La Crónica de Benavente

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domingo, abril 26, 2009

Crónica portuguesa (1)

EL JARDÍN DEL OBISPO
Castelo Novo y Castelo Branco. 6 diciembre 2006

Por José I. Martín Benito

Los viajeros entran en Portugal por Ciudad Rodrigo, tras cruzar el Azaba y el antiguo paso fronterizo de Fuentes de Oñoro. La nueva estrada les conduce rápidamente al Côa, no lo verán, pero lo intuyen. Guarda queda a la derecha y los túneles, bajo la Serra da Estrela, se suceden.
Castelo Novo se asoma a la ruta y deciden entrar. Fueron estas tierras de la encomienda de la todopoderosa Orden de Cristo, que extendió sus cruces por medio Portugal y que fijó almenas en la torre de Belém, a orillas del Tajo. Pero estamos todavía de camino, en Castelo Novo, lejos de la desembocadura del río; aquí son otras las corrientes y efluvios que bajan de la sierra, aunque más al sur se fundan en el mismo lecho.
Los viajeros oyen el agua bajo sus pies; canalizada por las calles baja de la sierra de Gardunha. Es esta un inmenso roquedal de granito, de bloques desnudos que se amontonan, de ciclópeas piedras erráticas que parecen amenazar a la población con un corrimiento generalizado desde la ladera y llevarse todo, casas y personas por delante. Pero la quietud y el silencio dominan estos parajes, que los cambios geológicos son lentos e imperceptibles de un día para otro. Eso sí, en el castelo, derruido, se nota la exfoliación del granito, efecto del hielo y del agua. Dejémonos pues de cataclismos fingidos o por venir y aprestémonos a recorrer la villa esta fría mañana de diciembre.
Hasta aquí han llegado también los euros del Programa de Recuperaçâo das Aldeias Historicas, para dar lustre al lugar. Los viajeros recuerdan la aplicación de esta iniciatva en Monsanto e Idahna-a-Vella-, no muy lejos de donde estamos, que son tierras de la Beira Baixa.
De Castelo Novo se quedarán con el agua, la fuente y los naranjos. Hay también un pelourinho o picota, con las armas manuelinas, y un gato blanco de cabeza negra que custodia el umbral de una puerta, al tiempo que mira curioso y desafiante a los intrusos. Pero no es hora de emular cuentos ni de adoptar el papel de Alicia, aunque la tierra y sus frutos nos parezcan maravillas, así que tampoco es tiempo de interrogar al gato; en todo caso, nos quedaremos con las ganas de saber si nos sorprenderíamos de lo que pudiera decirnos esta esfinge felina, acerca de lo que hubiera de aguardarnos tras el umbral y la metálica puerta. Sí es hora, en cambio, de buscar un lugar para comer y seguir la ruta.

Los viajeros harán parada y fonda en Castelo Branco, en un hotel ubicado en la colina, muy cerca del viejo castillo y recorrerán la villa a pie. Buscan y hallan los jardines del “Paço Episcopal”, fundado por don Joâo de Mendoça, obispo de Guarda, y continuado por Vicente Ferrer da Rocha, prelado de Castelo Branco, allá por la décimo octava centuria. En el jardín se dan la mano el agua, las plantas y la piedra, en una legión de graníticas esculturas que pueblan subidas y bajadas, escaleras, fuentes y estanques. Es este un completo programa iconográfico donde moran los padres de la iglesia, apóstoles, virtudes, estaciones, meses, y una completa galería de los reyes que han conformado la monarquía lusitana. Allí están los tres Felipes de la dinastía Austria, que en España se les conoce como segundo, tercero y cuarto y que, aquí, en Portugal son primero, segundo y tercero. Portugueses y españoles no se han puesto de acuerdo en los ordinales, así que no se busque el consenso histórico de Aljubarrota u Olivenza, que esas son otras cuitas que todavía levantan ampollas.
Pero hablábamos de los Felipes, a los que, por considerarlos “intrusos”, se les representa en un tamaño menor, empequeñecidos ante las dinastías nacionales, que Portugal siempre ha sido muy celosa de su soberanía e independencia. Sin embargo, pequeños o no, ahí están y, al menos, al primero de los reyes filipinos, le dan los portugueses el sobrenombre de “Prudente”; si es que lo fue, lo dicen ellos, que en España es Felipe II y con eso basta.
Ahora, el palacio episcopal es el museo de la ciudad, integrado por fondos procedentes de José Tavares, un coleccionista de principios del siglo XX. Allí están, entre otras piezas, los célebres bordados de Castelo Branco, junto a tapices y otros artilugios.

En el parque se levanta la estatua de Joâo Rodrigues, un médico y escritor del siglo XVI, al que los nativos reconocen como “amato lusitano”. Y es que los portugueses son muy dados a reconocer las glorias patrias y por eso levantan bronces, esculpen granitos y graban los méritos del recordado.
Cae la tarde y llegan las tinieblas. Aunque en la ciudad no hay restos morunos, los viajeros cenan en el restaurante “Califa” el célebre bacalhau de la casa y a la plancha, que en Portugal hay mil maneras de preparar este plato nacional. Mañana será otro día.

Fotos: Fuente y gato en Castelo Novo. Jardín del obispo y reyes lusitanos (Filipe I, O Prudente).
(Continuará: "La lluvia de San Jorge")

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lunes, abril 20, 2009

Crónicas béticas (y 3)

TRIANA, PUENTE Y APARTE
Por José I. Martín Benito *
En el Museo de Sevilla están -sí- los jardines, pero no hay rastro del joven pintor desesperado por la huída de su “Triniá”. En eso estaban los viajeros, evocando a Miguel de Molina y a Carlos Cano, bajo la estatua de Murillo, cuando deciden que lo que han venido a ver son los lienzos de la escuela barroca sevillana; así que dejan la copla por el pincel y recorren los muchos patios y salas del antiguo convento de la Merced.
Saciado el espíritu, desde el Arenal se dirigen a los Reales Alcázares, no sin antes pasar por el plateresco ayuntamiento de Riaño y envolverlo en su cámara digital. Pero la entrada en los Reales es complicada, de efectos retardados. No es, "vamos a entrar" y ¡hala! "ya estamos". Los viajeros, como tantos otros, deberán esperar a que la cola que les precede sea engullida por las fauces del león que guarda la puerta; sólo así entrarán en la morada del rey don Pedro y podrán admirar los azulejos, atauriques y mocárabes.
Pero los visitantes quieren empaparse del alma sevillana al otro lado del río. Por la tarde, bajarán hacia la torre del Oro y cruzarán el puente que les lleva a la margen izquierda.
Triana es a Sevilla lo que el Trastévere a Roma.
El río sigue fluyendo, se llame Betis, río Grande o Guadalquivir, que lo de menos es el nombre, mientras lo surquen galeras, bajeles o piraguas; mientras corra por la depresión en busca del océano. El río baja sucio en su curso bajo. Un barbo muerto flota vientre arriba. También, en los jardines de los Reales Alcázares, una tórtola sin vida, rodeada de hojas marchitas, espera volver a ser polvo de la tierra.
Para acceder a los embarcaderos hay que buscar la entrada entre restaurantes. Allí bajarán los viajeros, no para comer –que ya lo hicieron- ni para subirse a una barca, sino para ver los reflejos de la torre del Oro en las mansas aguas del río.
Por la calle de Troya, los visitantes se dirigen al corazón de Triana. Una placa recuerda que en otro tiempo se llamó de La Cruz, ambiente de la novela cervantina de Rinconete y Cortadillo en el patio de Monipodio.
¡Quién lo iba a decir!, pero en uno de los bares de Triana, los viajeros se toparon con una fotografía de Barrio de Sanabria, de Paisajes Españoles. Ya lo ven, pusieron rumbo al sur y el norte, como una sombra, les persigue. Pronto encontrarán la explicación; el padre del camarero es oriundo de tierras sanabresas, donde tiene una casa a la que la familia retorna todos los veranos. En el interior, se ofrecen varias participaciones de la lotería de Navidad, tanto de la Hermandad del Cachorro como de la Esperanza de Triana. A la salida descubren más ecos sanabreses; no habían reparado a la entrada en el nombre del establecimiento: “Bar Remesal, especialidad de caracoles”. Y es que el norte está tan lejos y tan cerca. Por la mañana, en la calle Sierpes, los viajeros se encontraron con Paco, un maestro zamorano al que conocieron hace veinticinco años. Ahora vienen a saber que organiza viajes y, durante estos días, está en Sevilla de visita con unos amigos.

Es a la ermita del Cachorro a dónde encaminan sus pasos los viajeros. Antes pasarán por la iglesia de la Hermandad de la Divina Pastora. Estamos aquí en el corazón de la religiosidad sevillana, a este otro lado del río. Y es que, como dicen sus habitantes: “Triana es puente y aparte”. Aquí se dan la mano béticos y sevillistas, que el color alcanza las humanas pasiones y, así, en la calle de Rodrigo de Triana, los colores van del blanco al verde y del verde al blanco.
Cuando llegan, por fin, a la ermita, acaba de terminar una boda. Una limusina recoge a los novios. Ya no hay devotos en la iglesia, tan sólo cuatro turistas y los recién llegados.
El regreso a Sevilla lo hacen por el puente del Cachorro, hacia el barrio del Arenal, hasta la plaza del Cabildo. Todavía tendrán tiempo de comprar los “dulces de las monjas”. Observan los viajeros que los sevillanos deben ser muy golosos, pues formando cola aguardan pacientemente su turno para comprar los exquisitos manjares en un pequeño y especializado local.
Poco más les entretiene por hoy en Sevilla, como no sea adquirir algunos azulejos y objetos de cerámica. Por estar, se quedarían más tiempo, pero los cuerpos están cansados y desean retornar a Carmona.


Fotos: Estatua de Velázquez en los jardines del Museo de Bellas Artes de Sevilla; tórtola muerta en los Reales Alcázares; la Torre del Oro desde Triana y azulejo de la Divina Pastora.


* 8 de diciembre de 2007


Próximamente: Crónica galaica

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domingo, abril 12, 2009

Crónicas béticas (2)

DULCES DE LAS MONJAS
Por José I. Martín Benito *

Estamos, ya se dijo, en la Bética, en la fértil y suave vega del Guadalquivir. Y aunque no sea hoy primero de noviembre, los viajeros inician la visita al cementerio más antiguo de Carmona. La romería mortuoria se topó primero con el anfiteatro. Todavía tienen en la retina las moles desprendidas del de Itálica, como si fueran los restos de un cataclismo. En Carmona se conserva el esqueleto entero, como una honda cicatriz en la blanda roca.
Vienen a saber que, caído en desuso, los habitantes de la ciudad llegaron a utilizarlo como camposanto. En este, hicieron lo mismo que los isleños en el teatro de Alcudia; y es que los espacios bulliciosos, andando el paso del tiempo, enmudecen y se transforman en lugares de quietud, donde habita el olvido. Al fin y al cabo todo vuelve al polvo.
Los viajeros reflexionan sobre el ruido y el silencio y se dicen que si guerra dan los vivos, también la dieron los muertos. Los humanos pasan tanto tiempo pensando en cómo vivir como en preocuparse por las comodidades del eterno descanso.
Tal vez por eso, aquí, en Carmona, se labró para los muertos una ciudad bajo la tierra. No todo es olvido, que la memoria pervive más allá de la muerte, sobre todo cuando alguien se molesta en dejar grabados nombres y hechos. En Carmona, las generaciones se han sucedido, pero los nombres de Servilia y de Postumio permanecen. Como también sus espacios de eternidad; violados, sí, pero mostrados al mundo por el empeño de un inglés decimonónico. Acaso en eso consista la inmortalidad, cuando los nombres perduran dos mil años después del óbito.


* * *

De Carmo a Hispalis. De la calma de los muertos al bullicio de los vivos. Tropel de gentes en la plaza de España; cuadrillas que buscan su banco provincial, como quien busca el Grial, sólo que el banco lo encuentran y con eso se conforman.
Columnas humanas suben y bajan sin descanso al campanario de la catedral. Si don Fermín desde la torre de la seo ovetense escudriñaba la vida de Vetusta, desde la Giralda podría intentarse algo parecido e indagar por los amores perdidos de la mocita más bonita de un conocido barrio, por los recuerdos infantiles donde maduran los limoneros o por la lunita plateada y las dos cruces del monte del Olvido.
Pero la magnitud de la ciudad haría que sólo quedara en eso, en un intento, pues son muchos los rincones sevillanos. Además, el curioso “voyageur” podría quedarse ensimismado contemplando la ciudad, sus barrios y edificios y olvidarse de su oficio. Dejemos a los troyanos, mejor así.
Los viajeros bajan de la torre y salen por la puerta de los Naranjos camino del barrio de Santa, Cruz con el recuerdo de Carlos Cano. Entre tiendas de artesanía y “souvenirs”, llegan a la plaza de Banderas. Muy cerca, los sevillanos hacen cola para comprar “los dulces de las monjas”, expresión colectiva que por estas fechas realizan los conventos de dueñas de la ciudad. Pero los viajeros, Fabio, cambian el dulce por una manzanilla en la calle de Rodrigo Caro, poético famoso, al tiempo que la tuna ha comenzado ya su serenata.
Son las siete de la tarde. Por la plaza de Santa Cruz llegan a los Jardines de Murillo, cuando son sorprendidos por ruidos de sirena que se mezclan con el sonido de las campanas. Aquel, poco a poco desaparece y este se hace casi ensordecedor. Diríase que todos los bronces de Sevilla han comenzado a repicar. Pero no, “son sólo las campanas de la catedral”, les advierte un nativo al que preguntan. La razón de aquello no es otra que hoy es víspera del día de la Inmaculada Concepción, que aquí, en Sevilla, se vive de manera muy especial, con procesión incluida.
Los viajeros están cansados. Ya han visto a la Virgen de Montañés en el presbiterio de la seo y le han robado una imagen digital. Con eso se conforman, y con Carmona como refugio.


Fotos: Tumba en Carmona; Sevilla desde la Giralda y cola para comprar los dulces de las monjas.

(Continuará: Triana, puente y aparte)

* 7 de diciembre de 2007

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