La Crónica de Benavente

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sábado, abril 28, 2007

Cuaderno romano (y 3)

SOL DE PASCUA
Por José I. Martín Benito

Es lunes de Pascua y hace sol. Los viajeros han entrado en el Coliseo, después de haber guardado pacientemente la cola. Dentro no hay espectáculo que les espere. Ya no hay ni fieras, ni mirmillones, ni reciarios. Las gradas están vacías, sin asientos. La arena ha sido sustituida, pero sólo en parte, por una plataforma de madera, de modo que los visitantes pueden ver a vista de pájaro los intestinos del gigante. Pero abajo no está permitida la entrada. Los viajeros no pueden por menos de evocar el anfiteatro de Tarraco, y también el de Emerita, similares en la estructura, pero no en las proporciones. La gente deambula por la cavea, sin encontrar su localidad. Ya se ha dicho que no la hay. La entrada da derecho a recorrer un circuito, pero no a invadir los sectores protegidos. Así que los turistas dan la vuelta al recinto, con parsimonia, tomándose su rato para hacer algunas instantáneas y llevarse el recuerdo digital que le permita mantener activa la memoria cada vez que se quiera.
Los viajeros se asoman al exterior y ponen sus ojos en la colina del Palatino, su próxima escala. Por la vía Sacra, otra vez, llegan al arco de Tito para iniciar, más adelante, el ascenso. La subida es cómoda, con paradas para ver grutas acuáticas y jardines. Ahora recorrerán el parque, pues las ruinas de los palacios imperiales están más retiradas.
Desde lo alto de la colina Palatina se divisa el Foro. Un rumor constante sube desde abajo, entre un ir y venir de transeúntes que recorren los espacios plagados, aunque en ruinas, de templos y basílicas. Es seguro que ahora, como entonces, el murmullo es también una mezcla de diversos sonidos y de lenguas. Lo que debe ser diferente son las conversaciones, pero desde aquí arriba no son audibles ni, por tanto, inteligibles. Además, los que deambulan ahora llevan otra indumentaria y van armados de cámaras y planos. ¡Cualquiera diría que necesitan una guía para no perderse!...
El sol juega al escondite, cuando los viajeros toman conciencia de que aquel lugar fue otrora el centro del mundo, al menos del conocido. Lo desconocido no cuenta y, además, aunque contara, daría lo mismo, pues lo que no se conoce no existe, al menos para el que lo ignora. Es también seguro que las damas romanas llevaban telas de seda, pero ignoraban su lejana procedencia, de la misma manera que los chinos no sabían qué había al otro lado del techo del mundo.
Después de pasear por la Domus Flavia, bajarán del Palatino e irán en busca de la Fontana di Trevi y de la columna aureliana. La primera está literalmente cercada por centenares de turistas y apenas si se puede llegar al pretil de la gran alberca. La segunda, en Piazza Colonna, es prima hermana de la de Trajano, pero el lugar es más accesible y no hay gatos que la custodien. ¡Y eso que los puestos de souvenirs están llenos de postales de Roma con felinos como protagonistas!
Con gatos o sin ellos, van los caminantes por la via di Pastini, en busca del Panteón; lo encontrarán, pero la entrada está vedada. Lo debían haber supuesto. Es lunes de Pascuata y las iglesias, ya se dijo, están cerradas al culto y a las visitas. Piensan los viajeros que les han hecho “la pascua”, por lo que, ya cansados, buscarán un lugar para sentarse y llenar el cuerpo. Lo encontrarán en una de las terrazas de la esquina, frente al circular edificio. Así que, se dicen, “los lunes al sol en piazza Rotonda”; y es verdad que el sol pega con fuerza. Sólo desean que Febo se esconda tras una nube, como, en efecto, sucede. Pero el alivio no durará mucho...

La tarde está al otro lado del río, en el Trastevere y en el Gianicolo. Pero antes de toparse con el bronce de Garibaldi, que desde la colina domina la ciudad, como esperando el momento del ataque, los viajeros habrán de buscar la huella de España y de Bramante. La encontrarán en San Pietro in Montorio y en el pequeño templete no hace mucho restaurado con hispánicos dineros. Con la mirada se refrescan en la Fonte Acqua Paola, que semeja un gran arco acuático de triunfo. Luego, sí, irán en busca del monumento al Garibaldi y bajarán la colina. Dejando a la izquierda el Vaticano, cruzan nuevamente el río por el puente de Amadeo de Saboya, para tomar la cada vez más larga vía dei Coronari, donde se dan cita las tiendas de antigüedades. Muy cansados, por la piazza di Montecitorio llegan de nuevo, ya entre dos luces, a Piazza Colonna. Por la via dei Tritone enlazarán con la de las Quatro Fontane, para toparse con San Carlino; refrescarse, esta vez de verdad, en una de las fuentes que da nombre a la calle y bajar hacia las cercanías de Santa María la Mayor. Son las ocho de la tarde. Las tinieblas, en este día de finales de marzo, han tomado no ha mucho la ciudad. Es hora, pues, de reponer fuerzas en uno de los restaurantes de via Cavour y regresar a la morada de Diana. El Vaticano y la Roma cristiana tendrán que esperar un día más. De momento, ha llegado la hora de los búhos.

Fotos: Columna aureliana. San Pietro in Montorio. Roma desde el Gianicolo.

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lunes, abril 16, 2007

Cuaderno romano (2)

EL LARGO SUEÑO
Por José I. Martín Benito

Con las reflexiones sobre la guerra de las estatuas bajan los viajeros del Campidoglio y buscan el Tíber. En su camino se encontrarán con el Teatro de Marcelo, más remozado, al menos en su exterior, que cuando lo vieron por primera vez hace casi veinte años. Después, por la vía Petrorelli bajarán en busca de los templos del Foro Boario. Allí debieron citarse las boyadas romanas, pues “Boario” significa precisamente “de los bueyes”. Recuerdan los viajeros que, después de la decadencia de la ciudad, a las antiguas ruinas del Foro romano y otras colindantes se les llamó “Campi di vaci”, pues en aquellos lugares, entre columnas y muros de piedra y ladrillo, pastaban los ganados.
Hoy el lugar está tomado por turistas, que se solazan o descansan en los alrededores de los reconstruidos templos. Las casas de las antiguas deidades conviven con las iglesias cristianas; en algunas, incluso, los espacios son los mismos y lo que cambió fue el culto. A menos de un tiro de piedra del templo circular se levanta la iglesia de Santa María in Cosmedin. A las siete de la tarde una larga cola de turistas espera pacientemente. Pero, curiosamente, no buscan su interior, por otra parte cerrado al ser domingo de Pascua; sólo les interesa penetrar en el atrio para introducir su mano en el interior de la “Boca de la veritá” que, a modo de gran clípeo, cuelga de uno de sus muros. De ella dice una antigua creencia popular que las fauces se cerraban y aprisionaban la mano de los que ocultaban la verdad, pero no se ha sabido de nadie que haya sido mordido por el pétreo mascarón. Si alguien lo fue, no quiso contarlo, no fuera a pasar por mentiroso.
Los viajeros no se quedan a comprobar la sinceridad de sus palabras y van en busca del río. El Tíber baja bravío y revuelto, encauzado por altos muros, serpenteando la ciudad. Tan domesticado está que por quedar no quedan ni cañaverales donde pudiera varar la cesta de los gemelos engendrados por Marte y paridos por la vestal; tampoco se oyen aullidos lobunos que bajen del Capitolio. Así que, ensoñaciones al margen, será mejor acercarse al Circo Máximo y trasladar la imagen del celuloide con Ben-Hur y Mesala compitiendo por la gloria. La larga spina divide en dos el espacio como si fuera la columna vertebral de un gigante recostado. Pero tampoco allí hay bigas ni cuádrigas. Ahora son los vehículos a motor los que parecen competir fuera del recinto en una loca y eterna carrera sin principio ni final. Pero en aquella no habrá coronas de laurel ni vítores para los héroes. El Circo Máximo dormita el largo sueño de la historia. Convertido en un inmenso y verde paseo, tan sólo la carrera de unos galgos parece haber tomado el relevo a los caballos.
Por la vía de San Gregorio, llegan de nuevo los andarines al arco de Constantino. El cielo se ha ido cerrando cada vez más y tornándose de color gris oscuro. Pronto llueve. Como otra mucha gente, los viajeros se cobijan bajo un metálico andamio de tres pisos, con las planchas agujereadas, por las que se ve el cielo y se cuela la lluvia. Cuando ésta remite, tomarán la vía de los Foros Imperiales y casi entre dos luces, llegarán a los dominios de los mercados de Trajano y su colosal columna. Allí se encontrarán con una pareja de españoles con la que coincidieron en el traslado del aeropuerto a la ciudad. Será que Roma, como centro del mundo, es también un pañuelo. Lo comprobarán al día siguiente cuando, en el mismo hotel, se den, casi de bruces, con el director de un instituto de Zamora, colega de profesión.
Pero estábamos junto a la columna trajana, ahora despejada de andamiajes. La verdad es que tiempo han tenido los romanos, después de veinte años, de retirarlos. Un gato, que deambula por los alrededores, parece ser el guardián del monumento. Por él, aquí en Roma, como en Óbidos, pasan mansas las últimas tardes de marzo, en espera de abril florido. El pedestal, que sujeta la columna, anuncia el mensaje militar de tan osada obra, plagado, como está, de panoplias en relieve. En el grueso fuste se labraron las campañas del emperador en el Danubio. Próximo a la basa, el gran río, representado en forma humana, a la manera del Nilo del Vaticano o del Tíber del Louvre, parece querer incorporarse, como si quisiera detener el avance de los hijos de Marte y, con ellos, el de la romanidad, o quizás impulsarlo. Los soldados fortifican las defensas y combaten con los dacios. Pero Trajano ya no está allí, sólo su nombre permanece. Tal vez su espíritu se mudó de nuevo a Hispania, a las campiñas de su local Itálica, después que en el siglo XIV la iglesia romana le descabezara de lo alto de la columna y pusiera en su lugar la estatua de San Pedro. El poder, ya se sabe, es así, de quita y pon.

Fotos: Arco de Tito (grabado de Piranesi); Boca de la Verdad, Arco de Constantino y relieve del emperador Trajano.

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lunes, abril 09, 2007

Cuaderno romano (I)

ANILLOS Y ESTATUAS
Por José I. Martín Benito


De vez en cuando es conveniente alimentar los recuerdos. Por eso, después de 19 años, han vuelto los viajeros a Roma. El grupo ha aumentado. Ahora son tres. Quizás piensan que determinadas cosas y algunos paisajes es mejor transmitirlos, para que estos no se olviden cuando se apague la llama. No lo dicen por la ciudad eterna, que ella continuará mientras el Tíber fluya. Lo piensan los viajeros por la necesidad de compartir ciertas vivencias y que estas perduren en la memoria de aquellos que les deberán de suceder.
Son las cinco de la tarde. El cielo está gris y alguna ligera llovizna ha mojado el asfalto. La bajada por la vía Cavour descubre la cabecera de la basílica de Santa María la Mayor. Pero ésta, como San Pietro in vincoli, y la mayor parte de las iglesias romanas, están cerradas, por ser hoy domingo de Pascua. También lo estarán mañana, día de Pascuata. Aquí se celebra lo que en algunos lugares de Iberia se conoce como “lunes de Pascuilla”.
Por la vía de Annibaldi llegan al corazón de la Roma antigua. El Coliseo se levanta todavía, clavado al suelo, como si fuera un gigantesco anillo que hubiera sido lanzado por los dioses para desposar a la ciudad. Otro anillo, el del pescador, está a punto de quebrarse, pero los orfebres pronto lo reemplazarán. Así es Roma: los reyes dieron lugar a los dictadores y estos a los césares; después vinieron los papas... y todos usaron y usan del anillo que les confiere la auctoritas y el imperium.
La mole sigue atrayendo a miles de visitantes. En otro tiempo, la excusa para entrar en el mágico recinto fueron las fieras y los gladiadores. Hoy, desaparecidos estos desde que Constantino prohibiera los espectáculos sangrientos, la atracción es el propio y descomunal anillo. Los curiosos forman largas y enfiladas colas, esperando su turno. Cerca, el arco de Constantino sirve como frente escénico a una multitud que deambula por la plaza: turistas –los más-, vendedores de puestos callejeros, policías, carruajes... -el resto-.
Por la vía Sacra acceden los viajeros al Foro, en situación inversa a como lo hicieran la primera vez. Entonces bajaron por el Campidoglio con el referente, al fondo, del arco de Tito. Pero el Foro sigue siendo el mismo, aunque se recorra en una u otra dirección, flanqueado por las colinas del Palatino y del Capitolio. Allí siguen estando la basílica de Majencio, el templo de Rómulo, el de Vesta, el de Cástor y Pólux, la basílica Julia y luego otro arco, el tercero, el de Septimio Severo. Allí, en el foro, está el corazón de una ciudad que extendió sus arterias por el mundo entonces conocido. Es un corazón disecado, incorrupto. Suenan en el aire los versos de Quevedo:

Si buscas a Roma en Roma, oh! peregrino.
Y en Roma misma a Roma no la hallas,
Cadáver son las que ostentó murallas
Y tumba de sí propria el Aventino
”.

“Pero el cadáver, ay!, siguió muriendo...” Tal vez porque todos los días han sido muchos los hombres que han surcado aquellas ruinas, el cadáver se fue incorporando lentamente y ha podido resistir el paso del tiempo. No hay reposo ni silencio en aquellos espacios de eternidad. Los fantasmas del pasado deberán esperar la llegada de las sombras, tras la luz crepuscular, para volver a ocupar los solares seculares. Pero con la llegada de “la hija de la mañana, la aurora, de rosáceos dedos”, deberán otra vez volver a sus ignotos aposentos, pues se acerca de nuevo la hora del bullicio.
La llama que Eneas trajo de Troya no está ya en el templo de las vestales. En la casa tampoco hay sacerdotisas vírgenes, ni dioses al acecho, a la espera de sorprender a jóvenes muchachas. Allí sólo crece la hierba y corren los gatos. El espíritu marcial y las palabras amorosas se apagaron, como se calló en Delfos la fuente parlante.
Pero el mundo antiguo se resiste a desaparecer del todo. Al menos aquí, en Roma, está continuamente presente, integrado o soportando las nuevas estructuras. Los viajeros suben a la colina del Capitolio y llegan a la plaza, donde les espera un ecuestre emperador. ¡Bendita su suerte! El desconocer su identidad le salvó la vida, a la estatua, no al emperador. A Marco Aurelio le confundieron con Constantino y le perdonaron fundirlo de nuevo, para campanas, cañones o una estatua más de San Pedro. El bronce de Trajano, que coronaba su propia columna, tuvo peor suerte y el de Itálica fue trocado por el Apóstol, ad maiorem gloria de la iglesia romana y de su fundador. La guerra de las estatuas no es sólo un hecho contemporáneo. Esto sucedió en tiempo de mudanza, hace ya siglos, cuando los papas señoreaban la ciudad y la tríada capitolina era sólo un culto recuerdo. Así que, piensan los viajeros, en épocas de cambio puede ser mejor que a uno le confundan y le tomen por otro, si con ello consigue preservar su integridad. Pero nunca se sabe: los designios del Señor son inescrutables.

Foto: El Coliseum y estatua ecuestre de Marco Aurelio en el Camplidogio.

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