La Crónica de Benavente

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miércoles, enero 31, 2007

Cuaderno del Este: Campanas y mallos (y 6)

DE LA TORRE GORDA Y DE UN CAMIÓN EN LA CATEDRAL
Por José I. Martín Benito

Durante siglos, y aún hoy, el nombre de Roda camina parejo al de San Ramón, el obispo mecenas contemporáneo del Batallador, al que acompañó en su expedición militar por Andalucía durante cerca de un año. Mucho tiempo, incluso para un obispo. Los caminos cansan a los hombres, y más el guerrear. Así que cuando Ramón regresó a Huesca, lo hacía extenuado y entregaba al Altísimo su último aliento. Lo demás, ya se sabe: el cabildo trasladó sus restos a Roda y los devotos feligreses hicieron de la tumba centro de sus visitas y oraciones, por lo que el prelado fue elevado a los altares. En la cripta se muestra a los visitantes el sarcófago del santo, que lleva en relieve los mismos temas iconográficos que se ven en el acceso al templo. Poco tiempo había transcurrido del óbito de Ramón cuando los artífices llevaron su pontifical figura a uno de los capiteles de la venerable portada.
Pero en Roda se habla también de otra “celebridad”. Aquí llegó en 1979 la larga mano de Eric “el Belga”. El viento parece susurrar su nombre cuando los visitantes se acercan a alguna de aquellas ermitas perdidas en los altos valles pirenaicos. El “Belga” no se detuvo en miramientos y una noche entró en el templo y se llevó la silla y mitra del santo obispo, junto a otros objetos de la iglesia. Aunque, tiempo después, algunas piezas fueron recuperadas, eso sí, con diversas mutilaciones, las más quedaron desperdigadas por varios lugares o fueron a juntarse a la morada de Caco.
Los viajeros salen a la calle por la puerta del claustro. En la plaza, junto a las ruinas de un antiguo lagar de aceite, se conservan las de la torre de vigilancia del valle. La Torre Gorda está reducida a una sola planta subterránea y circular que hoy, Sábado de Gloria, hace las veces de santo sepulcro. En el centro, rodeado de un círculo de cirios y en la penumbra de la estancia, se dispone un crucificado yacente, velado por una imagen de la Purísima. De pronto, una placa les advierte que están en la plaza de Pons Sorolla, lo que les lleva a evocar la iglesia de Santa Marta, a las orillas de un Tera que ahora queda muy lejano.
Roda perdió su silla episcopal mucho antes que Eric se llevara la de San Ramón. Tras la conquista de Lérida, la sede dejó el Isábena y se fue al Segre. Es el sino de las pequeñas diócesis, de ahora y de siempre. Barbastro y Monzón acaban de tener también su semana de Pasión, que culminó el Viernes Santo al quedarse sin obispo, enviado a tierras riojanas. Son éstas, diócesis de supervivencia que, como Ciudad Rodrigo, esperan el milagro de la resurrección.
El Vero, más domesticado que en Alquézar, ciñe a Barbastro. Los viajeros esperaban encontrar un catedral como Dios manda, pero se equivocaron. En el interior, en uno de los brazos del crucero, se toparon con un camión de una empresa de montajes eléctricos. Los forasteros nunca habían visto una cosa así, pero bien pensado ya no se sorprenden. El camión se queda y el obispo se va; son los nuevos tiempos, las nuevas profanaciones. No será la única sorpresa. Lo que tampoco esperaban encontrarse era una fotografía en el centro de un retablo. La capilla de San Carlos está presidida por un retrato del obispo Florentino, asesinado en el inicio de la Guerra Civil junto con más de cien sacerdotes. No habrá tenido tiempo el cabildo para encargar un óleo, se dicen.
Atípica seo esta de Barbastro, muy abandonada por fuera y con un interior en penumbra, más parecido a un parque móvil que a un templo. Con este aspecto, no pueden por menos los visitantes de recordar años atrás la catedral de Coria, desangelada también desde que su pastor tomó rumbo a la capital de la provincia. Claro que allí no había vehículos y, a pesar, del abandono, se respiraba un aire de pasada grandeza. En Barbastro no. El lugar no invita, precisamente, al recogimiento.
Los viajeros abandonan aprisa la ciudad (enclave con mucha historia, sí, pero con poca memoria en su escaparate urbano) y se van en busca de Monzón y de su castillo templario. Pero tanto el castillo como la iglesia mayor, ahora convertida en concatedral, están cerrados. Normal, son las ocho de la tarde; hubieran venido a su hora. De Monzón tendrán que conformarse con la panorámica que se divisa desde la explanada de la fortaleza. Así que los visitantes se quedan con la memoria de Alquézar, de Roda y del Isábena con sus meandros, perdidas ambas en sus paisajes serranos y dejan Barbastro y Monzón al albur del Vero y del Cinca... y de la decisión de la Santa Sede.


miércoles, enero 24, 2007

Cuaderno del Este: Campanas y mallos (5)

MÁRTIRES Y LIRIOS
Por José I. Martín Benito

Recuerdan los viajeros que la primera vez que tuvieron conocimiento de Roda de Isábena fue a través de las páginas de un semanario. Por él se enteraron que, perdida en el bajo Pirineo, había una catedral románica, con pinturas al fresco, Pantocrátor incluido. De ahí que cuando planificaron este viaje se propusieran acercarse a conocerla.
Antes irán a Alquézar y correrán la sierra de Guara por Abiego y Adahuesca. Los campos verdes y los frutales en flor preludian la explosión de la primavera. En Abiego son las diez de la mañana y la colegiata está cerrada, así que tendrán que conformarse con el exterior y seguir la carretera en busca del objetivo matutino.
El tajo del Vero aísla Alquézar por el naciente. Dicen las guías que estos parajes los descubrieron para el turismo los franceses, empeñados en bajar los cañones. Pero los forasteros no están para prácticas tan arriesgadas y buscarán adentrarse por los intestinos de la villa hasta alcanzar la acrópolis. En su recorrido les sale al encuentro la casa de Fabián, habilitada como museo etnográfico, pero en donde desentonan las baldosas de gres.
Cuando alcanzan la castrense cima y entran en la colegiata, no tañen las campanas. No lo harán en todo el recorrido, y eso que hasta aquí llegan también las leyendas de cabezas cortadas, servidas en delantales o en bandejas de plata. En el museo se detienen ante el retablo de Santa Quiteria, patrona de la rabia, la peste y la locura; cuenta su hagiografía que, habiendo consagrado su virginidad a Cristo y negándose a casar, su furioso padre la decapitó. La mártir recogió su cabeza, entró en la iglesia y se acostó para dejarse morir en el sarcófago. Maravilloso prodigio este de caminar con la cabeza bajo el brazo, como la que lleva el cántaro. Tal vez por ello, en el lugar de la decapitación brotó una fuente, lo que sólo debe ocurrir con la santidad, concluyen los viajeros, pues nada dicen las crónicas de manantial alguno en la campana del rey Ramiro, de lo que deducen que los nobles segados por el Monje no debían ser precisamente muy virtuosos. Por si fuera poco, en la sala hay también un lienzo de Salomé con el trofeo del Bautista. No serán los únicos mártires. En la torre exenta, relieve con las imágenes de Nonila y Alodia, las niñas del Somontano.
Cuando bajan de la fortaleza se pierden por las calles de la población y llegan a una placita recoleta desde donde sale una calle llamada de Zamora. Rodean la villa y se asoman al barranco para buscar una instantánea con la colegiata al fondo.
De Alquézar a Barbastro siguiendo el curso de un Vero encajado. Los lirios floridos crecen aquí silvestres y se asoman por docenas a las cunetas de la carretera. En la patria de los Argensola la catedral está cerrada y no abre hasta las seis de la tarde, por lo que los visitantes deciden poner rumbo a Graus, donde almorzarán, camino de Roda de Isábena. Muy cerca de Graus está Benavente de Aragón, pero los viajeros no se desviarán a pesar de la duda. El mimo en la restauración de Alquézar contrasta con el abandono de Graus. Las casonas se apuntalan o, simplemente, sucumben, a pesar de estar la villa declarada conjunto histórico. Si Ayerbe acogió la infancia de Ramón y Cajal, Graus vio los últimos años de Joaquín Costa, el ilustre pensador aragonés que, decepcionado de la política, se retiró a la paz de estos desiertos con sus doctos libros.
Los viajeros cruzan el Cinca y luego remontan el Isábena para llegar a Roda. El río se precipita y repta como una serpiente hacia el valle, dibujando meandros. Algunas gotas de lluvia mojan el parabrisas del automóvil, pero la marcha es tranquila. En uno de los recodos del camino divisan el caserío de la que fuera antigua sede episcopal. La villa se levanta sobre un promontorio con el fondo blanco de Monte Perdido. En Roda las casas son de piedra y las calles estrechas y limpias. Hasta aquí parece que también han llegado los fondos europeos: será que han cruzado los Pirineos y bajan río abajo, eso sí, con pereza, por lo que tardarán en llegar a Graus. En la plaza de la catedral se cuela tímidamente el sol, mientras que unos chiquillos la convierten en improvisado campo de fútbol para riesgo de los viandantes. A la villa llegan también los ecos del rey Ramiro, pues no en balde, aclamado por el pueblo y el clero, llegó a ser obispo electo de su catedral, si bien el metropolitano de Toledo prefirió consagrar a otro prelado que, sin embargo, no logró sentarse en la silla rodense. Al final, entre tiras y aflojas, Ramiro cambió la mitra por la corona y el báculo por el cetro y se fue a recoger la herencia de su Batallador hermano y a recolectar, en Huesca, levantiscas testas nobiliarias en la campana más grande que jamás viera reino alguno.
Fotos: Abiego; Alquézar; lirios; Roda de Isábena.

sábado, enero 20, 2007

Cuaderno del Este: Campanas y mallos (4)

FUERTES Y ERMITAS
(La espada y la cruz)

Por José I. Martín Benito

Desde Jaca, una romería de vehículos busca la nieve en la antesala de Canfranc. Los automóviles han tomado el testigo al ferrocarril, mientras la gigantesca estación languidece a la espera de un nuevo uso y de una remodelación que no termina por llegar. Los viajeros la vieron desde el exterior y se les antojó una de esas grandes estaciones centroeuropeas que han visto en el celuloide.
En este Viernes Santo luce el sol. Pero hay restos de nieve helada en las calles, lo que se hace más frecuente a medida que la carretera se adentra en el interior de las montañas, en busca de Candanchú. Al doblar una curva, emerge, casi de golpe, la grandiosidad de las cumbres y de las laderas nevadas. En esta época del año el corazón de los Pirineos es de un blanco intenso, luminoso. Los rayos solares acentúan la blancura. Aquí acuden millares de turistas en busca de las sensaciones que les debe producir deslizarse por las inclinadas pendientes. Los viajeros estarán unas horas, el tiempo necesario para que Rodrigo recuerde de este periplo no sólo castillos y monasterios.
Tras una ligera subida de un kilómetro están en la cima de Somport. A las cinco de la tarde bajan el puerto y, como peregrinos a la inversa, buscan Borce, en la vertiente francesa. Beben con ansiedad el agua de una fuente, llenan sus botellas y se dirigen a la capilla de Santiago. A esas horas no se ven peregrinos. Tampoco asoman por allí los naturales del país. El pueblo está prácticamente vacío. Sólo algún turista despistado corre sus calles, mientras el cielo se ha ido tornando gris.
La vuelta hacia Jaca la harán por el largo túnel bajo el puerto. Antes de llegar a él descubrirán el fuerte de Portalet camuflado en el desfiladero del Aspe. Ahora está abandonado, pero otrora debió ser lugar estratégico, oculto en la montaña perforada. En la pared vertical asoman troneras con la roca como parapeto. Por un momento los viajeros recuerdan antiguos eremitorios (la oración, ya se sabe, no es incompatible con la espada). El fuerte, inaugurado en época de Napoleón III, fue utilizado como prisión en la última guerra mundial. La frontera natural que marcan los Pirineos se apuntaló con construcciones defensivas. Y es que tanto Francia como España se han vigilado mutuamente, recelosas de ser invadidas. Por eso en Jaca, como en Figueras, se edificó un sistema abalaurtado: la ciudadela. Los viajeros la bordean y se disponen a visitarla, pero llegarán tarde, en el momento de su cierre al público. No es hora de lamentase y deprisa buscarán la catedral, no vaya a ser... Pero, no, es víspera del Sábado de Gloria, por lo que entre fieles y turistas el templo está a rebosar. Otra cosa es el Museo Diocesano, que ese sí permanece cerrado. Los visitantes quieren llevarse una instantánea del cimborrio y por eso colocan cuidadosamente la cámara en exposición bajo la cúpula. Al advertirlo, una mujer se acerca y les recomienda introducir una moneda en el cepillo para que la catedral se ilumine. Artificios de la técnica.
En el vestíbulo del ayuntamiento jaqués hay tres campanas. El hijo de los viajeros señala la mayor y pregunta si allí también cortaron cabezas... La sombra del rey Ramiro es alargada.
Tras abandonar la ciudad y antes que el sol se oculte, se dirigen hacia la ruta del Serrablo. Remontando el curso del alto Gállego buscarán las iglesias. Todas ellas tienen cementerios anejos. Es probable que las perlas hayan permanecido por el aislamiento, que la economía de los montañeses no les daba para sustituirlas por otras de nueva fábrica.
Desisten los viajeros de hacer el trayecto de Oliván a Susin, pues el asfalto desaparece para convertirse en un camino carretero en donde la montura se resiste a seguir avanzando. Así que irán a Orós Bajo y desde aquí a Lárrede. En el camino se encuentran con la solitaria iglesia de San Juan de Busa. Es la hora del crepúsculo. Los visitantes corren el cerrojo y entran en el templo desnudo. Entre dos luces llegan a los pies de la restaurada San Pedro de Lárrede y casi al oscurecer a Satué. Sólo aquí les reciben los perros, acaso los únicos habitantes de estos parajes desolados; pero no, es tiempo vacacional y algún oriundo venido de Zaragoza o de Madrid se deja ver. De noche abandonan Satué y alcanzan Sabiñánigo, desistiendo ya del románico de Latas.
En dirección a Huesca alcanzan el puerto nevado de Monrepós y bajan a la Hoya. Hay que reponer fuerzas para poder encarar al día siguiente el desafío de Alquézar, Barbastro y remontar el Isábena en busca de la Roda.



Fotos: Estación de Canfranc. Candanchú. Hospital de Borce (Francia). Fuerte de Portalet (Francia) y San Pedro de Lárrede.

sábado, enero 13, 2007

Cuaderno del Este: Campanas y mallos (3)

BAJO LA PEÑA
Por José I. Martín Benito


Tras la desolada e irregular carretera, al fin la Peña. La explanada de San Indalecio, junto al monasterio alto, está llena de automóviles. Los viajeros se preguntan por dónde habrán llegado. Luego comprobarán que hay otro acceso, por Santa Cruz de la Serós. Pero esa ruta sobre el mapa, desde Murillo de Gállego, se les antojó difícil. Así que en la bifurcación de la carretera en Santa María giraron hacia Triste en lugar de hacia Salinas de Jaca y bordearon la Sierra de Santa Isabel y luego la de San Juan. El resto ya es conocido, mal firme y peor trecho y pinos, muchos, con nidos de procesionaria.
En San Juan hay dos monasterios: uno románico y otro barroco. No sólo es el tiempo el que los separa, también la altitud y un kilómetro de distancia; y además la preferencia de los visitantes. El nuevo cenobio (es un decir, pues la ruina también pereció) recibe fuerte inyección económica y los carteles anuncian un futuro gran centro cultural del gobierno aragonés. Se acometen allí obras restauradoras, con estructuras de hierro y hormigón disimuladas por el disfraz de la piedra. Pasa aquí como en la vallisoletana Urueña, en donde algunos paramentos de las antiguas murallas emergen de nuevo con un alma de cemento. Como la tarde apremia, los visitantes apenas se detienen a contemplar los nuevos ingenios y buscan la parte baja, las iglesias superpuestas y el claustro bajo la gran peña. Es este un antiguo eremitorio, surgido al abrigo de la roca de conglomerados. Allí se sucedieron mozárabes y cluniacenses hasta que llegó la exclaustración y el consiguiente deterioro.
Blanco sobre azul. El descenso hasta la Santa Cruz está presidido por un fondo de Pirineos nevados. La Peña arriba y la Serós abajo. El topónimo deriva de Sorores, es decir, de las Hermanas, ya sea porque fue este también lugar de monacato femenino o porque en él ingresaron tres de las hijas de Ramiro I. En la iglesia de Santa María hay rezos y cánticos. Los viajeros esperarán a que terminen los oficios para poder entrar; mientras, darán un paseo por las calles donde se cambian acometidas y pavimentos. Aquí deben llegar también los euros del norte. Y es que Santa Cruz reúne requisitos más que suficientes para la llegada del maná, pues es zona de despoblación, de montaña y de camino de Santiago. En efecto, esta es la senda de Somport y también la de Sangüesa camino de la encrucijada de Puente la Reina. Los viajeros no pueden por menos de recordar cuando una vez se acercaron a estos lugares desde Burgos por Eunate en busca de la huella jacobea. Debió ser aquella vez también, hace casi diez años, cuando se quedaron atrapados en la nieve del puerto del Unzué de retirada a Pamplona, después de haber escuchado los cantos gregorianos en el monasterio de Leire.
Pero eso son recuerdos. Ahora estamos en la Jacetania, pisando las calles de la Serós tras un intento vano de penetrar en el interior de la candada ermita de San Caprasio. Los viajeros nunca habían oído hablar de tan ilustre varón por lo que tendrán que recurrir luego a la Iconografía del arte cristiano; allí descubren que fue obispo de Agen y que murió decapitado bajo el reinado de Diocleciano. Casi se habían olvidado del rey Ramiro el Monje y de su afición a separar del tronco las cabezas. Algo debe de haber de atávico a un lado y otro de los Pirineos. Los visitantes conservan la suya, que no es poco, y eso que en más de alguna ocasión no les han faltado aspirantes a verdugos en su propia tierra.
En su recorrido por la población encuentran un moderno taller de ceramistas que modela chimeneas azules en miniatura, a la usanza del país. En el viaje de regreso a Huesca verán, entre dos luces, surgir el original de los tejados. No tendrán tiempo para detenerse en Jaca, que no es ciudad para palpar a ciegas, sino para verla en plena luz y medirla con los propios pies, como caballeros andantes verdaderos. Hacen voto de regresar al día siguiente y por eso ponen dirección, ya se ha dicho, a Huesca, base de las operaciones, en busca del silencio de Montearagón.

miércoles, enero 10, 2007

Cuaderno del Este: Campanas y mallos (2)

COMBATE INCRUENTO
Por José I. Martín Benito


La mañana del 8 de abril se presenta, contra todo pronóstico, limpia. El temporal anunciado debe estar mucho más al norte, en el Pirineo, o tal vez al este, en las tierras ilerdenses, pero aquí, en Huesca, el castillo de Montearagón se levanta en su cerro, libre de grises, con un intenso azul por montera. Los viajeros enfilan la larga recta que les separa de la ciudad y antes de las diez de la mañana se plantan delante de San Pedro el Viejo. A esa hora no hay nadie en el templo, sólo la encargada de expedir los boletos de la visita. Como si fueran retirando invisibles cortinas, penetran en un pequeño claustro donde todavía no ha entrado el sol, para hacerlo luego en una diminuta capilla que guarda los despojos de Alfonso I el Batallador y Ramiro II el Monje. Parece como si con ello se quisieran dar la mano los polos contrapuestos, las dos caras de una misma moneda de aquella España que unía la guerra y el convento. La espada y la cruz se unen pues en esta capilla mortuoria. Para la tumba del rey campanero eligieron un sarcófago romano, como si con ello quisieran enlazar la estirpe aragonesa con los ecos de Sertorio, el general rebelde amigo de los hispanos.
La carretera atraviesa el Venia y luego remonta el Sotón hasta llegar a Bolea. La colegiata se alza sobre un promontorio que domina la llanura de la Sotonera. En el retablo de San Sebastián, junto al mártir, un obispo francés acéfalo, San Nicasio. Cuenta la tradición que el prelado de Reims cantó un salmo en el momento que el verdugo le separaba su mitrada testa del tronco y por eso la lleva entre las manos. Los viajeros se estremecen pensando que la sombra del rey Ramiro de nuevo les acecha. Eso fue por la mañana. Por la tarde, volverá la pesadilla cuando se encuentren con la cabeza del Conde de Aranda en una vitrina del museo de San Juan de la Peña. “¿A este también le cortaron la cabeza?”, pregunta Rodrigo.
De Bolea a Loarre, inexpugnable fortaleza pétrea que guarda los prepirineos. En su origen, junto con Marcuello, formaba una línea defensiva frente a las plazas musulmanas de Bolea y Ayerbe. De nuevo aquí clero y milicia se dan la mano. El ábside de la iglesia se convierte en avanzado torreón sobre el vacío, rodeada de recios muros. Hoy, sin embargo, la peña se muestra accesible, pero tras duras rampas. La caballería ha sido sustituida por los automóviles y el cerco se produce ahora por el lado norte, a tiro de ballesta. Cuando la retaguardia alcanza la explanada, el asalto ya se ha producido. Cientos de infantes corren por sus laberínticas dependencias y profanan la cripta y su iglesia, con su panoplia de cámaras fotográficas. Son estos los nuevos moradores temporales, que vienen y se van en un abrir y cerrar de ojos. Mientras arriba, a la altura de las cumbres, los buitres parecen esperar el final de tan incruento combate.
El mediodía ya ha pasado en Ayerbe. Huele a pan y a tortas en la plaza. En una esquina hay una tienda con productos de la tierra y “souvenirs”. La regenta una paisana de la diáspora, de Morales de Rey para más señas. Los viajeros la encontraron de casualidad. Entraron a comprar una postal para una amiga que lleva el apellido de la villa, por lo que debieron nombrar Benavente y aquella, atenta, se descubrió. Por Ayerbe estuvo de niño Ramón y Cajal y algunas placas en las calles lo recuerdan. Por allí también está un edificio que resiste decrépito el paso del tiempo; en el dintel de la puerta hay ¡vivas! con retratos de Franco y José Antonio, ajadas pinturas de un tiempo en blanco y negro. Pero Cronos también afecta a la luz de las estrellas: el palacio de los Marqueses, desvencijado, espera el soplo de los euros del Rhin o, tal vez los del Ebro, más próximo, sí, pero quizás más lejano.
Los viajeros se reponen en una casa de comidas y después, cuando ya el cielo se ha ido tornando gris, ponen rumbo a la tierra de los mallos, enormes peñascos verticales que parecen crecer como Babeles. Eso si antes no se desploman y en su cataclismo se llevan iglesias y caseríos, que todo es posible. Prevenidos, los visitantes realizan la instantánea para retener la imagen de aquellos colosos. Los mallos de Agüero y Riglos son primos hermanos de la puerta de Roldán. Unos y otros se forjaron en una época en que los gigantes dominaban la Tierra. Muchas espadas y guerreros de leyenda tuvieron que emplearse para tallarlos.
De Agüero a San Juan de la Peña, remontando en parte el curso del Gállego. En Murillo el ábside de su iglesia recuerda el de la fortaleza de Loarre. Los viajeros bordean el pantano de la Peña y por una carretera solitaria e interminable, buscan los monasterios. Los pinares están atestados de nidos de procesionaria. Será porque es Semana Santa y hasta las orugas se asoman a la ruta para hacer también sus particulares desfiles. Eso sí, aquí en silencio. Los tambores quedan más al sur.


Fotos. Imagen de Santiago peregrino en el retablo de la colegiata de Bolea; castillo de Loarre y mallos y villa de Aguero (Huesca).

sábado, enero 06, 2007

Cuaderno del Este: Campanas y mallos (1)

PLATA, BADAJOS Y JINETES
J. I. Martín Benito


Los viajeros han llegado a la plaza de la catedral por el Coso Alto, enfilando luego una empinada cuesta de la que no recuerdan el nombre. El del Coso sí. Esta vía les acompañará durante la estancia en Huesca, de la misma manera que lo hizo en Zaragoza. Tanto en una ciudad como en otra el espacio se llena de tiendas y de bullicio. En el coso oscense una placa recuerda el significado del topónimo: así llaman en Aragón a las calles que seguían el trazado de las antiguas murallas. Hoy estas han desaparecido, pero los moradores siguen aquí.
En la plaza se cuela el sol con la fuerza suficiente como para provocar un fuerte contraste de luz y hacer la pascua a las instantáneas. Así que será mejor entrar, o esperar a que el sol se oculte tras una nube, lo que no parece probable. En el interior hay fieles y turistas. Los primeros permanecen ajenos a los segundos, que osan profanar el espacio y el tiempo sagrado. Es Miércoles Santo y los devotos rezan el rosario en la capilla del Cristo de los Milagros. La Seo es un Potosí. El cabildo debió gozar de pingües rentas para llenarla de plata: candelabros y “blandones” de casi dos metros jalonan la capilla mayor, mientras que el Tesoro guarda sacras, bandejas, custodias y cruces. La fiebre argéntea llegó también hasta el frontal del altar. Pero el metal precioso no puede competir con la filigrana del alabastro de Forment que preside el ábside.
Casi en frente de la catedral está la oficina de Turismo. La encargada les ha dado hora para visitar en el salón de actos del Ayuntamiento el lienzo de Casado del Alisal. Allí está Ramiro el Monje mostrando las cabezas cortadas de los nobles indómitos de su reino, que acudieron engañados a presenciar la campana más grande jamás fabricada y cuyo tañido habría de oírse en todo Aragón. Esto de cortar le viene a los oscenses desde antiguo. Cuenta la leyenda que el propio Roldán de un tajo de su espada abrió la roca. Los viajeros vieron la brecha del caballero en lontananza, cuando a mediodía se acercaban a la ciudad. Sorpréndense por la hazaña y la comparan con la de Alejandro; éste, de otro tajo, deshizo el nudo gordiano y Asia se le abrió como una granada madura. El carolingio fue más allá, cortó la gigantesca peña y su nombre se unió a los cantares de gesta que corrieron en boca de juglares. En algún otro rincón, caso de Roncesvalles, también se le recuerda: “Desde entonces suenan los montes y dicen los montañeses...”
Es Huesca tierra de héroes. A Roldán le precedió Sertorio y le siguió, tal vez, el rey Ramiro (hay que tener valor para domeñar a la nobleza). Hablando de Sertorio, tiempo tendrán todavía los viajeros de para visitar el Museo provincial, antigua sede de la universidad que aquel abrió para los hijos de los jefes indígenas, quizá siguiendo los consejos que la cierva le susurraba al oído. El general romano fue asesinado por los suyos y del cérvido no volvió a saberse nada más; tan sólo el nombre de Osca permanece, que no es poco; con ella también han quedado sus héroes en el callejero.
Cuando salen del Museo, un sonido broncíneo acompaña a los visitantes por la calle de Sertorio. Son cerca de las ocho de la tarde y la campana de la catedral no cesa de tocar. Los viajeros se cruzan con decenas de fieles que suben desde el Coso, cruzan la plaza y se adentran silenciosos en el templo. Hay algo aquí que recuerda el cuento de Hamelín y su flautista. Aquellos devotos dirigen sus pasos como si acudieran a una llamada cíclica y repetida, perdida en una noche legendaria. Los viajeros no pueden por menos de llevarse las manos a sus testas, coronadas de ensueños, como si quisieran comprobar que no son precisamente las suyas las que hacen de badajo.
Por la noche acudirán a la procesión. Aquí el cese del tañido será sustituido por el ruido de los tambores, en Huesca ligero preludio de lo que se avecina en el Bajo Aragón. Pero apenas hay gente en las calles. La noche está fría. Será por la cercanía del Pirineo. ¡Qué distinta de la bulliciosa procesión de Tarragona del Miércoles Santo del año anterior. Terminado el desfile la gente se recoge. Cuando la campana del reloj está dando las diez o las once, Huesca parece una ciudad desierta; no será porque el fantasma del rey monje haya salido a recolectar. Por si acaso, terminada la procesión, que incorpora soldados y jinetes sertorianos, los visitantes ponen distancia de por medio, y sus cabezas a buen recaudo en un hotel, bajo el pelado cerro de Montearagón.
Fotos: Catedral oscense; "La campana de Huesca", de Casado del Alisal; castillo de Montearagón.

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