La Crónica de Benavente

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lunes, abril 21, 2008

Relato de un legionario (4)

ASTURES
Por José I. Martín Benito

En la campaña de Estatilio Tauro habíamos fijado un campamento en Albocela, en las cercanías del Douros, el gran río de los vacceos. En los dos años siguientes, con Calvinio Sabino y Sexto Apuleyo, no sin esfuerzo sometimos las tierras entre el Pisoraca y el Astura y penetramos hasta Asturica y Bergidum. Aquello sólo fue el principio, pues lo peor vendría más tarde. Los cántabros y astures, lejos de retirarse, emprendieron con más virulencia sus prácticas de emboscada e incursiones rápidas, en las cuales nos despojaron de varias insignias.
Cuando Augusto en persona decidió ponerse al mando de la campaña, trayendo nuevos efectivos, los soldados nos sentimos aliviados. Se luchó en dos frentes. El propio Augusto comandó el oriental, contra los cántabros, desde Segisama, dirigiendo sus ataques contra Vellica y Aracillum. Yo estaba en el Bellum Asturicum, a las órdenes del legado de Lusitania, Publio Carisio.
Los castros de los astures estaban enclavados en lugares elevados, con murallas de barro o piedra, según abundara uno u otro material en la región. A veces, estaban reforzados por empalizadas de madera y piedras hincadas que dificultaban las maniobras de nuestra caballería. Pero, muchas veces, cuando conseguíamos hacernos con alguno de ellos, sólo encontrábamos viejos, mujeres y niños, la mayor parte muertos por temor a caer en nuestras manos. En ningún sitio vi lo que en Hispania. Otros soldados veteranos que habían combatido en el Danubio y en Oriente aseguraban que nunca habían visto suicidios en masa como aquellos. Algunos relataban, incluso, lo que sus abuelos le habían contado acerca de las guerras de Sertorio y de una ciudad llamada Calagurris, donde sus habitantes después de haber dado muerte a las mujeres y a los niños utilizaron sus cuerpos como alimento para resistir a Pompeyo.
Pero lo peor era la lluvia y el frío que se metía por nuestra lorica y nos calaba hasta los huesos. Aquellos momentos de debilidad eran los aprovechados por los montañeses para sorprendernos. Los hombres organizaban sus partidas en los bosques -que en esta parte del país son muy espesos- y nos acosaban por todas partes. Por entonces teníamos nuestro campamento en Petavonium. Recuerdo -¡cómo no habría de recordar!- que en una de las patrullas, en las cercanías de un río llamado Eria, cayeron sobre nosotros más de un centenar de aquellos bárbaros; iban vestidos con gorro de piel a modo de casco, con sagum o capa de lana gruesa y una prenda de paño a guisa de coraza. Los montañeses se abalanzaron sobre nosotros dando grandes gritos y empuñaban un arma que yo nunca había visto hasta que llegué a Hispania, la falcata, una espada corta y curva, muy distinta a nuestra gladius (por un momento recordé a Bruto y sus secuaces en el Foro). En aquella refriega perdimos muchos hombres y sólo diez conseguimos ponernos a salvo, no sin sufrir algunas heridas. Yo fui herido de gravedad en una pierna por una de aquellas malditas armas arrojadizas de los montañeses. La herida tardó en curar y me dejó una notable cojera para el resto de mis días. A pesar de la derrota, gracias a aquellas heridas pudo salvarse más tarde Carisio y nuestro ejército, como relataré a continuación.

(Continuará...)

Dibujo: Legionarios romanos.
Foto: El monte Teleno, territorio astur.

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lunes, abril 07, 2008

Relato de un legionario (3)

EL FRÍO DEL NORTE
Por José I. Martín Benito

Actium fue mi primera gran batalla. Previamente había acompañado a Octavio en la campaña de Iliria y después en la franja de Dalmacia y en la fortificación de Triestre; debió ser entre el 718 y 720 de la fundación. Yo me había alistado con veinticuatro años, acudiendo a la llamada de Augusto contra la amenaza de Sexto Pompeyo, el cual controlaba el mar, Sicilia y el grano. Pero mi vida de soldado se forjó sobre todo en Hispania, en la Legio X. Aquí llegué a finales del 724 con Estatilio Tauro, legado de Augusto. Las tribus de las montañas hacían constantes incursiones a las tierras llanas de los vacceos. Quizás ese fue el pretexto para iniciar lo que después de una larga y penosa guerra sería la conquista completa del territorio, aunque ignoro realmente para qué quería Roma aquellas agrestes y húmedas tierras del norte que nada producen. Alguna vez oí que allí había ricos metales, entre ellos oro. No sé si eso sería cierto. Mis compañeros y yo nunca lo vimos. Por contra, lo que sí pasamos fueron mil penalidades y mucho frío, un frío que cuando lo recuerdo hoy en mis cálidas tierras de Emerita todavía lo siento.
Allí en el norte se quedaron para siempre mis mejores camaradas. Luchábamos durante años contra un enemigo al que rara vez veíamos y que nos acosaba por sorpresa con armas arrojadizas. Con sus montañas como refugio, rehusaban el combate abierto, lo que desesperaba a los hombres y hasta al propio Octavio años más tarde, el cual había venido personalmente a dirigir las operaciones. Supimos que Augusto había caído enfermo y se había retirado a Tarraco. Por algún tiempo la moral de la tropa se resintió.
Pero decía que estos montañeses desconocen la disciplina militar y el arte de la guerra. En alguna ocasión pude presenciar, incluso, como miembros de una misma familia se habían quitado la vida antes de caer en nuestras manos, sabedores que tenían reservada la esclavitud. Hispania es indómita. Aún hoy, retirado en las ricas tierras de la vega emeritense y disfrutando de la pax romana, me asaltan temores y me despierto inquieto a media noche.
(Continuará...)

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