La Crónica de Benavente

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lunes, mayo 25, 2009

Crónica portuguesa (y 4)

LA CRUZ DE CRISTO
Por José I. Martín Benito *

"Andurinha, ven a janela"

La Cruz de Cristo omnipresente en Belem, acompañará también a los visitantes en Tomar, centro neurálgico de la orden cristológica. En la villa, el símbolo cruciforme se encuentra en el pavimento de las aceras, a modo de mosaico y en la casa de comidas donde repondrán fuerzas. Han venido aquí atraídos por la célebre ventana manuelina. Una marca de vinos “Convento de Tomar”, con denominación de origen Ribatejo, lleva el dibujo de la famosa janela, rematada con la consabida cruz. Ignoran los viajeros el número de golondrinas que se habrán posado en aquella ventana, blanca y verde, evocando la canción de Dulces Pontes: “Andurinha, ven a janela”. Los viajeros se sienten, pues, aves migratorias y acuden al reclamo.

Inician la escalada en mecánica cabalgadura, sin contratiempo alguno. Eso sí, quedan sorprendidos por encontrarse a las puertas del castillo con infantes, soldados y jinetes medievales, que visten túnicas blancas, lorigas, yelmos y grebas. No son los monjes-soldados, primero del Temple y, después, de la orden de Cristo, que desde aquí extendían sus dominios a buena parte del territorio luso; ya se vio Castelo Novo en la serra de Gardunha. Los caballeros de ahora parecen dispuestos para la ocasión; decorado no hace falta, que los muros del castillo-convento, con alguna que otra restauración, servirán para lo que se avecina. Pronto sabrán los viajeros la razón de aquella bienvenida, si la podemos llamar así, pues los personajes se muestran ajenos a los visitantes. Y es que estos caballeros y soldados parece que van a lo suyo e ignoran a los recién llegados. Intrigados por la aparición, los viajeros preguntan, que si preguntando se va a Roma, bien servirá también para descifrar el retorno a la Edad Media y los enigmas de un castillo y convento portugués.
Es así como vienen a saber que los figurantes forman parte de un ensayo general, pues lo que se está preparando es una función de teatro, les responden los preguntados. Luego conocerán, a la salida de la fortaleza, que los domingos se representa una versión teatral de la novela de Umberto Eco, “El nombre de la Rosa”. Por marco que no quede. Un cartel señala que está prohibida la entrada a menores de 12 años y a los portadores de teléfonos móviles.
Desde la azotea del claustro de los Felipes, los viajeros observan el ensayo de tres actores en la puerta de la iglesia. Uno de ellos se olvida del parlamento y saca el papel con el diálogo que le toca decir, mientras una docena de curiosos observa la escena a distancia.
Los viajeros van de sorpresa en sorpresa conventual. Si una vez vieron Batalha, los Jerónimos y Alcobaça y ahora el convento de Cristo, se preguntan cómo será Mafra. Pero para esto último tendrán que esperar otra ocasión, aunque por el Memorial de Saramago y algunos planos de las guías turísticas, puedan adivinar su grandeza.
Los visitantes se pierden por los claustros. Hay naranjos y azulejos y un manuelino en estado puro poblado de esferas, cordones y corales. Lo visitantes meten las narices por la cocina, la despensa y el refectorio, pero han desaparecido los olores, sabores y manjares. El tiempo se ha detenido sólo de manera pétrea, que son otros los actores y otras también las costumbres y necesidades. Aún así, el lugar es el mismo. Los hombres pasan, la tierra permanece. Los viajeros recuerdan que fue en Tomar, donde las Cortes de la nación lusitana reconocieron en abril de 1581 a Felipe, de España, como rey de Portugal, tras los sucesos derivados de la pérdida del rey don Sebastián en el desastre norteafricano de Alcazarquivir, acaecido tres años antes. El hijo de Isabel, la portuguesa, y del césar Carlos vino a juntar así los reinos peninsulares, en una frágil unión que se fracturó sesenta años después.
La mañana se les ha ido en el camino desde Lisboa y en la visita al convento, evocaciones incluidas. Después de comer en el restaurante “A Mao”, los curiosos se adentran en el casco antiguo de Tomar, descubren la antigua sinagoga, convertida ahora en museo y, poco después, visitan la iglesia de S. Joâo Baptista; la cruz de Cristo y las armas de Portugal han bajado de la cima al llano. La Praça da Republica tiene un pavimento ajedrezado; en el centro, de espaldas al castillo y frente a la iglesia sanjuanista, rinde Tomar homenaje y recuerdo a Gualdim Pais, fundador de la villa, cuando el convento fue de los freires del Temple.
Es tiempo de retorno. Los viajeros no se entretienen más, aunque lo harían de buena gana, y ponen rumbo a la Beira Baixa; dejan atrás Castelo Branco y Castel Novo. Se ha puesto el sol. Belmonte deberá esperar mejor ocasión. Atraviesan la serra da Estrela entre dos luces. Adivinan Guarda. Cruzan el Côa, que presienten, pero que ni ven ni oyen y llegan, al anochecer, a Ciudad Rodrigo.


* 9 diciembre 2006

Fotos: Janela; iglesia y caballero; naranjas y azulejos. (Convento de Cristo, Tomar).

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viernes, mayo 15, 2009

Crónica portuguesa (3)

DE TUMBAS Y TORRES
Por José I. Martín Benito *

No sabemos de dónde sacaron los viajeros que una de las tumbas de la iglesia del monasterio de los Jerónimos está vacía y que se corresponde con la del Rey don Sebastián, como dejaron escrito en cierta ocasión. Ahora, comprueban que los dos sepulcros del templo son el de Camoens y el de Vasco de Gama. Son los Jerónimos algo así como un panteón de glorias nacionales en miniatura. En el claustro está también, dicen las guías, la tumba de Herculano, el decimonónico historiador portugués. Los viajeros la buscan y la hallan, sostenida por seis leones; en uno de los frontales, le reflexión del finado: “Dormir? So dorme o frio cadáver, que nâo sente; a alma vôa e se abrica a os pès do omnipotente”.
Como en su primera visita a Lisboa, ya hace algunos años, en Belem se volvieron a encontrar con la luz atlántica, que ya creían esfumada por el tiempo lluvioso y nublado. Pero, finalmente, esa mañana el sol salió y tanto los Jerónimos como el monumento a los Descubridores volvieron a reflejar el blanco secuestrado. Cruces de Cristo, esferas armilares y cuernos de la abundancia se pegan a los muros del monasterio, con mascarones, clípeos y cordones, que el plateresco se llama aquí manuelino.
Los Descubridores encaran el Tajo y van precedidos, en pétrea proa –balsa de piedra-, por don Enrique, el Navegante; arengando o indicando el rumbo a “os bravos portugueses, incitando”, camino de la mar océana.
Sopla el viento en Belem. Por un largo paseo a la vera del río y guiados por la luz cegadora, un reguero de visitantes se dirige al reencuentro con la torre. Verde, blanco y azul protegen el icono. De nuevo, otra vez, la cruz de Cristo en los balcones y en el remate del primer cuerpo. La torre ha sido recientemente restaurada, como se encarga de recordarlo un cartel a la entrada, en un proyecto cofinanciado por el Instituto portugués del patrimonio arquitectónico y la Unión Europea. La entrada tiene lugar bajo las armas de Portugal escoltada por dos esferas armilares, que cuando se levantó la torre eran tiempos de epopeya lusitana.
A los viajeros les asalta la duda de saber si la torre es una pieza de ajedrez, enrocada para proteger a los monarcas. Pero el rey y la reina ya no están allí para contarlo, que Portugal es ahora una república, aunque espere todavía ansiosa la vuelta de don Sebastián, “El Deseado”, como reza su estatua en el jardín del obispo en Castelo Branco. Dicen que la torre nació para defensa del río, pero, bien mirado es el río el guardián de la torre. No obstante, a tenor de lo que hoy se ve, parece que ni lo uno ni lo otro. En todo caso, sea como fuere, la fortaleza ribereña ha mucho tiempo que fue tomada y nada impide ya la llegada tumultuosa de los extranjeros al corazón de la esencia portuguesa, si es que la esencia es el orgullo torrero, los navegantes y el tiempo perdido y nunca recobrado. Aquí, en la Torre de Belem, cada uno entra como pedro por su casa. Nunca la escalera de acceso estuvo tan apretada que, con los atascos de los que suben y los que bajan, aquello parece hora punta en una autovía de la capital. Sólo la azotea supone un pequeño alivio para los pacientes escaladores. Desde allí la vista se recrea en el río, en los Jerónimos y en toda Belem. Pero el instante tiene su contrapunto; si reconfortante es el cielo, de nuevo tendrán que soportar las angosturas y bajar de la cima, para encontrarse con tanta gente como peldaños tiene la escalera.
Por la tarde, los viajeros buscan el reencuentro con el Rossio y con la praça de Pedro IV. La estatua del monarca aparece ahora escoltada por una campana gigante, que estamos en vísperas de las Festas de Natal. Desde la praça de Figueira, poblada de palomas, y presidida por el retrato ecuestre de don Joâo I, se vislumbra, arriba, el castelo de San Jorge. Un avión surca las almenas; será el espíritu del alado dragón que de nuevo quiere tomar la fortaleza.
Los viajeros toman un tranvía con destino al Oceanográfico, que ocupa parte del lugar donde otrora estuvo la exposición universal lisboeta. El sol se ha puesto. Entre nutrias y peces, los visitantes se topan con un mar domesticado, sin asomarse a las abismales profundidades que surcan los fondos tenebrosos. Monstruos marinos que espantaron navegantes, pulpos, calamares gigantes y sirenas encantadas no vieron, que eso forma parte de la leyenda y aquí, como se ha dicho, las aguas están controladas y contenidas, ajenas a las borrascas atlánticas. Mejor así.
Las tinieblas libran la batalla con las artificiales luces. Los astros no titilan azules, que está nublado. Retornan los viajeros al corazón lisboeta par dar cuenta de un bacalhau a nata. El convento de Cristo les espera mañana en Tomar.

* 8 diciembre 2006
Fotos: Tumba de Herculano en Los Jerónimos; monumento a los Descubridores; ventana en Torre de Belem y monumento al rey D. Joâo I, en la praça de Figueira.

(Concluirá: La Cruz de Cristo)

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jueves, mayo 07, 2009

Crónica portuguesa (2)

LA LLUVIA DE SAN JORGE
Por José I. Martín Benito *
Por la mañana, antes de partir para Lisboa, los viajeros deciden visitar el viejo castillo entre la bruma. La niebla se ha apoderado de Castelo Branco y el día se torna gris. En algún lugar se toparán con un cartel que anuncia la actuación en la ciudad de Dulce Pontes, prevista para el día 9. Lástima, ojalá hubiera sido ayer. Ese día estarán de regreso a Ciudad Rodrigo. Así que se conformarán con oírla en el disco compacto que llevan en el automóvil.
Como desagravio, por la noche intentarán captar de refilón el alma lisboeta en “Luso”, un conocido restaurante en el barrio alto de la ciudad. Folclore marinero, guitarra portuguesa y fados desgarrados llenarán la sala, poblada de turistas entregados. Pero eso será por la noche. Antes, los viajeros tienen previsto pasear por las praças do Comercio, de Camoens, subir al castelo de Sâo Jorge, con parada y escala en la catedral.
En la seo se agolpan los fieles, encienden candelas en los lampadarios y recorren las alas de un claustro destripado, que muestra en el patio pretéritas estructuras de una Lisboa más antigua.
Escoltados por los tranvías, los viajeros se dirigen a la fortaleza del santo militar, donde les sorprenderá la lluvia. El día ha estado siempre gris desde que salieron de Castelo Branco. Desde allí divisan el Tajo que busca su estuario y la mar océana. Un gigantesco árbol luminoso emerge desde la praça do Comercio; efímero cohete vegetal que terminará sus días tras la Epifanía del Señor.
La subida a las almenas se hace en ordenada fila de uno, que son muchos los visitantes que, todavía, al caer la tarde, quieren palpar el cielo de Lisboa. La lluvia arrecia, como si fueran las saetas que lanzan los partidarios del dragón y que quisieran tomar la irreductible morada del santo bizantino, que aquí en occidente se ha vuelto lusitano. No por eso, los viajeros se amedrantan y siguen subiendo al adarve. A pesar de las inclemencias atmosféricas y de la falta de luz, los turistas ocupan el paseo de guardia y el interior de las torres, casi a tientas, pues es mucha la oscuridad, sólo rota por los destellos fulgurantes y efímeros de los flashes de las cámaras fotográficas. Agua y fuego. Quién sabe si bajo la roca no estará petrificada la bestia, amenazante doblegada y vencida por el titular de la fortaleza.
A la salida del castelo se topan con unos vecinos de Benavente, que han elegido también el puente de la Inmaculada para acercarse hasta Lisboa; con ellos toman un tranvía y bajan de la cumbre.

En el Chiado, los viajeros se trasladan por un momento a Italia, a la iglesia de Nossa Senhora de Loreto, varias veces incendiada y reconstruida. Hay allí recuerdos del terremoto que asoló la ciudad lisboeta. Ahora, la tierra ya no tiembla, aunque sí comienzan a hacerlo las cansadas piernas de la andante caballería, tras un día agotador. Todavía tendrá tiempo el fatigado grupo de saludar la efigie broncínea de Pessoa, adentrarse por los reconstruidos barrios de Pombal y buscar un santuario de fados portugueses, donde reconfortar el alma, satisfacer el cuerpo y buscar el desagravio de las lágrimas de Dulce Pontes. Ya se dijo.

* 7 diciembre 2006

Fotos: Praça do Comércio; claustro de la catedral y castelo de San Jorge (Lisboa).

(Continuará. "De tumbas y torres...)

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