La Crónica de Benavente

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jueves, octubre 25, 2007

Historias de Villavieja de la Roca (3)

3. EL LEGULEYO DIÓGENES CARRANZA[1]
Por José I. Martín Benito

Don Diógenes era uno de esos hombres que provocaba una convulsión a su alrededor cuando tomaba asiento en los despachos oficiales. Era como si un terremoto sacudiera las frágiles sillas, que crujían como si sacaran un grito de dolor ante la portentosa figura que le venía encima. Sólo en casa su oronda humanidad parecía encontrar alivio al poner las posaderas en aquel sillón de mimbre que se trajo de las colonias, antes de la paz de Zanjón. Entonces, a la luz de la luna y empapado en ron, la mente se le iba y el aire le traía fragancias caribeñas; entre ellas buscaba desesperadamente hasta encontrar el olor y el sabor de Caridad del Cobre, aquella mulata que le tuvo embrujado a ritmo de son.
A sus cincuenta años don Diógenes podía contar muchas historias. Como abogado de la milicia había estado presente en la campaña de Melilla donde decía haber empuñado el fúsil en el Barranco del Lobo. Poco después, destinado a Barcelona, pudo presenciar los acontecimientos de la Semana Trágica y el procesamiento y fusilamiento de F. Ferrer y Guardia. Hombre ambicioso, sus enemigos aseguraban que sus negocios florecieron al calor del puerto. Cierto o no, su ambición no tenía límites, sobre todo en coleccionar caldos franceses y acciones de los ferrocarriles latinoamericanos.
La experiencia pues de Diógenes Carranza estaba fuera de toda duda. Y la hacía valer para sacarle las castañas del fuego a D. Crispín, cuando pintaban bastos. Se decía, incluso, que era él el que le concertaba las citas en la capital, pues a su humanidad desbordante, unía unas dotes de celestino que ni la misma Trotaconventos. Eso le decía, en broma, su compadre, el ingeniero don Romualdo del Águila, el único de los cuatro conjurados amigos que se preciaba de tener una biblioteca con más de mil volúmenes y que se jactaba de saberse de memoria el Libro del Buen Amor.
D. Diógenes no sabía de literatura ni falta que le hacía. Cultivar el cuerpo, sí, en los mesones de la capital del reino, pero el espíritu era cosa que podía esperar. La verdad es que don Diógenes ejercía la abogacía más por afición que por necesidad. Cuando regresó al solar de sus mayores, su incontable patrimonio familiar le hubiera dispensado de dedicarse a la rutina diaria de abogado de causas perdidas, que de manera sorprendente convertía en casos ganados. Y no por su oratoria y elocuencia -mas bien escasas- sino por sus dotes de convicción. Se dice que en la visita de Su Majestad y del presidente del Consejo de Ministros a Villavieja - la primera que hacía un rey desde los tiempos de Fernando el Católico- logró convencer al conde de Romanones de la necesidad de traer el agua desde "La Fontona", un paraje situado a cuatro leguas de la localidad, en lugar de "La Antanica", situado sólo a una legua del pueblo. Sus dotes de persuasión impresionaron a los políticos de la Corte que quisieron llevarse al abogado a un despacho del Ministerio de la Guerra, dado además su conocimiento de los últimos conflictos coloniales; pero Carranza no podía dejar a don Crispín en la estacada y se sacrificó para estar a su lado, en tanto podía seguir jugando al dominó las tardes de los sábados en el Casino.
Los camaradas, agradeciéndole su entrega, le invitaron a una opípara cena de homenaje, donde el abogado como siempre hizo gala de su buen apetito y de ser un excelente catador. Lástima que cuando se incorporó para agradecer a los comensales aquella deferencia, su humanidad se desmoronara víctima de un ataque de apoplejía. Ni el médico personal del propio gobernador, presente en la velada, pudo hacer nada. Diógenes Carranza acababa de escribir otra página en la vida de Villavieja. Dicen que los caballos fúnebres relincharon cuando el féretro, envuelto con la bandera de la patria, salió del templo y los vítores resonaron por toda la plaza.
A partir de ese momento el cuarteto se trocó en un terceto mustio y sombrío. D. Crispín no volvió a ser el mismo, pese a las invitaciones que el ingeniero del Águila le hacía para que buscara sosiego en la lectura. Faltábanle el ímpetu y la audacia de las que había hecho gala en otros momentos. D. Néstor dejó en paz a la comunidad de franciscanas a las que quería convencer para que le vendieran la iglesia del convento. El mismo Don Romualdo buscó refugio en su biblioteca y comenzó a leer como un loco novelas de caballería hasta que, dicen, perdió la razón.
El trío no fue capaz de comprender que todo aquello no era sino un presagio, esto es el principio del fin de un sistema que comenzaba a ser obsoleto y al que no se le volvería a dar una segunda oportunidad sobre la tierra.

[1] Publicado en el nº 79 de Benavente al día, del 13 de agosto al 13 de septiembre de 1999.

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lunes, octubre 01, 2007

Historias de Villavieja de la Roca (2)

2. EL INEFABLE DON CRISPÍN[1]
Por José I. Martín Benito

A Gabriel García Márquez
Quince años después de haber llegado al Regimiento, el alcalde D. Crispín Tundidor habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer "Peñarredonda". Entonces Villavieja no era más que una pequeña aldea...
A lo largo de los años, sentado en la poltrona, pero dejando al descubierto su testículo herniado
, D. Crispín había ido viendo desfilar uno por uno a aquellos laboriosos y emprendedores hombres que venían a proponerle algún negocio, rentable no sólo para Villavieja sino también para sus desvelados gobernantes. Los cronistas de la villa y los biógrafos profesionales, contratados para hacer un panegírico de la figura de D. Crispín, decían no encontrar palabras para definir la arrolladora personalidad del prócer, por lo que en los ambientes cultos de la villa y aún de la provincia se le conocía como el inefable.
En verdad nada decían los anuarios de sus mil y una andanzas, de los constantes devaneos con sus subalternos, de las cenas o comidas pantagruélicas donde se ajustaban las concesiones de obras y se daban licencias a nuevos y provechosos negocios; nada decían tampoco de sus presiones a los periodistas y visitas a las rotativas para que la información fuera mucho más blanda y se prescindiera de cualquier crítica a su gestión. Cuentan que un día se personó en "El Faro provincial" y pidió la cabeza de un redactor por liberal y masón. No se sabe si surtió efecto, pero a las dos semanas Juan Bautista era trasladado de la crónica municipal a la sección de sucesos. En otra ocasión decidió cancelar la orden de pago de la publicidad municipal hasta mejores fechas, lo que fue interpretado por el periódico en cuestión como que la lealtad y fidelidad estaban siendo puestas a prueba. En esto de rodearse de clientes y adictos y en sacudirse las moscas D. Crispín era un auténtico maestro.
Pronto contó con un coro de acólitos a su alrededor, que cantaban las glorias del periodo y alababan las ideas luminosas salidas de su laureada testa. Aunque no era hombre leído, suplía su falta de cultura con circunloquios y sonrisas. Rara vez daba la cara en momentos difíciles, pues para eso tenía a su incondicional Diógenes Carranza, veterano ambicioso, leguleyo y jugador de bolsa. Con éste, D. Néstor y el ingeniero D. Romualdo del Águila acostumbraban a jugar la partida de dominó los sábados por la tarde en el Casino, al tiempo que pasaban revista a la vida de Villavieja, hacían proyectos y se conjuraban para ir a las casas de lenocinio de la capital de la provincia, argumentando el viaje como de asuntos oficiales.
Rodeado de aquellos camaradas D. Crispín se sentía seguro. Sólo los mal nacidos y de espíritu retorcido, se decía, podrían dudar de su persona. Desde luego eran falsos aquellos rumores de una cena de trabajo en Monzón del Valle, en donde las malas lenguas le involucraban en haber pactado la concesión a una empresa del servicio municipal de limpieza. Además, ¡qué diantre!, - ¿acaso el municipio no estaba más limpio que cuando lo hacían las brigadas municipales?, respondía a los que le interpelaban. ¡Cómo podían dudar de su honestidad y patriotismo!. Sólo cuando recibió la citación del juzgado perdió por un momento la compostura. Aquella noche, incluso, imaginó su epitafio político:
"Aquí descansan los despojos, desvelos y sinsabores de D. Crispín Tundidor, munícipe amantísimo y de esclarecido gobierno. Padre de la Patria, espejo de regidores, luz y guía de Villavieja de la Roca. Dedicó su vida y su fama a tan inveterada Villa. Promovió el progreso, protegió las artes y las letras. Los vecinos y el consistorio agradecidos le dedican este pedestal".
A la mañana siguiente las calles amanecieron llenas de pasquines que vitoreaban al alcalde y arremetían contra sus rivales políticos. Cuando se encontró con D. Néstor no pudo por menos de esbozar una sonrisa: sus incondicionales no le habían abandonado.
Ilustración: Alcalde Pendonero. Acuarela de Joaquín Pinto (Colección de Eduardo Samaniego y Álvarez).

[1] Publicado en el nº 78 de Benavente al día, del 30 de mayo al 18 de junio de 1999.

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