La Crónica de Benavente

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miércoles, marzo 28, 2007

Cuaderno napolitano (y 3)

BAHÍA, MERCADO Y BULLICIO
Por José I. Martín Benito

Bajan los viajeros desde la Piazza Garibaldi a la del Municipio por el Corso Umberto I. La mañana es corta y por eso han decidido hacer el trayecto en autobús. La calle es un mercado continuo de puestos callejeros, como ya advirtieron la tarde de su llegada. Desde aquel rodante mirador, observarán que cualquier lugar a lo largo de las aceras es bueno para instalar un muestrario de bolsos, bisutería, gafas, cinturones, gorras, perfumes, artesanía africana o libros de ocasión. De estos últimos, los viajeros sólo vieron un puesto, pero no por ello deducirán que los napolitanos son poco amantes de la lectura, que las apariencias engañan. Puestos callejeros de viejos libros vieron también en el Trastevere y en las plazas de la Repubblica y del Cinquecento, junto a las Termas de Diocleciano, poco transitados, es cierto, pero no por eso se dirá que los romanos no leen. En el Trastevere encontraron los viajeros dos guías de España, una de los años sesenta del pasado siglo y otra más antigua, escrita por Edmundo de Amicis, que visitó el país a principios de la centuria.
Pero estábamos en Nápoles, así que dejemos a los romanos, “aunque oímos o leímos sus historias”. Decíamos que la avenida es un mercado al aire libre. En verdad, por lo que llevan visto, diríase que toda la ciudad lo es. La actividad mercantil contribuye al ruido y al bullicio. Pasan automóviles y motocicletas y por doquier se oyen bocinas y sirenas. ¡Ruidosa y ajetreada Nápoles! Sobre la bahía, un volcán duerme, pero la gente está plenamente despierta, en una interminable “joie de vivre”.
Los viajeros se dirigirán primero al Castel Nuovo para cruzar el umbral del arco de triunfo del aragonés Alfonso. Subirán a la azotea y allí contemplarán, casi a vista de pájaro, la populosa ciudad, el puerto y la silueta borrosa del Vesubio. Luego dirigirán sus pasos a la capilla palatina, a la sala grande o de los barones, hoy convertida en salón de plenos del Consiglio comunale. Tras pasear las salas del Museo cívico, salen del castillo con dirección a la Piazza del Plebiscito, la más vasta y monumental de la ciudad. Allí da la fachada del Palazzo Real, enfrentada a la iglesia de San Francisco de Paula, que pretende ser aquí, en el Sur, una réplica del Panteón de Agripa.
El templo está escoltado por dos estatuas ecuestres que miran al palacio. Los jinetes no llevan nombre, pero pronto los viajeros reconocen en uno de ellos las facciones de un joven Carlos III, que fue rey de Nápoles antes que la muerte de su padre le obligara a cambiar de trono y tomar los asuntos de España. El rey debe ser muy conocido aquí, pues el pedestal sobre el que se levanta la estatua, erigida por Antonio Cánova, carece de inscripción que la identifique. No obstante, algunos grafiteros se han encargado de suplir el olvido oficial y en los balaustres que rodean el podium han escrito varias veces en italiano: Carlo III.
Advierten los viajeros que el pasado español está aún presente en la ciudad. Y no sólo por el rey Carlos, o por el arco de Alfonso el Magnánimo empotrado en el Castel Nuovo. Lo piensan también por el entramado urbano. Ya se dijo que uno de las arterias principales lleva el nombre de Vía Toledo, llena de negocios de cualquier género. Convendrá consignar que la denominación no es por la ciudad del Tajo, sino por el virrey Pedro de Toledo, que promovió la expansión urbana de la Nápoles del Quinientos. El nomenclátor se encarga de ligar el presente con la historia. Por allí anda también el Quartiere degli spagnoli (Barrio de los españoles) o la Rua Catalana.
Con tanta evocación, recordarán que por aquí estuvo también de virrey don Juan Alfonso Pimentel, VIII conde de Benavente, el cual mandó trazar la Via de Poggio Reale, construyó varios puentes y contribuyó al embellecimiento, higiene y salubridad de la ciudad con múltiples fuentes. No podrán olvidar tampoco que desde Nápoles enviaba sus lienzos a España José Ribera, el Spagnoleto.
Pero la historia continua, eso sí, sin perder las raíces. Los viajeros llegaron a la ciudad de Campania en busca de Pompeya, pero se irán también con recuerdos de sabor español. En la Piazza Garibaldi un gran cartel anuncia una exposición de Velázquez en el Museo di Capodimonte. No la verán. Los días son contados, así que tendrán que decidir. Además, la obra velazqueña la ven a menudo en el Prado, y la vieron también, muy completa, en la retrospectiva de 1988. Es por ello por lo que no dudarán entre la muestra de Capodimonte o el Museo Arqueológico Nacional, con las esculturas del cardenal Farnese.
Grecia y Roma en Campania. Hércules, el Toro y el mundo helenístico. Y una espléndida galería de retratos. De entre todos, destaca el colosal de Vespasiano, digno de su vasta obra: el anfiteatro Flavio. La serie de Marco Aurelio refleja la evolución del joven al maduro emperador; la frente despejada de Julio César, la firme decisión del paso del Rubicón; la rizada barba y el gesto severo de Caracalla, la extensión de la ciudadanía...
Roma en Campania. Campania en la Magna Grecia y España en Nápoles. Crisol de luces y colores en la paleta mediterránea. Azulada bahía. Mercado y pintura, tráfico volcánico, jinetes, fuentes y corceles. Aceras y motocicletas. Ruidos y fachadas desvencijadas. Bulliciosa Nápoles.

Foto: Castell Nuovo, Carlo III y Toro Farnesio (Nápoles).

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viernes, marzo 23, 2007

Cuaderno napolitano (2)

CIRCUMVESUVIANA
Por José Ignacio Martín Benito

El viajero escribe en el tren que les lleva a Pompeya. Son las 10,00 de la mañana y acaban de tomar hace unos minutos el ferrocarril de la Circumvesuviana. La escritura se hace difícil, con el balanceo y el tacatá. El tren funciona, sí, como todo en Nápoles, suponen. El trayecto se contempla para poco más de media hora. Es el tiempo que tardará en recorrer los cerca de 30 Km que separan la estación de plaza Garibaldi de las ruinas pompeyanas.
Un conglomerado de lenguas y razas ocupa, apretado, los vagones: familias italianas (algunos pasajeros leen “La Repubblica” o el “Leggo”); españoles, franceses, alemanes, africanos... No se busque aquí la comodidad, ni mucho menos el confort, pues no se encontrará. El tren del folleto informativo se parece, sólo en la forma, al que les lleva. En las polvorientas ventanas hay improntas de manos abiertas, que recuerdan a las pintadas en el interior de las cuevas paleolíticas. La carrocería exterior está completamente pintada de “graffiti”, que no sólo ocupan la parte baja del vagón sino que, en ocasiones, cubren parte del cristal, haciendo opaca esa parte de la ventana.
Al poco de salir de la estación, una niña cruza el pasillo central tocando el acordeón, precedida de un niño más pequeño, con un vaso en la mano que lo acerca a los pasajeros.
La Circumvesuviana es lo que aquí llamaríamos un tren de cercanías, casi un metropolitano, con múltiples paradas. Prácticamente desde la salida en la Stazione Centrale napolitana va bordeando el Vesubio. Apenas los viajeros se han dado cuenta de que el tren se ha detenido casi una decena de veces, cuando advierten de pronto el cartel que anuncia las excavaciones de Herculano. Suspiran los visitantes por la magia mítica del lugar, pero este, por ahora, no es su objetivo, que aquel se encuentra más allá, en la otra cara del volcán. Las estaciones se van sucediendo: Torre del Greco, Villa San Antonio... Pompeya se presiente cada vez más cerca.
Es entonces cuando sienten el aliento del Vesubio. El titán se levanta tranquilo, como un monte más; pero la furia, aunque aletargada, habita dentro. Desde esta cara se perciben claramente las escorrentías de lava que un día, hace casi dos mil años, sepultara Herculano, cara al mar.
Pero el volcán ha despertado varias veces desde entonces, el cráter ha cambiado y los cauces de lava también. En todo caso, complace a los viajeros la recreación histórica de que por esas laderas un día bajaron ríos de fuego. Pero esa complacencia es sólo desde la distancia del tiempo, pues la tragedia la padecieron las gentes del entorno circundante. Y es que el volcán da y el volcán quita. Hace dos mil años su incontrolado furor sepultó Herculano y Pompeya en un inmenso túmulo o sarcófago de lava. Hoy, abierta la inmensa tumba, llegan aquí peregrinos de todo el mundo para penetrar, tras atravesar Porta Marina, en el túnel del tiempo, en el gran escenario del romano imperio.
El tren sigue su camino hacia Sorrento. Ahora Leopardi. Pinos, palmeras y algún que otro eucalipto. Frutales en flor y chumberas. Hay también naranjos... y graffiti, muchos, en las paredes de ambos lados de la vía.
El día está soleado y el tren se detiene en Trecase. Toda la campiña está habitada. Las localidades se suceden, casi sin interrupción. Ahora sale al paso Torre Annunziata. Su antepasada fue también destruida por la erupción del 79, pero una nueva población surgió a comienzos del siglo XIV en torno a la capilla dedicada a la Anunciación, de donde la actual ciudad portuaria toma nombre. La siguiente parada será Pompeya, en las proximidades de la Villa de los Misterios. Los viajeros guardan la libreta y se disponen a bajar. Lo harán también otros muchos, precisamente los que se intuía que lo iban a hacer, pues lo delataban sus mochilas, sus libros y sus mapas. La gente del país ha ido bajando a lo largo de la ruta o seguirá viaje más allá, tal vez hacia Sorrento, pero eso los viajeros no lo pueden saber, aunque se lo imaginan.
La llegada a la entrada de la ciudad se convierte, de pronto, en un mercado. Y no sólo por los puestos callejeros que desde la estación han jalonado y orientado el recorrido de los visitantes, sino por las voces en varios idiomas de guías turísticos al ofrecer sus servicios. Van provistos de una tarjeta identificativa, que les garantiza su conocimiento del lugar y su oficio. Algunos turistas contactan con ellos. Unos guías tienen más fortuna y pronto forman grupo; otros tendrán que esperar. Por su parte, los viajeros prefieren hacer el recorrido sin prisa y perderse en solitario por el interior de la ciudad fosilizada. Suben por la calzada hacia Porta Marina y en poco más de un suspiro se encuentran en la vía que les conducirá hacia el Foro, dominado a lo lejos, pero a la vez tan cerca –como un frente escénico-, por la mole amenazante del Vesubio.

Foto: Circumvesuviana y Ruinas de Pompeya, con el Vesubio al fondo.

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domingo, marzo 11, 2007

Cuaderno napolitano (1)

CAOS
Por José I. Martín Benito

Los viajeros no recuerdan haber visto una ciudad tan sucia, ni tan ruidosa, como Nápoles. Por las aceras y las calles se esparcen bolsas, papeles y desperdicios. El suelo está negro y pegajoso.
Un ir y venir de automóviles y motocicletas pueblan el enjambre de Piazza Garibaldi. Los recién llegados han tomado un taxi para ir al hotel. El taxista, impaciente por la aglomeración del tráfico, gira de pronto a la derecha buscando un atajo e introduce el vehículo por dirección prohibida, ante las miradas de asombro de los pasajeros. Lo hará en dos ocasiones, aorillándose al cruzarse con los que circulan en el sentido correcto. Pero no es el único. Los viajeros comprobaran luego que esta maniobra debe estar a la orden del día. Los conductores tampoco parecen respetar los pasos de peatones, muchos de ellos semiborrados. Por su parte, los viandantes atraviesan la calzada por doquier, por lo que los pasos son aquí más un testimonio ornamental que una vía para cruzar. Llegar a la terminal de autobuses, en pleno centro de la plaza Garibaldi y rodeada del caos circulatorio, es toda una aventura y, sobre todo, una prueba de habilidad peatonal. Tampoco los autobuses gozan de señales fijas de identificación ni de reservas de estacionamiento, de modo que si uno quiere encontrar el suyo deberá dirigirse a lo que llaman “oficina de información” y allí le indicarán, señalando con la mano, la zona de la plaza donde se puede localizar.
Una hora después de su llegada a la Estación Central, los visitantes medirán con sus propios pies el Corso Umberto I y bajarán hasta la Piazza del Municipio para contemplar, entre dos luces, el imponente Castel Nuovo, que se yergue sobre la bahía y el puerto. Lo rodearán por completo y sólo encontrarán un sitio accesible: la puerta que, a modo de arco de triunfo, mandó levantar Alfonso el Magnánimo, a mediados del siglo XV, cuando los aragoneses señoreaban la ciudad y el sur de Italia. Por ahora la silueta y la entrada sólo las fijan en su retina; tiempo tendrán otro día de traspasar la triunfal entrada.
De regreso al hotel buscan desesperadamente una heladería, que no encuentran, y eso a pesar de la fama que tienen los helados italianos, como pudieron comprobar días antes en Roma. Con lo que sí se toparon de manera inesperada en un escaparate -¡en plena semana de Pascua!- fue con un “nacimiento”; tal vez, para recordar que fue en Nápoles donde surgieron los “belenes” o que desde allí vinieron a España por el siglo XVIII.
El Corso, una de las arterias principales de la ciudad, está llena de tiendas y de gente, con decenas de puestos callejeros que invaden las aceras y casi se topan con los comercios oficiales. Hay un contraste entre los establecimientos fijos y los ambulantes, al menos en la iluminación y en la distribución y el muestrario de sus productos, también entre la pulcritud de los espacios interiores con la suciedad del exterior, pero tanto un comercio como otro parece que se han acostumbrado a convivir en vecindad.
Las fachadas de los edificios están desvencijadas, oscuras, con jirones de pintura suelta. No parece que el espíritu napolitano esté por remozarlas, toda vez que a lo largo de la vía no se perciben pioneras señales que marquen el camino a seguir.
Pese a todo, cierto aire de renovación observarán en el entorno del Palazzo Real y de la galería Umberto I. Pero este es el Nápoles racionalista y borbónico; el auténtico corazón napolitano está entre las vías de Toledo, Foria, Carbonara y el Corso Garibaldi, y allí reina el caos. Se trata eso sí, de un caos alegre, bullicioso, sureño, temperamental y vesubiano; de un caos, en suma, dentro de un orden.


Foto: Piazza del Plebiscito, con la estatura de Carlos III, rey de Nápoles. Vía Toledo.

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sábado, marzo 03, 2007

Cuaderno del Este: Nuevos santuarios (y 5)

GERONA
Por José I. Martín Benito

Del Tera al Ter. Los hidrónimos serán parecidos, pero no así sus aguas. Al menos los viajeros vieron turbias las del segundo. Han cruzado el río por uno de los puentes peatonales que cosen a la ciudad nueva con el casco histórico y ponen rumbo a la zona de las torres. En uno de los extremos y en la parte baja, dos templos les esperan. San Nicolás y San Pedro de Galligants se dan la mano. Fuera ya del culto, el primero alberga una exposición temporal de vanguardia, en tanto que San Pedro, restaurado por la Diputación Provincial en el siglo XIX, contiene la colección arqueológica donada por los herederos de un coleccionista gerundense. La iglesia, hay que decirlo, sufrió la devastación y ruina provocada por el sitio de los franceses durante la Guerra de la Independencia y por la inundación del río. De poco valieron las defensas abalaurtadas que se hicieron tras la Paz de los Pirineos. El francés cruzó igualmente las montañas y se presentó en la ciudad. Lo demás, ya lo sabemos por las crónicas. Los sitios de Gerona, Zaragoza y Ciudad Rodrigo fueron acaso los más largos y heroicos de aquel conflicto.
En estas ensoñaciones estaban los viajeros cuando por la tarde han penetrado en la ciudad vieja, cansados del paseo matutino por los entresijos del castell de Sant Ferran. Son las cinco. Agotados, deciden hacer un alto para descansar. Lo encontrarán en los sombreados jardines que hay junto a San Pere, antes de visitar los llamados baños árabes. La verdad es que éstos de árabes tienen poco, pues cuando se construyeron Gerona era ya dominio de cristianos. Pero los ecos de las arquitecturas nos remiten al mundo hispano-musulmán, al alfiz y al arco de herradura. Los viajeros evocarán aquí los baños que un día encontraron en los sótanos de un palacio en Jaén, aunque nada de Aixa, Fátima y Marién, las tres morillas enamorizadas.
Después se encaminan en larga subida a la Catedral, tras la huella del códice que Emeterio y Ende ilustraron hace más de mil años en un monasterio tabarense. El esfuerzo de la larga escalera bien merecerá el Grial. Pero en su lugar sólo encontraron dos reproducciones facsimiladas, pues el original estaba guardado a cal y canto por el cabildo. Los visitantes tuvieron que conformarse con el resto del tesoro y recordar la lápida que los de Gerona regalaron a los de Tábara. Al menos, eso sí, pudieron contemplar el tapiz de la Creación, que se exhibe en una atmósfera de penumbra. Entienden que el ambiente es para que la luz no dañe al color de las telas, pero los viajeros le dan también su particular interpretación; en la soledad, a oscuras en aquella habitación, hasta que los ojos se van adaptando y descubriendo poco a poco la luz y los colores. Y recuerdan: “la tierra era soledad y el caos y las tinieblas cubrían el abismo...” (Gén. 1, 2). De la nada, de la sombra salió la luz. Al principio eran las tinieblas y el sumo hacedor fue insuflando claridad a las tierras y a las aguas. Hasta que la luz se hizo... Después buscarán la frescura del claustro, bajo el muro torreado.


Cuando salen de la catedral seguirán la huella de Sefarad en el Call dels Jueus, entre calles estrechas y empinadas con escaleras inacabables. No pueden por menos de recordar la judería de Hervás, recóndita en el valle del Ambroz, y se preguntan cuántas llaves de las aljamas hispanas conservarán aun los hijos de la Diáspora.
Gerona está limpia. Pocos cascos históricos han encontrado los viajeros tan inmaculados, sin desperdicios o papeles que perturben la contemplación de casas, rincones y palacios.
Aun tendrán tiempo de comprar unas sandalias, no las del pescador, que tanto Roma como Tierra Santa ni se divisan, por lo que será difícil caminar sobre las aguas; aunque esta provincia tenga la réplica del lago de Tiberiades en Bañolas.
La rambla hierve y con un calzado cómodo se disfruta mejor. Por ella iban, descubriendo tiendas y librerías, cuando de pronto se toparon, sin buscarla, con la Fontana d´Or, restaurado edificio donde se exhibe una muestra sobre la vida en los palacios de la Edad Media. La exposición se cierra a las nueve y faltan sólo diez minutos. Pero no tendrán dificultad para entrar. Está visto que los gerundenses quieren enseñar sus tesoros, que son muchos. Tímidas gotas de alguna nube pasajera mojan ligeramente el pavimento.
Todo ello se esconde tras cruzar el Ter desde la parte nueva de la ciudad. Rebasar esa barrera es un poco pasar también el Rubicón: una inmensa oportunidad se abre a la ambición de los soldados, en este caso armados sólo con sandalias y cámara en ristre, que el pilum lo dejaron en Ampurias. Cruzar el Ter es trasladarse en el tiempo, de la Gerona de ayer a la de hoy, donde el pasado y el presente conviven en armonía inacabada. Y así debe seguir siendo.



Foto: Río Ter a su paso por la ciudad. San Pere de Galligants. Beato de Gerona y Tapiz de la Creación.

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