La Crónica de Benavente

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domingo, mayo 21, 2006

Crónicas mallorquinas (I)

Baños, costaleros y una tumba
por José I. Martín Benito

Es lunes santo en Palma. De ello tomarán conciencia los viajeros cuando salgan de los baños árabes y busquen Santa Clara. En el interín, tomarán unas instantáneas de la mole catedralicia, que se les antoja un barco de piedra varado en la bahía. Los contrafuertes remedan velámenes, mientras que el rosetón parece el timón de popa. En esto de las barcas de piedra el occidente atlántico lleva delantera (esta reflexión la hacen los viajeros mientras por un rincón de la memoria se cuela la leyenda jacobea y la novela de Saramago), pero acaso habrá que tener en cuenta que las embarcaciones, pétreas o no, debían pasar antes las columnas de Herakles y, aquí, en Mallorca, estamos en pleno “Mare Nostrum”.
De los baños de Palma sólo queda su arquitectura, que el agua y el vapor hace mucho tiempo se esfumaron. Así que los visitantes tienen que conformarse con presenciar sólo las columnas, los arcos de herradura y las claraboyas. Los viajeros encuentran aquí un sabor parecido a los baños que hay en los sótanos del palacio de la Diputación de Jaén, también muslimes y evocan –no pueden por menos de hacerlo- los de Gerona, aunque los catalanes fueran ya obra de cristianos.
Pero cristianos o moros da lo mismo, que unos y otros buscaban el placer del agua para lavarse las impurezas y los humores y relajarse de los calores mediterráneos. Así que ver ahora los baños sin agua, es como ver El Prado sin cuadros o estar en medio de una biblioteca sin estantes y sin libros. Los visitantes de hoy admiran el continente, pero pierden la noción del contenido. Tendrá que ser así.
Con el plano en la mano los viajeros sortean las calles en busca de Santa Clara y de San Francisco. En el patio de las clarisas, los costaleros ultiman los preparativos previos al desfile, de lo que se harán eco después, en alabanza, los medios radiofónicos, pues los pasos habrán de sortear la pequeña puerta de salida del recinto, antes de enfilar las calles palmeñas.
En San Francisco, mientras tanto, ensayan cornetas y tambores, en el preludio de la larga procesión que se avecina. La tarde se ha puesto fría y los viajeros se compadecen del policía que en pantalón corto ayuda a una motorista despistada.
Pero la iglesia del santo de Asís les espera; en el interior se toparon los viajeros, sin buscarla, con la tumba de Raimundo Llul, filósofo y escritor tan celebrado en la isla y en las letras hispánicas medievales. Aquel salió de Mallorca y peregrinó por Tierra Santa y por el norte de África, estudió el árabe y se dedicó a componer, entre otras, obras de caballería mística. Hoy son otros los que llegan desde diversos lugares a la isla grande y no precisamente para rendir homenaje a Llull, mucho menos para recordar a Blanquerna. Era entonces Mallorca isla políglota, mucho antes que la llegada del turismo la hiciera también heredera de la Torre de Babel.
Fotos: Baños árabes, patio de Santa Clara, Plaza de San Francisco y Tumba de Raimundo Llull (Palma de Mallorca).

miércoles, mayo 17, 2006

Crónicas menorquinas (V)

De una procesión a la carrera y de unas gaviotas estelares
Por José I. Martín Benito

Es 9 de abril en Mahón. A lo lejos ruido de tambores. Todos los sonidos de España convergen esta noche aquí, en la cercanía de un puerto bien resguardado. Cuando los viajeros, ya anochecido, llegan a la altura de la procesión, los penitentes se dirigen con los jirones de esta –sólo dos pasos- a la iglesia del Carmen. Pero, contra lo que cabría esperarse, los costaleros no los bailan a ritmo de la música, sino que los corren cuesta arriba. Parece como si tuvieran prisa por llegar y descargar las imágenes.
Son las diez y media en la noche menorquina, cuando los restos de la procesión del Vía Crucis entran en el Carmen. En esta procesión –dice la guía de la Semana Santa- participan todas las cofradías de la ciudad. Los viajeros no lo saben, porque no lo vieron, así que tendrán que fiarse de la letra impresa. Lo que sí vieron fue la cola de dos pasos que volvían a la carrera, casi en desbandada, como si de un encierro taurino se tratase.

***


De Ciudadela a Alcudia en el “Nura Nova”. Los viajeros han embarcado en el pequeño y angosto puerto, casi un desfiladero. La catedral se yergue poderosa arriba. Pasará mucho tiempo antes de que la pierdan de vista desde cubierta.
Menorca va quedando atrás y con ella, las taulas, el monte Toro y los acebuches. La estela del barco es una línea recta, un camino de plata, una especie de cordón umbilical que se resiste a separarse de la isla. El espíritu de los viajeros también se resiste al adiós y por eso quieren abarcar Menorca con la mirada de un movimiento de cabeza, de izquierda a derecha, para abarcar desde una punta a la otra la parte noroeste de la isla verde. Lo hacen casi como un ritual, como si así quedara grabado para siempre en la memoria el paisaje isleño. Pero poco a poco la bruma va ocultando sus contornos y el agua se apodera del horizonte.
Entre el mar y el cielo. Los viajeros se entretienen en la cubierta de popa con una gaviota que sigue la estela. El ave planea, bate alas, se eleva, se suspende a merced del viento. Los ensimismados argonautas se preguntan si tan intrépida voladora les acompañará hasta Alcudia. Las dudas se hacen mayores cuando entran en escena otras dos acompañantes, surgidas quién sabe de dónde. A media travesía las gaviotas desaparecen y el barco sigue su singladura en busca de la isla mayor. Tardan en divisar los primeros perfiles y crestones de la Tramontana. Cuando han pasado cerca de tres horas, los pasajeros descubren el semicírculo de la bahía de Alcudia. La proa del "Nura Nova" enfila hacia su epicentro. Después, el atraque en el puerto y el desembarco, lento y pausado. El pasaje va abandonando lentamente la embarcación. El descenso, que lo hacen por una estrecha escalera metálica, resulta incómodo para bajar los equipajes. Ahora todos los navegantes viajan con valijas, y es que los versos de Machado alusivos a ir ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar, quedan muy bien para la poesía, pero no para los desplazamientos.
A los viajeros les espera fuera un automóvil de alquiler. Son las tres de la tarde y es preciso regalarse. Así que Alcudia, la ciudad tan recomendada por sus hijos adoptivos, tendrá que esperar una visita más sosegada. Después de deshojar la margarita y elegir un restaurante en el mismo puerto, se disponen a paladear la comida mallorquina. Reconfortados los cuerpos, ponen dirección a Palma para, desde allí, como centro de operaciones, descubrir a partir del día siguiente los secretos de la isla grande.
Fotos: Puerto de Ciudadela (Menorca) y gaviota durante la travesía de Ciudadela a Alcudia.

lunes, mayo 08, 2006

Crónicas menorquinas (IV)

VACAS, LAGARTOS Y ACEBUCHES
Por José I. Martín Benito

El poblado de Torrellafuda está protegido por las vacas y por las altas hierbas. Varias cercas de piedra guardan la manada de bóvidos y estos, a su vez, las ruinas. Los viajeros son los únicos visitantes a esas horas de la tarde en el perdido poblado. Accedieron a él desde la carretera general, tras descubrir el indicador. Esta vez no encontraron la empresa de arqueólogos que esperaban, por lo que contemplaron las ruinas más grandiosas si cabe, perdidas y ocultas entre la maleza y la vegetación.
Es también Torrellafuda morada y reino de los acebuches, que aprisionan y ocultan las estructuras.
Los visitantes descubren el santuario de las taulas entre las ramas retorcidas de los reyes del solar y, después, se encaraman a la derruida muralla, acaso el camino más despejado para poder contemplar la gran torre de vigilancia.
El talayot de Torrellafuda tiene clavado un rejón o, tal vez una banderilla, si consideramos que la masa pétrea es el espíritu dormido del gran toro, al que escoltan la veintena de vacas que pastan en sus dominios. Cualquier momento el gigante puede volver y reclamar su harén. Pero el sueño debe ser muy profundo como para despertar ahora, en el silencio de esta tarde de abril.
El rejón no es aquí sino un vértice geodésico, de esos que el Instituto Geográfico y Catastral se dedicó a clavar por doquier en las alturas españolas y poder así trazar mejor sus mapas. De todos modos, el vértice está prácticamente inaccesible o, al menos, no están los visitantes con ganas de iniciar la escalada. Así que no podrán comprobar la leyenda que a buen seguro le acompañará y que señalará que la destrucción de tal objeto está perseguida por la ley. Se refiere al vértice, no al talayot.
Cuando los viajeros dicen adiós a las ruinas más naturales de toda Menorca, descubren en las inmediaciones, recortada entre el verde y el azul, una blanca masía, cuya silueta les recuerda el dibujo de la cajita de un queso en porciones.
De torre a torre. De Torrellafuda a Torre de Gaunes, antes de ir en busca de la basílica de San Bau, a orillas del mar. Si el primero era la ruina perdida, integrada o absorbida por la masa vegetal, el segundo es lo más parecido a un ave fénix, pues las administraciones central y autonómica han procurado que renazca, desbrozando el monte y limpiando las estructuras, para deleite del visitante. De tal renacimiento no sólo da cuenta el acondicionamiento de los senderos, sino también las excavaciones arqueológicas, cuya huella es fresca y reciente.
En el santuario descubren los visitantes a un tímido lagarto que asoma medio cuerpo buscando los rayos solares en una tarde a ratos nublada. Tras un par de instantáneas, el pequeño reptil se debe preguntar que quienes serán aquellos que osan perturbar su solaz momento y decide volver a su guarida.
Cientos de acebuches y sus retoños han sido talados, para librar la vista de las construcciones. Ignoran los viajeros cuánto tiempo pasará hasta que de nuevo la vegetación ocupe el lugar que los hombres en su día abandonaron. Si los acebuches tuvieran alma se preguntarían por qué los humanos se fueron de aquel paraje y ahora vuelven a docenas, urgan, se detienen y contemplan; son muchos los troncos y vástagos que se abren paso entre piedra y piedra, cortados a ras de muro, pero incrustrados en él. Cualquier día se llenarán de savia y provocarán la ruina de la ruina, el desmoronamiento de un "exin castillos" sin anclajes...
Foto: Vacas y talayot en Torellafuda y Masía blanca; lagarto en el santuario de Torre d´ en Gaunes.

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