románticos.
Todavía tendrán tiempo de asomarse a la terraza y descubrir el jardín natural que se abre a las faldas del mediodía, para luego buscar parte de lo que fue palacio real de Sancho II de Mallorca y escuchar un pequeño concierto en el salón con piezas musicales, naturalmente compuesta por Chopin. El concierto se repite cada día y cada hora, como un rito, ad maiorem gloria y alabanza del nuevo dios del santuario.
Pero los viajeros no deben dejarse hechizar por la música ni por canto de sirena alguno, que es mucho todavía lo que les queda por recordar en este día de abril. Así que salen de Valdemosa, con dirección a Deia y luego Soller. Las carreteras están llenas de ciclistas, por lo que la conducción se hace lenta y difícil, más todavía por lo accidentado del terreno y las continuas curvas y recodos.
Los viajeros hacen un alto en el mirador de la Horadada para presenciar el mar y el peñasco perforado por la acción milenaria de las aguas. Varios gatos les dan la bienvenida. Los felinos se han acostumbrado a la llegada de visitantes, seguramente esperando que caiga algo para llevarse a la boca. Los gatos parecen acompañar a los viajeros allí donde van, en la isla de Hidra o en la que ahora están. Los hay de diverso origen geográfico: baleares, griegos, romanos, napolitanos, cordobeses o portugueses, pero, sean de un lado o de otro, gatos al fin y al cabo. Por ellos pasa el día suave, lento y en calma, como pasa la corriente por el Tajo o como lo hace un velero deslizándose por la planicie azulada del Mediterráneo.
Sin embargo, los protagonistas de la ruta en esta parte de la isla son, ya se ha dicho, los ciclistas. No pasan 200 o 300 mts. sin que dejen de verse varias bicicletas. Así será todo el día, mañana y tarde. Extremada la precaución, los viajeros deciden que ya va siendo hora de buscar un lugar para comer y lo encuentran en el Mirador de les Barques, con el puerto del Soller como fondo.
Fotos: Jardines desde la Cartuja de Valdemosa y Mirador de la Horadada.

martes, julio 04, 2006

Crónicas mallorquinas (III)

CAP BLANC
Por José Ignacio Martín Benito

Los viajeros tuvieron conocimiento de la existencia de Cap Blanc por una guía turística, de esas que se compran en una librería antes de iniciar el viaje. La información es muy escueta, plagada de tópicos que aluden a que “el horizonte parece terminar en el infinito” y poco más. Aún así, les pareció que debían acercarse a este lugar y así lo hicieron, después de visitar las ruinas del poblado talayótico de Capocorb.
Las ruinas en Mallorca carecen de la grandeza de las menorquinas; será también porque el cuidado de unas y otras es bien distinto. En la isla grande los poblados prehistóricos están prácticamente abandonados, llenos de maleza y suciedad y la ruina parece más ruina todavía, como si estuvieran a punto de desmoronarse y dar la razón a Lucano.
En Capocorb hay una tímida caseta de recepción, por llamarla de alguna manera, pero la desidia se percibe sólo cruzar el umbral. Al bajar del automóvil un intenso olor inunda el ambiente. A escasos metros, separados por una valla de piedra, está el origen de su procedencia. Un pequeño pero robusto macho cabruno acompaña a su harén. Se acerca desafiante a la valla como para interrogar a los visitantes o defender su dominio, que los viajeros no se lo preguntaron.
Pero hablábamos de Cap Blanc, pues los talayots y la cabriada quedaron atrás, entre los acebuches de Capocorb.
La soledad llena la carretera de esta parte de la isla. Tras una larga recta llegan al faro del cabo blanco. El acceso a la luminosa torre está cortado. Un sendero, tras una valla metálica rota, permite a los recién llegados ir en busca de los acantilados por un firme irregular, resultado de la acción del agua sobre la roca caliza. Los visitantes no pueden por menos de evocar los caprichos de la “Ciudad Encantada” en la serranía de Cuenca.
Precede a los viajeros un ciclista, que se ha cargado la mecánica montura al hombro, ya que el sendero no permite la rodadura. Es tiempo de Semana Santa -ya se dijo en crónicas anteriores- y, por tanto, de cargar, ya sean cruces o velocípedos, aunque esta, la de hoy, no sea subida a Calvario alguno, a pesar del mal firme del terreno. Con estas divagaciones, pronto estarán los cuatro semiasomados a los pavorosos acantilados, eso sí, con prudencia, no vayan a resbalar.
Luego sabrán que el ciclista es austriaco y que está en Palma para entrenarse en pruebas de triatlón. Se hicieron fotos y los viajeros quedaron en enviárselas al correo electrónico, como así hicieron.
El sol rompe el mar y las olas el silencio. Con el faro a la espalda, diríase que el tiempo se ha detenido y que los que allí están son protagonistas privilegiados de la inmovilidad. Sólo hace falta la sombra para hacer tres tiendas. Pero, a la postre, esto no es el monte Tabor y las percepciones son efímeras. La paz de aquel lugar, aparentemente apartado, es rota por el teléfono móvil, que vuelve a los viajeros a la realidad. En efecto, el ciclista saca su inalámbrico y comienza a relatar su particular e ininteligible crónica a distancia. Ya puestos a romper, también los viajeros hacen lo propio y optan por felicitar a un familiar que hoy cumple años en La Armuña salmantina. Así están, cuando una gaviota irrumpe en el diálogo que establece el sol, el azul marino, los móviles y las olas.
Fotos: Cabras en Capocorb; acantilados y ciclista austriaco en Cap Blanc.

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