La Crónica de Benavente

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lunes, marzo 31, 2008

Relato de un legionario (2)

EL CENTRO DEL MUNDO
Por José I. Martín Benito
A finales del invierno del 709 mi hermano mayor y yo acompañamos a mi padre a Roma. Intentábamos convencer al abuelo para que trasladara su alfar a la floreciente Capua, colonia muy cercana al lugar donde ahora vivíamos, después de licenciarse mi padre del ejército.
Aquella mañana de las idus de Marzo había ido con mi padre y mi hermano al Foro. Muy cerca, en la Curia, se había reunido el Senado y por eso en el Foro había gran expectación. Confieso que nunca el lugar me impresionó, como sí parecía hacerlo ahora junto a mi padre, el cual iba contándonos las costumbres y construcciones de los poblados bárbaros, allá, en las lejanas y frías tierras de la Galia y de Hispania. Sólo años después, cuando visité aquellos y otros lugares, pude entender lo que mi padre había comentado esa mañana: "Estamos en el centro del mundo", dijo y sus ojos brillaron con una mezcla de ansiedad y nostalgia. Creo que por entonces mi padre arrastraba un largo cansancio, fruto de su dura vida de soldado. Años más tarde yo también me sentiría cansado. No sé si mi padre hallaría el sosiego necesario en sus nuevas tierras de Campania como yo le he tenido en Emerita-
Paseamos junto al templo de Saturno y de los Dióscuros. En la Basílica Emilia había aquella mañana muy poca actividad. Sólo algunos agentes, extranjeros, en su mayoría griegos y sirios, discutían de negocios. Cuando caminábamos a la altura del nuevo templo de Venus Genetrix, terminado de construir dos años antes por mandato de César, oímos unos gritos a nuestras espaldas. No puedo olvidar la cara de mi padre cuando vio a Bruto y sus secuaces con los puñales ensangrentados vociferando haber dado muerte al tirano y haber salvado la República.
Sólo vi una vez a César. Debió haber sido dos años antes, cuando en la entrega de los lotes de tierra a sus veteranos se había fundido en un abrazo con mi padre. Vi que intercambiaban algunas palabras, pero aunque sentí curiosidad por saberlas nunca pregunté por el contenido de la conversación, quizá por respeto; aquello formaba parte de dos militares que, cada uno en su puesto, habían compartido muchas jornadas. No puedo decir como era César, ni siquiera si era un peligro para la República; yo, por entonces, estaba bastante aturdido. Sólo sé que al día siguiente cuando Marco Antonio pronunció su oración fúnebre y leyó su testamento, la muchedumbre lloraba su pérdida y clamaba venganza.
A los pocos días mi padre y yo regresamos a Capua. Él estaba orgulloso, pues a pesar de la tragedia vivida, mi hermano se quedó con mi abuelo Valerio para poder alistarse en el ejército de Antonio. Supe después que había marchado a la Galia. Los acontecimientos posteriores son de sobra conocidos, por lo que no extenderé aquí mi relato. Sólo diré que Antonio pasó de ser un romano virtuoso a un déspota oriental en Alejandría, donde se unió a aquella mujer.
Ocho años antes de la batalla de Actium yo me había enrolado en el ejército de Octavio. Aquella fue sobre todo una batalla naval, pero al final de la jornada, en el recuento de cadáveres habidos en las escaramuzas de tierra, reconocí a Cayo, mi hermano. Otros legionarios más veteranos pretendieron consolarme diciéndome que años atrás, en las llanuras macedónicas de Filipos, ellos habían visto morir en el bando contrario a antiguos amigos y compañeros de armas. ¡Quieran los dioses que Actium haya sido la última batalla entre romanos!
(Continuará...)

Fotos: Foro romano y asesinato de César.

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jueves, marzo 20, 2008

Relato de un legionario (1)

FABIO MÁXIMO

Mi nombre es Fabio Máximo Crispo. Hoy, en mi casa de Emerita, a los 57 años, presintiendo la llegada de la parca, me dispongo a dejar constancia de mi vida.

Nací en Roma allá por el año 690 de la fundación, en el seno de una familia de alfareros. Me crié con mi abuelo Valerio Fulvio y con mi madre Valeria Poncia, pues mi padre, Fabio Sabino, estuvo casi todo el tiempo a las órdenes de César y sólo lo veía cuando éste regresaba de sus campañas y celebraba sus triunfos en la ciudad. Mi padre fue un gran soldado de una de las alas de la caballería de la Legión XIII. Acompañó a César en Hispania contra los legados pompeyanos, Afranio, Petreyo y Varrón, en la campañas de Ilerda y de la Bética en el verano del 704. Al año siguiente, estuvo con César en Tesalia, derrotando a las tropas de Pompeyo en una clamorosa victoria en Farsalia.

Pompeyo pasó a Egipto, donde fue apresado y decapitado por los partidarios de su reina Cleopatra. Precisamente, si algo mal hizo César fue dejarse enredar por las argucias de Cleopatra, entre tanto iba alargando las promesas de reparto de tierras.
Ese era el sueño de mi padre, cultivar su propia tierra, pues cuando se casó con mi madre Poncia se vio envuelto de pronto en el oficio de la familia de mi abuelo. Acaso por escapar de él, decidió hacer fortuna enrolándose a las órdenes de César o acaso también porque confiaba mucho en el propio César.

Pero decía que todo empezó a complicarse con aquella diabólica mujer. Primero fue César y luego Antonio... y todo fue seguido de grandes males para la República. Los problemas siempre vienen del Oriente. No hablaré aquí de Cleopatra, pues su historia es bastante conocida...
Después de Egipto, a finales del 707, mi padre fue nuevamente a Hispania, esta vez persiguiendo a los hijos de Pompeyo. Hicieron el trayecto de Roma a Obulco en tan sólo veinte jornadas con un ejército de 40.000 hombres y en la primavera del 708 exterminaron a 30.000 pompeyanos. Después, los soldados de César arrasaron y saquearon las ciudades de Munda, Urso, Hispalis y Corduba. Se habló entonces de matanzas y de saqueos; mi padre nunca me dijo nada, quizás avergonzado, pero ahora, con distancia y después de haber servido durante casi quince años en la milicia, he de confesar que alguna vez, sin querer, me vi envuelto en uno de aquellos arrebatos de la tropa que siempre deploré.

(Continuará...)

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miércoles, marzo 12, 2008

La coronela (y III)

EL PLUMILLA
Por José I. Martín Benito

Después de pasados dos maridos, un desengaño amoroso y muchas noches de luna y clavel, Manolita rodó de mano en mano, pero sólo en las que quiso.
Con treinta y cinco años se convirtió en el poder indiscutible de la villa. A su casa venían, en ocasiones, el gobernador y hasta el mismísimo obispo, desplazados ex professo desde la capital, por la necesidad de pedirle consejo en alguna empresa o, simplemente, por conseguir sus influencias frente a terceros. Y es que, a pesar de su disipada vida, Manolita no descuidó sus obligaciones con la Iglesia. Devota de la Virgen de los Remedios no faltaba ningún año a su novena y hacía importantes donaciones al santuario.
-El pecado sólo está en los ojos de los hombres, no en mi corazón-, acostumbraba a decir a su confesor, por lo que este recriminaba su soberbia y le recordaba que uno de los pecados de los que debía guardarse era del de orgullo.
Aún así, procurando estar a bien con Dios y menos con los hombres, a los que consideraba meros guiñapos, que corrían hacia ella con sólo mover un dedo, había algo que todavía le tenía turbada, que le provocaba insomnio y que no había sido capaz de domeñar.
Se trataba de hacerse con la voluntad de aquel plumilla de “La Voz de Rocópolis”, al que, en un principio, había declarado la guerra. Como fuera que la presa era más resistente que lo que ella había supuesto en un principio, cambió de estrategia. Lo intentó con halagos y zalamerías, con una cena a solas en el reservado de la Puerta del Cielo e, incluso, con una insinuación en toda regla, pero el plumilla siguió mostrándose contumaz e indoblegable.
Burlada en su propia casa y despreciada por primera vez, decidió pasar de las palabras a los hechos. Reunió al comité de notables del partido e hizo firmar al alcalde un decreto, que ella mismo había redactado, por el que se desterraba a Santiago de Cazem –la antigua Miróbriga- al irredento periodista. El gobernador le hizo saber que aquello rebasaba las competencias jurisdiccionales, pues el destierro, aunque contemplado por las leyes, no preveía el lugar de origen en otro país y, mucho menos, el lugar señalado, por lo que el apuntar a la ciudad algárvica invadía la soberanía portuguesa.
Sea como fuere y, tal vez porque la amenaza se extendió también al gobernador, las autoridades locales y provinciales se dispusieron a acatar las órdenes de la coronela. El director del periódico local fue detenido por dos alguaciles y puesto en la estación del ferrocarril con un billete para Portugal, en el que se había escrito a mano: “A los confines de Miróbriga”. Seguidamente, las brigadas municipales procedieron a derribar el inmueble donde estaba la redacción y la propia rotativa del semanario.
Retirados los escombros y sembrado el solar de sal, Manolita decretó el secuestro de todos cuantos ejemplares pasados y presentes del denostado semanario hubiera en la villa. Los buscó en la biblioteca, en arcas, desvanes y trastiendas, en las repisas de las alacenas y en los envoltorios de las castañeras; hasta ordenó inspeccionar el papel de las letrinas por si entre alguno de los recortes se hallaran retazos del maldito semanario. No satisfecha con eso, mandó emisarios a los suscriptores de la capital y aún de la Corte, para que le entregaran cuantos números tuvieran. Obtenidas las preseas, todo lo incautado ardió en la plaza pública el 24 de enero, festividad de San Francisco de Sales, patrono de los periodistas.
Aquella noche dormiría, por fin, a pierna suelta, se decía. Se equivocó. A las tres de la madrugada las campanas de la torre de la iglesia comenzaron a sonar: no sabría decir si el sonido era el de un repique o el de un toque de difuntos o, tal vez, una simbiosis de ambos. Saltó de su cama y en camisón salió a la calle. Observó que allí también se habían ido congregando decenas de vecinos. Estaba nevando. En lo alto de la torre, junto a las campanas, tres grotescas figuras -en las que Manolita quiso reconocer a sus dos maridos y a Anthony Kruger- arrojaban cientos de copos, que al caer al suelo se transformaban en hojas volanderas de “La Voz de Rocópolis” y de Stetches in Spain.

Foto: El campanario, de Justo Manuel Mesa y Amores en la taberna.

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lunes, marzo 03, 2008

La coronela (II)

EL INGLÉS
Por José I. Martín Benito
La noticia de que don Nicanor Pasamonte había aparecido ahorcado en las caballerizas de “La Montaña” no sorprendió prácticamente a nadie. Apenas había transcurrido un año del escándalo de los terrenos y de la lista de los “agraciados” testaferros que publicara “La Voz de Rocópolis”. Durante ese tiempo se había visto al veterano político vagar de noche por los caminos de la villa, esperando la llegada de su particular compaña, como si fuera el alma en pena de Fiz de Cotobelo.
El día del funeral, Manolita fue por última vez Enmanuelle. Ataviada de riguroso luto y encabezando el cortejo que seguía al coche fúnebre tirado por cuatro caballos negros, la viuda, con una gasa a guisa de velo que le caía cubriéndole la cara, caminaba erguida, altiva y sin pestañear. Detrás de ella, las autoridades, con el gobernador de la provincia, el alcalde y la corporación municipal a la cabeza, seguida por el capitán de la guardia civil, el presidente y miembros del cabildo de San Sebastián, y los respectivos mayordomos de las cofradías y hermandades de la villa. Tras ellos, los amigos y lejanos parientes del finado y, finalmente, los deudos de la coronela, que porfiaban entre sí como si de una nueva Penélope se tratara.
Estos últimos eran los más numerosos. Los había de varias clases: los afortunados que habían compartido secretos de alcoba; los desgraciados que, tras una noche irrepetible, se habían dado a la bebida, evocando continuamente las horas que no habrían de volver; los soñadores, que por el mero hecho de haber creído vislumbrar una sonrisa de aquellos labios rojos y sensuales, se creían transportados al cielo por venir, y, en fin, los sufridores que, aunque desdeñados, no renunciaban a la posibilidad de llegar a alcanzar la cima de los vientos.
Tras el sepelio, aquella noche y por primera vez en un año, Enmanuelle durmió en el lecho de la alcoba conyugal, eso sí, sola, en lugar de hacerlo en la habitación de invitados, a la que se había trasladado tras la humillación marital. Viuda y con una casa, un café, una fábrica y un partido que gobernar en solitario, Manolita decidió que tantas puertas eran malas de guardar y las redujo a dos. Vendió la fábrica y cerró la sede del partido. O mejor, trasladó ésta al mismísimo café de la Puerta del Cielo (al fin y al cabo, las barbas venerables y católicas pasaban tantas horas allí como en su propia casa).
Fue así como el café de la coronela se convirtió en el cenáculo donde se cocía toda la política local, si es que no lo era ya antes. Desde allí, Manolita hacía y deshacía, transmitía órdenes y exigía su cumplimiento. Elevaba y defenestraba alcaldes, con la misma facilidad con la que cambiaba de amantes.
Cuentan que de todos ellos, sólo perdió el seso por uno, un inglés, hijo de padre alemán y madre británica, llamado Anthony Kruger. Este era uno de aquellos curiosos y rubicundos impertinentes que se pasaban el día anotando las expresiones de los transeúntes en el mercado, en las ventas y en los cafés. El tal Kruger viajaba con frecuencia a los montes de León, dispuesto a estudiar, le decía, el habla y las costumbres de los montañeses, pese a los requerimientos de la coronela por detenerlo. Un día, el inglés desapareció y ella lo estuvo buscando quince días entre valles y riscos, estrellando su nombre contra las montañas. Desesperada de llamar al viento regresó al café y durante tres días no despachó ningún asunto. Pero repuesta de su desengaño, la coronela volvió por sus fueros, con más fuerza si cabe.
Al cabo de dos años, Manolita recibió en la estafeta de correos un paquete procedente de Londres. En su interior un libro titulado: Stetches in Spain, con una dedicatoria autógrafa del autor Anthony Kruger: “A Manolita, con encendido amor”. La coronela apenas si tuvo tiempo de leer la dedicatoria y arrojar el libro a la estufa de leña del café.
(Concluirá)
Fotos: La viuda. Viajero ante el mar de niebla, de Caspar David Friedrich.

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